"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




viernes, 2 de marzo de 2012

La espina

Resulta que hoy cumple Justin Bieber (ese cantante adolescente que inexplicablemente vuelve locas a las adolescentes de todo el planeta) 18 tiernos años, y ya está escribiendo para conmemorarlo sus segundas memorias, ¡las segundas! ¿Qué puede aportarle al mundo la experiencia vital de un cantante yanqui que ni siquiera es aún mayor de edad en su país?

Luego, pensándolo bien, me ha dado un poco de envidia, porque yo quiero escribir mis memorias, y quiero ir empezando ya, aunque luego pienso bien y me doy cuenta de que no va a haber soporte que las contenga teniendo en cuenta lo que hablo y las historias que me pasan.

Resulta que después de haber visto la muerte con una especie de virus que he tenido y que me ha postrado en la cama con fiebre durante un par de días (demasiado me he salvado durante todo el curso de las gastroenteritis itinerantes que nos han rondado como las moscas rondan los restos de chuletas en las barbacoas veraniegas), mi garganta quedó como las estanterías del Corte Inglés después del primer día de rebajas: hechas polvo y llenas de cosas que no se sabe ni lo que son después de tanta caña como se les ha dado. Tragarme un vaso de agua se ha convertido estos días en un acto propio de un fakir, que con infinita paciencia se zampa una caja de alfileres con cabeza. Hasta la última miga de pan me hace saltar las lágrimas, y me paso el día tragando saliva como el que se traga un bocadillo de palillos, con carita de estar comiéndome un limón permanentemente.

Para alegrarme la existencia, mi pobre madre me invitó a cenar ayer una cenita rica, con mejillones, boquerones y otros productos que el mar tiene a bien regalarnos con el Mercadona de por medio.

Estaba yo feliz intentando masticar mucho y tragar despacio, disfrutando a tope del fósforo en forma de animalillo marino, cuando mi padre me dijo:

- Bah, cómo sois, quitándole las raspas a los boquerones. Eso se come así, con su cabeza, su cola y sus espinas.

- Ya papá - contestaba yo mientras trasegaba el millonésimo pececillo -, pero que ya no tienes 20 años y cualquier día de estos se te va a ir una raspita por donde no es y te nos vas a ahogar de la forma más tonta.

- Sí, bueno - volvía a decir mi padre en una actitud más propia de un adolescente ofuscado que de un padre jubilado y amante de las buenas costumbres.

Pues no habíamos terminado de tener esta conversación cuando me dio un ataque de tos mortal. Digo "mortal" porque me empezó a faltar el aire y casi me ahogo, pero en seguida mi madre aplicó las maniobras clásicas de reanimación respiratoria (darme dos buenos golpes en la espalda con toda la mano abierta, que te reaniman porque están a punto de hacer que la clavícula se te salga por la boca)y volví en mí. Cuando me relajé noté algo extraño, un dolor punzante en la garganta que no me dejaba tragar: se me había quedado una espina clavada y atravesada en medio de la laringe.

Me metí el dedo índice en la garganta para intentar tocarla, con el consiguiente resultado que hasta un crío de 2 años podría anticipar: arcadas. Entré en bucle, dedo-arcada-vomitar-respirar-vengalointentootravez-dedo-mierdaotraarcada-jodervomitar-respirar, y así estuve media hora. Llamé a mi hermana, que irrumpió en el baño con los aparejos de dentista que tanto miedo dan a todos los mortales, y procedió a analizar mi garganta en busca de la espina, pero no la encontró. Cedió entonces el protagonismo a mi padre, que usando instrumentos propios de las cenas de Nochebuena (una cucharilla y un palo de polo) lo volvió a intentar con resultados semejantes.

Mientras yo abría la boca en circunferencias perfectas sentada en la taza del váter, a las cabezas de mi familia acudían amigos de amigos y capítulos de CSI Las Vegas en los que la gente se ahoga y muere irremediablemente por una espina de pescado, y lo peor es que me lo iban contando.
Cuando mi madre había contado la quinta historia dramática de asfixias y lágrimas impotentes, mi padre apareció vestido con ropa de "vámonosalmédico" y me arrastró para que hiciera lo propio mientras el decía:

- Acabamos antes: vamos a Urgencias.


Yo no entiendo por qué a "Urgencias" lo llaman así; debería llamarse "Ustedvienedeurgenciaperonosotrosnotenemosningunaprisa". En España (para todas esas personas que me leéis misteriosamente desde otros países del universo, seguro mucho más desarrollados y avanzados que nuestra querida piel de toro), las Urgencias son una sala de espera en la que se amontonan decenas de personas con situaciones que a primera vista te alarman (por ejemplo con la cabeza abierta en canal o un ojo sangrando a mares) pero que cuando han pasado dos horas y no se mueren empiezas a pensar que la cosa no es tan grave.

Mientras la gente lloriquea entre dolores y suspiros malignos, sus familiares ocupamos diez mil asientos con bolsos, mochilas, papeles y otros menesteres, y el personal sanitario charla animadamente en la recepción sobre lo horrible que es su trabajo y lo interesante que estuvo La Noria anoche. Para cuando te llaman, unas cuantas horas después, ya ni recuerdas a qué fuiste al hospital, o te has curado por tu propio sistema inmunológico, que ha encontrado la forma de reabsorber la brecha o la sangre del ojo. Eso es Urgencias.

Así que allí me vi, tumbada en una silla con mi padre, con una chica a mi lado que, cual Lola Flores, yacía tirada con las gafas de sol puestas mientras sus dos amigas la etiquetaban en Facebook en el hospital. Al otro lado estaba el tipo del ojo sangrante (no, no era un ejemplo exagerado, había un chico con LOS DOS ojos sangrando), enfrente una mujer con un flemón como el Bernabéu de grande y detrás una tipa con más cuento que yo aquejada de un "picorcillo de garganta".

Después de una escena que me reservo para otro post (nota mental: contar otro día la escena híper racista y costumbrista a la par que viví en Urgencias), y tras dos alegres horas de espera en la sala, por fin sonó mi nombre, aunque no por megáfonos, porque no había. Una mujer salía cada rato a llamar a gritos a los pacientes, y mi compañera de silla, la de las gafas de sol, hacía gestos de querer morir de dolor de cabeza y oídos cada vez que la tipa vociferaba nuestros nombres y apellidos.

Conseguí entrar a una sala en la que compartía espacio y quejidos con un señor con más grapas que un taco de apuntes de derecho romano, un viejecito con la cabeza vendada, un pandillero con el tobillo tan hinchado que la palabra esguince quedaba fuera de lo posible, y una mujer absolutamente normal (aunque con este panorama igual tenía una perforación mortal en un tímpano).

Lo que voy a contar es asqueroso, aviso. Una doctora jovenzuela pronunció mi nombre pocos minutos después y me hizo pasar a una sala. Allí otro doctor me sujetó las manos mientras la primera me introducía unas pinzas de tamaño considerable hasta la campanilla buscando la espina. Como es evidente, entre la boca abierta y las arcadas acabé babeando como una anciana en mi propia camiseta, y a la petición de que alguien me limpiase o me soltasen para que lo hiciese yo, toda la respuesta que obtuve fue:

- Aquí no hay celadores, así que te tienes que limpiar tú, pero te esperas a que terminemos.

En fin, muy lamentable todo, total para nada, porque después de tenerme allí otra hora me dijeron que por la zona en la que la espina se había clavado ya era competencia de otro médico (el de digestivo), y que me fuera a casa a comer sopas y purés hasta que mi propia laringe reabsorbiera la espina. Que total, había perdido tres horas pero más se perdió en Cuba y volvieron silbando.

Así que salí de allí dolorida y llena de babas y aquí estoy, compuesta, con espina y viendo las estrellas cada vez que trago un poco de inocente saliva. Supongo que todo esto es un concepto vital, que las espinas (las de los pescados y las de la vida) a veces pasan, pero otras se clavan y entonces hay ocasiones en las que es mejor esperar a que el cuerpo las recoloque sabiamente y podamos seguir tragando, y respirando, y viviendo.


Lo que decía yo: si un boquerón da tanto de sí, a ver cómo termino mis memorias...

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