"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




sábado, 21 de enero de 2012

El día en que volví a nacer

Ayer por la tarde, a la hora de comer, salí con mi amiga y orientadora del cole, M. hacia un polígono industrial situado en el noroeste de Madrid. Estamos creando un material que va a ser la releche para el cole y andamos de polígono en polígono, de fábirca en fábrica y de cuchitril en cuchitril racaneando unos céntimos de cada pieza, de cada remache, de cada cinta de doble cara que queremos utilizar, para ver si podemos ajustar el presupuesto y nos dejan sacarlo como nosotras queremos. Decidimos ir el viernes por la mañana para dedicarle todo el día, pero donde manda patrón no manda marinero y nuestra directora nos pidió que estuviésemos por la mañana en el cole para resolver un par de asuntos y nos marchásemos por la tarde.

El coche de M. se había quedado tirado por la mañana, así que mi pobre cochecillo era lo único en lo que se podía confiar para desplazarnos. Tirando de orientación y de rezos varios, nos encaminamos hacia el puñetero polígono, que por supuesto estaba completamente escondido y completamente mal indicado, algo que por cierto yo no entenderé jamás, cómo no señalizan bien esas moles de fábricas que ya se ven desde la carretera pero que, inexplicablemente, cuanto más crees que te acercas más lejos te mandan, y tú vas en línea recta hacia el polígono y de repente ¡zasca!, cuando estabas enfrente, a medio metro de la entrada, resulta que ese no era el camino, la carretera hace una curva maligna y pronunciadísima y te vuelves a la nacional cagándote en todas las personas que se dedican a señalizar los caminos.

Con bastante acierto y pocas pérdidas, conseguimos llegar al polígono, pero ¡ah!, amigos y amigas, una vez que entramos, aquello era otro nuevo mundo. Miles de calles, callecitas, callejuelas, recovecos y fondos de saco nos esperaban para devolvernos una y otra vez a la puerta del polígono sin dejarnos entrar en el centro neurálgico. Pasada media hora yo ya estaba sacando un San Pancracio que me regaló mi abuela con la obligación de llevarlo en el coche (me hace inspecciones sorpresa para ver si lo sigo llevando) para ponerle dos velas o tres, porque lo terrenal parecía no estar de nuestra parte.

Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir: en una de las incursiones me desvié y me salí del polígono otra vez. Qué desazón. Fui a parar a una carreterucha de las que yo llamo "interpueblos", esas comarcales cutres, estrechas, llenas de tierra y sin señalizar, pero a lo lejos ví una rotonda y decidí seguir recto por allí para dar la vuelta y, como en las tómbolas. probar suerte una vez más.

La señal marcaba 60 km/h como velocidad obligatoria, la visibilidad era complicada por culpa de los baches y cambios de rasante y la carretera aparecía despejada. Yo iba concentradísima en no pasarme la rotonda cuando, de repente, un coche apareció de la nada detrás de mí a una velocidad a la que yo no iría ni por una carretera nacional.

En una fracción de segundo pasaron mil cosas: el conductor del coche se encontró con el mío, no consigiuió frenar a tiempo, intentó adelantarme para no embestirme por detrás, invadió el carril contrario desplazando mi coche hacia el arcén, trató de frenar, derrapó, volvió a frenar, de dirigió hacia el arcén, salió disparado hacia lo alto, en dirección a un campo de cabras, comenzó a caer, impactó contra el suelo, saltaron mil piezas y aún así, recuperó el control de lo poco de coche que quedaba y salió disparado de nuevo hacia mi coche, que mientras tanto salía de la carretera y se paraba lentamente en un banco de arena.

Me quedé tan bloqueada que me dieron ganas de salir corriendo. M. me increpaba:

- ¡¡Que lo mismo se ha matado!! ¡¡Que se ha matado!!

Y en cuanto nuestro coche se paró y nos vimos bien, M. salió disparada hacia el otro coche para comprobar si el conductor estaba bien. Yo, mientras tanto, permanecía parada, callada, quieta en mi asiento.

No hizo falta buscar al conductor: salió como un loco del coche, gritando y haciendo aspavientos, con un hilo de sangre cayendo por uno de sus brazos pero asombrosamente vivo, entero y de muy mala hostia.

Lo que viene después es casi peor: que si la culpa es tuya por ir muy despacio, que si la culpa es tuya por ir muy rápido, que si dame tus datos, que si no me da la gana, que si llamo a mi padre (de hecho lo hizo), que si llamo yo a mi seguro, que si te denuncio, que si te escupo, en fin, cosas desagradables más fruto de los nervios yo creo que de la misma realidad.

Al final, con el bloqueo y el impacto en el maletero, conseguimos salir de allí ilesas y recoger el material que necesitábamos.

Recuerdo que la primera vez que supe que existía Steve Jobs (fundador de Apple fallecido el pasado año, como ya sabéis) fue a través de un mail que me mandaron en el que adjuntaban un vídeo en el que Jobs daba una conferencia a algunos estudiantes de la Universidad de Standford en el día de su graduación. Supe que ese hombre existía porque se me quedó una frase grabada: uno o una de l@s estudiantes le preguntaba que cómo había sabido tomar siempre las decisiones correctas, desechando oportunidades aparentemente maravillosas y lanzándose de cabeza a lo que parecía el fracaso. El tipo contestaba:


"Me miro al espejo todas las mañanas y me pregunto, ¿si hoy fuese mi último día, querría hacer lo que voy a hacer hoy? Si pasan varios días y la respuesta es no, sé que tengo que cambiar algo".



Ayer, mientras veía al conductor volar y mi coche perdía el control, no vi pasar mi vida en imágenes como dicen que ocurre en estos casos. Vi pasar mi futuro. Me vi pensando en qué haría yo si hoy fuese el último día de mi vida, Si estaría haciendo ésto que hago ahora mismo. Con qué personas invertiría mis últimas horas. En qué trabajo dejaría mis últimos esfuerzos. En qué ciudad me gustaría ver el sol por última vez. En qué cama soñaría mis últimas locuras. Por qué derrocharía mis últimas lágrimas y a quién dedicaría la que seguro que sería mi mejor sonrisa.


Esos son los objetivos que marcarse en una etapa, de verdad que sí. Ayer volví a nacer, pero no en el plano físico, porque en fin, nunca he tenido un accidente y en éste no me ha pasado nada, algún moratón de los baches y poco más, ni siquiera mi coche ha sufrido demasiado. Pero en otros planos, sí que he vuelto a nacer.

Porque sólo dejando de lado lo superficial se llega a la esencia.

Porque sólo dejando morir se puede volver a nacer.




1 comentario:

  1. Prima, qué suerte que siempre te leo cuando me viene bien...tengo muchas preguntas que hacerle al espejo.
    Desde el lago.

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