Cuando empecé la carrera pasaba un tiempo relativamente largo en la cafetería. La cafetería de mi universidad era exactamente eso: una cafetería. Cuando yo iba a ver a mis amig@s, o a hacer un curso o a cualquier cosa a otra universidad, descubría que lo suyo no eran cafeterías, más bien eran "restaurantes de carretera", espacios enormes con cientos de mesas, sillas, una barra enorme y un cocinero gordo y con cara de enfadado sacando de la cocina bocadillos de bacon como para parar un tren.
Lo de mi universidad era exactamente una cafetería, pequeñita, con las paredes de color melocotón, una barra pequeña con napolitanas, donuts, torteles y caracolas, una máquina de café enorme y un dispensador de patatas fritas. La única cosa salada que servían eran unos sándwiches mixtos que estaban como para comerte 10 uno encima del otro.
La pena es que tenía dos grandes pegas para todo estudiante (o al menos para mí): no se podía jugar a las cartas y no se podía fumar. Cuando dicen que la educación española no está unificada, se equivocan, porque hay algo que todos los estudiantes, al menos en España, aprendemos en la universidad: a jugar al mus. En caso de que vengamos aprendidos de casa, tenemos largos años por delante para perfeccionar nuestra técnica, pero es fundamental que nos habiliten un buen espacio para ello. En este caso, qué menos que una cafetería con sus panchitos, sus botellines y su espacio de fumadores, que no te estoy pidiendo qué te digo yo, caviar de Beluga y MoËt Chandon.
En mi caso, ni panchitos, ni botellines ni espacio de fumadores (y eso que en el resto de la Universidad sí se podía fumar). Tampoco caviar ni champán. Estos pequeños detalles hicieron que cuando llevaba dos meses allí me conociese todos los bares de alrededor y dejase de frecuentar la cafetería.
Lo que sí que visitaba de vez en cuando era el tablón de anuncios. En ese tablón todo el mundo anunciaba lo que quería, desde una bici usada hasta clases de violín. Como en mi universidad sólo se impartía Magisterio, había un montón de anuncios de familias del barrio que se anunciaban buscando profes particulares, canguros por horas y apoyos en general.
Una de las últimas veces que pasé por la cafetería a por uno de sus milagrosos sándwiches mixtos (como he dicho esto fue a mediados del primer cuatrimestre de primero) ví un anuncio en el que buscaban "señorita estudiante de magisterio para trabajar en escuela infantil". Yo me repasé: "Soy una señorita, estudio magisterio, quiero trabajar en escuela infantil". Sí a todo. A por ello.
Me apunté en un papelito el teléfono, creo que pinché otro en el corcho anunciando que vendía los libros de una asignatura o alguno de esos faroles que me saco de la manga de cuando en cuando.
Tuve una semana ajetreada, así que hasta el domingo por la tarde, cuando buscaba algo en los bolsillos del abrigo, no encontré el papelito famoso y no caí en el tema del trabajo. En aquel momento era tan inocente que pensaba que un domingo por la tarde iban a estar allí, en la escuela, esperando a mi llamada.
Pues estaban. La mujer estaba tan interesada en conocerme que me pidió que me entrevistase con ella esa misma tarde. Me acuerdo de que estaba sola, mis padres estaban en el cine (o algo así) y no podía contárselo a nadie para que me aconsejase. Lo que suelo hacer cuando no encuentro a nadie que me aconseje es seguir un poco a mi intuición, así que allá que me fui un domingo a media tarde, a un barrio céntrico de Madrid, lleno de casas señoriales de gente adinerada, y busqué el edificio.
Me pasa a veces que la intuición no es que me falle, pero se desvía un poquillo. En aquel momento no sabía lo que me esperaba allí. Estaba a punto de conocer a Doña Maria Blanca.
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