"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




domingo, 8 de mayo de 2011

De cuando Lita llegó a nuestras vidas. Capítulo I

Mis padres no querían tener hijos (ni hijas), eso es información de dominio público. Se conocieron en un bar de Chueca hace unos 40 años y tuvieron un noviazgo de 8 años plagado de viajes, salidas y fiestas. Más tarde se casaron y tuvieron una vida matrimonial plagada de viajes, salidas y fiestas, pero también de mucho trabajo. Ambos tenían jornadas maratonianas en una farmacéutica y una agencia de viajes respectivamente y el tiempo libre que sacaban lo invertían en potenciar su de por sí agitada vida social.

Por razones que nunca han sido del todo esclarecidas, allá por los años 80, mi madre se quedó embarazada. Aquello pudo trastocar ligeramente su ideal de vida, pero no del todo, porque cuando un 24 de agosto vine al mundo, lo primero que hicieron fue contratar a una muchacha que se quedase conmigo en los tiempos en los que ni mi madre ni mi padre podían estar en casa. Aquella chica veinteañera se llamaba Virginia, vivía en mi casa y entre sus principios de cuidado de un bebé se encontraban cantarme canciones de Sinead O´Connor y Simon&Garfunkel, montarme en los caballitos y jugar conmigo incansablemente. Una Mary Poppins del siglo XX, vaya (siglo XX porque aún no habíamos dado el salto cuántico al actual siglo XXI).

Virginia pronto descubrió que podía tocar esferas más altas y con todo el dolor de su corazón (bueno, no sé si fue tan dramático pero me gusta pensar que le dolió en lo más profundo de su ser separarse de un bebé tan maravilloso como yo) se marchó de nuestro hogar. Días más tarde, llegó una nueva chica a mi casa. Se llamaba Lidia, y era el polo opuesto a Virginia: veinteañera también, eso sí, pero más parecida a la Teniente O´Neal que a una inocente niñera con paraguas. Coincidió además que por aquel entonces estaba yo en la etapa en la que mi mente generó una mejor amiga imaginaria (rubia y con coletas, que yo he sido siempre muy fetichista), y como mis padres de pedagogía evolutiva no saben mucho, pensaron que me sentía sola y decidieron tener otra hija para que me hiciese compañía. Nació así mi hermana, que pasó a ser el ojito derecho de Lidia, y yo quedé relegada a un segundo plano del que nunca llegué a salir con ella.

Lidia también siguió su curso vital, y cuando se quedó embarazada de su primer hijo decidió abandonar nuestro hogar, que fue el suyo durante 15 años. Como ya estábamos creciditas para necesitar que nadie se hiciera cargo de nosotras, mis padres contrataron por primera vez a una clásica empleada del hogar. Llegó en aquel momento a nuestras vidas Lita.

Lita era una mujer de unos 60 años, filipina, con la sonrisa tatuada en la cara. De español sabía poco y hablaba menos, pero al principio no importó mucho porque era bastante agradable y no nos importaba repetirle las cosas mil veces.

Los primeros problemas llegaron nada más empezar en el plano gastronómico. Lita cocinaba relativamente bien, pero sólo platos que contenían dos ingredientes básicos: pasta y soja. Puede parecer en los inicios (y de hecho nos lo pareció) muy exótico comer pasta y soja en todas sus variantes casi a diario, pero a los dos meses necesitábamos una tortilla de patatas como los peces necesitan el agua para poder seguir viviendo.
Por más que le explicábamos que nosotros éramos de aceite de oliva y dieta mediterránea, ella seguía erre que erre con la soja y la pasta hasta en la sopa. Hablando de sopa, el concepto en sí pierde su atractivo cuando llegas a la mesa y te encuentras una sopa con unos cuantos macarrones flotando en la superficie. Como la mujer no entendía, lo mismo le daba "fideo" que "macarrón" que "espagueti", si todo era pasta alargada.

Mi madre decidió dejar de comprar soja para evitar que nuestros estómagos la aborreciesen, pero los platos seguían, misteriosamente, sabiendo a lo mismo.
Un día, entrando a la cocina, la cazamos en plena acción: ella no estaba dispuesta a que dejásemos de comer al estilo oriental, así que se traía cada día un bote de soja en el bolso y ale, a condimentar la comida. Nos costó muchos disgustos explicarle que, aunque su comida era maravillosa, estábamos al borde de la úlcera gástrica, y aunque al final cedió, de cuando en cuando caía un chorro de su salsa favorita en cualquier plato insospechado.

El siguiente conflicto llegó poco tiempo después, y para no variar, me ví inmersa del todo en él. Estaba yo a punto de salir por ahí y mientras hacía acopio de todos los trastos para marcharme, me llamó mi padre:

- Te he dejado los 20 euros que me prestaste encima de la mesa.

Busqué en la mesa, pero allí no había nada.

- Aquí no hay nada, papá.

- Cómo no va a haber nada, busca bien.

-Busco y te llamo- y colgué.

Me puse a buscar como una loca y nada, que allí no aparecía. Llamé a Lita por el pasillo:

- Lita, ¿tú has visto 20 euros que dice mi padre que me ha dejado?

Lita me miró por el rabillo del ojo, y negando con la cabeza, se dio la vuelta y se fue. Yo insistí:

- Es que dice mi padre que ha dejado el billete encima de mi mesa, ¿no me lo habrás guardado en algún lado para limpiar?

La callada fue una vez más su respuesta. Decidí arriesgar por tercera vez:

- Lo digo porque lo mismo estaba por el medio y para que no se mojase con el Cristasol me lo has colocado en otro lado.

Por tercera vez pasó de mí en estéreo y se dio la vuelta. Diez minutos más tarde, la oí arrastrar unas bolsas por el pasillo. Me asomé y la ví con todas sus cosas guardadas en varios petates, llorando a todo llorar y saliendo en dirección a la calle:

- ¡¡LITA NO LADRONA!! ¡¡NO ROBA!!

Salí corriendo detrás de ella:

- ¡Que no, Lita, que no decía eso! ¡Espera un momento!

Ella seguía llorando amargamente y repitiendo una y otra vez el mismo discurso:

-¡¡LITA NO TOCA DINERO!! ¡¡NO COGE!!

Y yo intentando tranquilizarla:

- De verdad, Lita, perdóname, deja que te explique.

Pero Lita no me hizo ni puto caso y sacó la llave para marcharse. En ese momento sólo se me ocurrió contactar con un ser superior: llamé a mi madre. La mujer estaba en una reunión, pero al saber que estábamos en código rojo se salió y me dijo muy claramente con el mismo tono con el que me hablaba cuando llegaban a casa las notas:

- Busca la forma de que te entienda, pero por dios, que no se marche de casa y menos creyendo que la has llamado ladrona.

Entre mi madre vía telefónica (diciéndome lo que tenía que decirle, a modo mediadora de la ONU) y yo vía presencial, conseguimos que aguantase hasta la tarde. Después convocamos un claustro familiar con su marido de traductor simultáneo, y con mucha suavidad y mucho tacto conseguimos hacerle entender que no la estábamos llamando ladrona y que queríamos que se quedase. Aquella noche dormimos como benditos.

Este sólo fue el principio de la historia, la entrada triunfal de Lita en nuestras vidas. Lo mejor estaba por llegar...


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