"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




viernes, 1 de marzo de 2013

Qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas

- Hija, ni que volvieras de Canadá.
- Pues casi, la verdad, he pasado el mismo frío.

Fueron las primeras palabras que mi amiga del alma, mi M., la mujer que dio sentido a las pastas de té en mi vida, me dijo cuando subí al autobús.

Odio las despedidas. Con todas mis fuerzas.

El 2013 ha empezado lleno de despedidas y no me siento con fuerzas de afrontar ninguna más (por favor, si tenéis pensando emigrar, huír o desaparecer, contádmelo de manera secuenciada, poco a poco, que no necesite yo una caja entera de Omeoprazoles para digerirlo). No es el hecho en sí de despedirme de alguien lo que me angustia, sino el ritual de las despedidas, salvo que esa persona se vaya a vivir al otro lado del Universo y no tenga la certeza de que la voy a volver a ver, que ahí sí que es el hecho de despedirme lo que me bloquea. Y hasta eso pasó hace un mes. La otra pata de nuestro banco emigró a Sydney y aún no me hago a la idea.

Donde antes compartía confidencias, sonrisas, maldades, cañas, secretos, mentiras, verdades y cotidianidad, ahora comparto conversaciones de Skype, y sólo si las diferencias horarias de los distintos países a los que mi gente ha volado tienen a bien permitírnoslo. Mi círculo, que con tanto sacrificio y esfuerzo construí, se ve mermado por culpa de las crisis (la mundial económica-política-laboral y la interna, que no son poca cosa) sin haberme pedido siquiera permiso, sin haberme informado con tiempo. Y claro, eso se paga. Hoy no tengo el día de post chascarrillero.

Los anclajes que me quedan, que no son pocos, están peleando contra viento y marea, especialmente uno. Una lucha, una sonrisa, un gesto, unos ojos que cada día me recuerdan que la vida es corta, y como decía Guadalupe Urbina, yo quiero llegar a mujer loca y vieja. Una superheroína que no podía dejar de pasar por la vida sin haber peleado como una loba (nota: al escribir "loba" se me trastabillan los dedos, coronados por unas uñas recién pintadas de rojo, y escribo "loca"; rectifico, pero no quería dejar de añadirlo, peleona como una loba y como una loca, como la mujer que dibuja la Urbina y yo quiero llegar a colorear) y que a cada paso da una lección. Una mujer que tiene un chalet maravilloso y una sonrisa más maravillosa aún si cabe. Olga. Mi amiga, casi mi hermana, que ha pasado tanto tiempo en mi vida como yo misma. Sin querer ahondar, te menciono ahora como cada día, cuando le pido al Universo que la batalla enfermedad-Olga quede zanjada con victoria por goleada. Y el Universo me guiña un ojo, estáte tranquila.

Para huír de las despedidas emigré al norte unos días, porque necesitaba recoger sonrisas, dispersarme, respirar, descansar.  Parece mentira que en unos días una pueda desconectar tanto que se le olvide que la vida, aunque corta, a veces es densa de cojones.

Así que me subí al autobús de vuelta antes siquiera de ser consciente de que estaba allí, y de la forma más tonta me sobrevino la despedida y me hice chiquitina en el asiento, como cuando l@s niñ@s pequeños lloriquean los lunes por la mañana porque no quieren levantarse.

Me hubiera vuelto loca escribiendo aquí, desahogándome en un post que jamás hubiera publicado, como tantos otros, pero no tenía ordenador. Recordé entonces a la Mujer Pompa (término que acuñé yo misma al escucharla hablar, al descubrir que sus palabras son siempre tan redondas y tan perfectas como las pompas de jabón), una de las que venía de visitar, y con la que había pasado un día entero en busca de una libreta, y metí la mano en el bolso para sacar la mía, la que me acompaña para recordarme números de teléfono, direcciones, horarios. El autobús se sumió en el silencio y yo me sumí en la libreta, y escribí, y escribí y me quedé sin libreta y sin tiempo. Llegué a mi casa y mi vida me cayó en la cabeza como un balonazo en el patio del recreo.

Y de repente, antes de querer darme cuenta, me topé de nuevo con la sonrisa de Olga, y tantas otras que me recuerdan cada día que el mundo es de las valientes. Y que Guadalupe Urbina tiene razón: la vida es corta, y hay que disfrutarla pese a los adioses.

Con el camino recién empezado de nuevo no puedo, de todas formas, negar la realidad: qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas.

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