"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




miércoles, 24 de octubre de 2012

A la chica morena de Federico Moreno Torroba

Cuando teníamos 15 años, mis amigas y yo éramos, en palabras de mi padre, "terribles". Si mi padre se hiciese una mínima idea de lo que son las chavalas de 15 años de hoy, se le haría un nudo en la lengua, pero en fin, las madres y los padres de este mundo siempre creen que sus descendientes han sido "monísimos/as de peques" y "rebeldes insoportables" y "terribles" en la adolescencia: fijo que la madre y el padre de Ghandi también se lo dijeron alguna vez y mira cómo salió.

El caso es que éramos "terribles" por muchas cosas: porque hablábamos sin parar a gritos durante horas y horas, porque éramos todas chicas y no teníamos con quienes contrastar nuestra siempre acertada opinión acerca de absolutamente todo, porque fumábamos a escondidas por cada rincón, porque a algunas nos habían sancionado incontables veces en el colegio llegando a la expulsión y en mi caso particular porque jamás llegaba a la hora y porque no aprobaba matemáticas ahí se cayera el mundo.
Bueno, y porque las facturas de teléfono eran escandalosas, y cuando llegaba el sobre yo oía a mi madre rasgar la solapa y a los tres segundos vociferar desde el salón:

- ¡Y ESTO ¿QUÉEEEEEE? ¿¿¿LO VAS A PAGAR TÚ??? ¿¿TE HAS PENSADO QUE SOMOS EL BANCO DE ESPAÑA?? ¿¿QUE ESTO ES UN HOTEL??

Y acto seguido venía un fin de semana sin salir, tragando paredes de casa entre terribles lamentos y miradas lánguidas.

Mi padre decía que éramos terribles por todo esto, pero sobre todo por una cosa: porque teníamos ocupado siempre El Muro.

El Muro era, como su propio nombre indica, un muro. Sin más. Sin florituras ni rodeos. Era el clásico muro de cemento rústico que separaba la acera de la calle de unas tiendecillas de esas de barrio, consistentes en una tienda de chucherías, una peluquería de señoras, una panadería (antes una agencia de viajes, antes una peletería, hoy en día un COMPRO ORO) y una zapatería a la que se accedía por unas escaleritas que terminaban en El Muro, y que ocupábamos indefectiblemente a todas horas del día para cabreo supremo del zapatero, que siempre creímos que saldría con una recortada para echarnos de allí, pero que sólo se acordaba de nuestras madres y padres entre dientes.

El Muro ofrecía una cobertura íntima muy interesante (básicamente porque al ser de cemento nos protegía de miradas indiscretas), un soporte inmejorable para apoyar las posaderas en cualquier situación (menos en invierno, que entre la falda del uniforme y el frío del cemento las cistitis iban y venían y todavía nos preguntábamos que dónde coño nos poníamos malas) y sobre todo un lugar de estancia gratuita en el que pasar las horas muertas destripando paso por paso a esa profesora malvada que no te aprobaba ni de coña (excuso decir quién era la que hacía esto conmigo) o a la clásica pija odiosa del A que nos caía mal por sistema.

Por las mañanas, antes de las 8, nos fumábamos el primer cigarro del día en El Muro. A la hora del recreo nos tomábamos el desayuno en él (ahí fue donde empecé yo a currarme estas caderas que orgullosa luzco hoy en día, esculpidas a base de bollería industrial y bocadillos de bacon con queso), y cuando sonaba el timbre de la salida salíamos despavoridas a refugiarnos detrás de su pared, aunque fuese para, una vez allí, despedirnos hasta el día siguiente.

Si quedábamos, ese era el punto de encuentro. Si queríamos vernos, no había más que pasar por allí a cualquier hora y siempre había alguien. Si llegaba el fin de semana, nos reuníamos en ese punto para ir a algun bareto cutre o para pasar el rato, y los domingos nos juntábamos después de comer para planificar la semana siguiente. El Muro era nuestra casa más que el lugar en el que vivíamos con nuestras respectivas familias, y aún hoy pasamos por allí y a veces nos sentamos a charlar aunque ya no aguantemos tener el culo frío más de cinco minutos.

Un día de tantos faltaba poco para terminar una interminable clase de matemáticas en la que sudábamos la gota gorda pensando en que nos tocase salir a la pizarra a corregir los ejercicios. Nuestra profesora era malvada y nos ridiculizaba hasta cotas insospechadas, en mi caso aunque lo hubiera hecho bien. Si nuestras madres y padres llegan a ver lo que nos decía hubieran tomado medidas, pero por aquel entonces la profesora tenía siempre la razón y tú te callabas la boca y te ponías a estudiar o te quedabas sin vacaciones, eso era así.
Los minutos pasaban lentos como las tortugas en los cuentos (en la vida real corren bastante las muy perras, o al menos las tortugas que actúan como mascotas de una clase de Primaria y se ven rodeadas de manitas infantiles amenazando su vida animal) y de repente, en medio de una integral infernal, sonó el timbre y nosotras salimos despavoridas hacia El Muro como hacíamos cada día.

Cuando nos fuimos acoplando, descubrimos algo inusual: un papelito con una bolsa apoyada en lo alto del muro. En el papelito, alguien había escrito:

Para la chica morena alta de Federico Moreno Torroba.

Y nada más. Como éramos unas chicas sin vergüenza, ni respeto ninguno ni sentido de la propiedad privada, nos lanzamos como locas hacia la bolsa para abirla descubrir decepcionadas lo que contenía en su interior: un libro de poemas de Benedetti con algunas hojas marcadas.

Si esto fuese una historia escrita por Enid Blyton o Corín Tellado, o si esto nos ocurriese hoy en día, este momento destilaría romanticismo por los cuatro costados y todas nos habríamos emocionado y habríamos fantaseado acerca del amor y la poesía, pero no, esto era un escenario algo diferente: un muro de cemento enfrente de un colegio de barrio en el que se reunía alrededor de la bolsa una decena de adolescentes crecidas en la era del botellón, y eso nos hacía inmunes a todo.
Una vez que has bebido Ron Alcampo (de menos de 5€ la botella en aquel entonces) en tubo de plástico estás preparada para cualquier cosa, pero también te haces una persona dura y fría a la que no se emociona facilmente.

Lo que hicimos fue decir:

- ¿A quién conocéis que viva en esa calle?

Y es que no sabíamos quién era la morena, pero sí sabíamos que Federico Moreno Torroba era el nombre de una calle madrileña que por desgracia no era la de ninguna de nosotras. Tampoco nos sonaba haber ido a ningún cumpleaños, fiesta, "tarde de estudio" (que era lo mismo que las anteriores pero con nombre discreto para decir a la familia) o evento alguno en aquella calle, lo cual descartaba a todas las chicas de nuestro curso y a toda la gente que conocíamos de otros cursos gracias a la extensión de las redes sociales forjadas en momentos dramáticos de comedor y castigos en la biblioteca.

Hojeamos (y ojeamos) el libro, pero como no vimos nada fuera de los poemas, volvimos a dejar la bolsa en su sitio y a seguir intentando indagar quién sería la famosa morena, pero en algún momento de la conversación se cruzó algo más interesante para nosotras aquel día y lo dejamos pasar.

Desde aquel día, todas las tardes, cuando salíamos a medio día de clase, encontrábamos encima del muro una bolsa blanca con un papel pegado en el que había escrito:

Para la chica morena de Federico Moreno Torroba.

Y dentro de la bolsa, libros de poemas, siempre de amor, siempre grandes clásicos. A veces, dentro del libro, encontrábamos hojitas en los que había escritos, con letra menuda, otros poemas que el misterioso desconocido dedicaba a aquella chica morena cuyo domicilio constaba en las notas.

Llegó un momento en el que, entre clase y clase, nos apostábamos en la ventana que daba al Muro para intentar descubrir al poeta anónimo in fraganti mientras dejaba el libro, pero jamás le veíamos. Durante las interminables horas de Matemáticas, Historia o Inglés nos dejábamos el cuello intentando usar nuestra visión telescópica, pero nunca llegábamos a descubrirle y provocábamos que los castigos volasen sobre nuestras cabezas. Sin embargo, al salir, cinco minutos después, ahí estaba la bolsa blanca con su nota, siempre reclamando a una chica de la que sólo sabíamos la dirección y el tono de su piel, o de su pelo, o de ambos.

Nos daba pena el poeta misterioso, porque la bolsa permanecía horas y horas en el Muro y la chica morena de aquella calle no recogía sus regalos, así que empezamos a llevarnos los libros, cada día una, a casa. Otras veces lo dejábamos en otro banco, o en otra esquina, o en otro lado más cercano a la dirección, con la esperanza de que la chica lo encontrase. Aprovechábamos el revuelo de la salida para, discretamente, hacer desaparecer la bolsa con el libro y la nota.

Una tarde, después de que nuestras casas empezasen a estar llenas de libros de poesía y nuestras familias empezasen a pensar que éramos chicas (¡por fin!) de provecho, recogimos como cada día la bolsa blanca. Aquel día lo hicimos con menos discrección y menos tacto, es decir, vociferando de lado a lado:

- ¡La bolsa! ¡A ver qué libro nos toca hoy!

Hemos de reconocer que habíamos generado una tradición y que casi se nos había olvidado hasta la chica morena. Así como cada día nos sentábamos en El Muro cuando salíamos de clase sin pensarlo, abríamos la bolsa blanca en busca de literatura romántica que llevarnos sin pensar en que tenían dueña y no éramos nosotras.
Lo malo es que subestimamos al poeta desconocido: imagino que andaría por allí, escondido (o no) en cualquier esquina, esperando que su amada morena recogiese el libro, y al ver cuál era el destino final de su regalo debió entristecerse o tirar la toalla, porque al día siguiente no encontramos la bolsa blanca con la nota, ni al siguiente, ni al siguiente, ni nunca más. La chica morena de Federico Moreno Torroba nunca supo que había alguien enamorado de ella hasta Benedetti y vuelta, y el poeta Anónimo nunca supo qué hubiera dicho la chica morena si hubiese recibido los poemas.

Esta historia no tiene un final espectacular: a los pocos días se nos olvidó la historia del poeta Anónimo porque vendría otra seguramente súper interesante para nosotras y que ahora mismo no recuerdo. Volvimos a nuestras clases interminables de matemáticas, a los cigarros por las esquinas, a las facturas de teléfono apoteósicas seguidos de fines de semana de enclaustramiento y a los domingos en El Muro.

Nunca más recordamos a aquel poeta, pero hoy, haciendo limpieza, he encontrado en mi estantería (después de haber cambiado de muebles y de moverlo todo cien veces ha sobrevivido, sorprendentemente) un libro de poemas con pinta de antiguo, y al cogerlo, ha caído de su interior un papelito blanco, pequeño, en el que en letra picuda ponía:

Para la chica morena de Federico Moreno Torroba.

Y después de haber pasado los años, después de haber salido al mundo, después de entender que el romanticismo está en cada esquina pero a veces metido dentro de bolsas de plástico, hago un llamamiento a la chica morena de Federico Moreno Torroba y a todas las chicas, rubias, morenas o pelirrojas que piensan que nadie se fija en ellas (y a los chicos, claro), y a todos los poetas y poetisas que se esconden detrás de papeles y bolsas blancas para decirles: estamos aquí, os recibimos, seguid intentándolo, perseverad. Los Muros de este mundo los derriban, precisamente, personas como vosotras y vosotras.

Sed valientes: algún día alguien abrirá la bolsa, y entonces se cumplirán vuestros sueños: palabra de fan (desde entonces) de Benedetti.


PD: Esta historia va dedicada a tí, que has sabido ser valiente y ver dentro de la bolsa algo más importante que las palabras: a tí misma. Te admiro y te quiero.