Cuando llegué a aquel chalet de corte señorial de los 70 en pleno centro de Madrid, estaba un poco de los nervios. De los nervios por ser un trabajo nuevo, de los nervios por lo sumamente complicado que fue encontrar la escuela (¿quién iba a pensar que era un chalet particular?) y de los nervios porque aquel lugar estaba completamente plagado de chupetes gigantes.
Las lámparas, los timbres, la puerta, las columnas, TODO eran chupetes gigantes. Las decoraciones así como un poco excesivas siempre me han creado una desazón difícil de explicar.
El caso es que llamé a uno de los chupetes gigantes, un timbre sonó y el chupete-puerta se abrió para que yo entrase. La primera visión fue difícil de explicar: un despacho tremendamente grande en el que todo era del mismo estampado de sofá antiguo, con flores y grecas bordadas. Cuando digo que todo era del mismo estampado estoy englobando las cajas de alfileres (forradas con la misma tela), la tapicería de las sillas y reposapiés, las cortinas de la estancia, los tiradores de los cajones, la alfombra y (¡¡¡TATATACHÁÁÁÁÁÁÁÁÁN!!!) la chaqueta de la mujer que estaba sentada de espaldas (muy a lo Vito Corleone) en una gran silla de respaldo alto que sólo dejaba ver un pelo rubio cardado hasta el infinito y miles de flores bordadas.
Cuando se dio la vuelta ("¿ya estás aquí, querida?", dijo "querida", sí), una mujer de volumen generoso, ojillos pequeños y labios perfilados me sonrió al otro lado de la mesa.
- Pasa, pasa y siéntate- me recordaba un poco a la bruja del cuento de Hansel y Gretel, simpática pero siniestra.
Lo de la entrevista que me hizo es tema aparte. Preguntas como "¿vives con tus padres?", "¿estás o vas a estar embarazada?", "¿fumas?", "¿con qué frecuencia?" o "¿tienes pareja estable?" fueron algunas de las perlas que salieron de su boca. Creo que pasé aquella entrevista porque estaba tan alucinada con aquella mujer que no pude ni contestar más que "eh..." a todas las preguntas.
Una hora después, la mujer tocó una campanilla (sí, ella no se molestaba en llamar por los nombres a según que personas) y allí apareció una mujer de unos 50 años con un uniforme blanco y la expresión de quien se está comiendo un limón detrás de otro durante toda su vida. Se presentó como una de las cocineras. Dejó unas telas en la silla y se fue. El ente que me había entrevistado continuó hablando:
- Éste es tu uniforme, tienes que llevarlo puesto todos los días. No puedes llevar nada debajo, salvo la ropa interior (para deleite de algunas miradas adultas que venían a recoger a sus hijos y se entretenían con cualquier excusa). Calcetines, chaqueta y otros complementos, de color blanco. Como trabajas a media jornada, aquí no puedes comer ni fumar (¿?¿?¿?¿?¿?). Empiezas el lunes. Ah, y para tí y para el resto, yo soy Doña Maria Blanca.
Y así había que llamarla, aunque fuese una urgencia. Una letra de menos, y la tía no contestaba. Lo que no sé es cómo acepté el trabajo, porque de verdad que daba miedo. Creo que sabía desde el principio que las normas me las iba a saltar a la torera.
El lunes cuando salí de clase me dirigí al chalet señorial hecho de chupetes, y llamé al timbre. El macrochupete de la entrada de abrió como el día anterior y apareció otra cara, esta vez más joven, más guapa y más sonriente. Una chica de mi edad, que llevaba un bebé en brazos, me indicó que pasara.
- Cuando te cambies te metes en el nido, que yo voy a ponerle el termómetro a esta peque.
Y me dejó allí totalmente desorientada. Después de dar vueltas durante 10 minutos por la estancia, de una puerta asomó la cara de la cocinera que conocí el día anterior y me indicó con un dedo que bajase unas escaleras que se adivinaban al fondo del pasillo. Me bajé a cambiar al cuarto habilitado para ello (un zulo para la caldera en el que se amontonaban nuestros vaqueros, jerséys, zapatillas y abrigos) y subí al espacio que mi compañera me había indicado, "el nido". Debí imaginar por qué se llamaba así. Dos docenas de bebés (muy bebés, a mí me parecían angulas) me miraban fijamente mientras lloraban, o reían, o se chupaban el dedo, o vete tú a saber lo que querían hacer. Y yo que lo más parecido a un bebé que había tenido entre mis brazos había sido un Nenuco.
Aquello fue el principio del fin. En cuanto mi compañera volvió empezó una batalla campal de papillas, biberones, pañales y musiquillas de sonajeros. Mi compañera resultó ser una máquina. También resultó llamarse Cris, y ser militar de baja por enfermedad. La vida siempre te depara sorpresas.
El caso es que cuando pasaron dos semanas, yo ya me había hecho a la rutina con bastante acierto. En esos quince días aprendí una lección valiosísima que conservaré siempre: en un trabajo es fundamental llevarse bien desde el principio con dos grupos de trabajadores: conserjes y mantenimiento y cociner@s. Llegar tarde y comer a deshoras son dos lujos que todo trabajador debe permitirse de vez en cuando.
Lo de la cocina era un cachondeo: como DoñaMaríaBlanca era mayor, allí todo el mundo cogía de todo aunque estuviese estrictamente prohibido (la jefa llegaba a freír choricillos para merendar ella al ritmo de nuestros estómagos rugiendo de hambre). Yo, que no tenía permitido comer allí (me pagaban media jornada y se suponía que comía antes de entrar, pero no me daba tiempo porque antes estaba en la universidad, así que llegaba cada día sin comer) aprovechaba su siesta (la de los niños, que duraba 1 hora, y la de la jefa, que duraba dos horas largas) y me pegaba unas meriendas de marquesa, con sándwiches, fruta, yogur y leche con galletas. Y luego me fumaba un cigarro. Me faltaba una persona masajeándome los pies al final de la tarde.
Me llevaba fenomenal con Cris, DoñaMariaBlanca aún no se sabía mi nombre, así que no me reclamaba mucho, adoraba a los bebés diminutos y hacía mi curro bien. Sólo hice mal una cosa: quejarme un martes cualquiera del exceso de sal en la sopa. Se acabó mi felicidad total. La venganza se sirven en plato frío, y las cocineras, que eran como las "Garganta Profunda" de aquel lugar, decidieron chivarse de mis meriendas, mi cigarro y mi alegría y me cambiaron de clase. Una clase sin terraza para fumar, lejos de la cocina y con niños más mayores. Mi gozo en un pozo.
Así transcurrían mis días en VillaChupetes, entre pañales, talcos, yogures y canciones. Las cocineras seguían sin ponerse gafas para cocinar y nosotras seguíamos dándoles litros y litros de agua a los niños durante las siestas a causa del exceso de sal en el puré. Todo en orden.
Pero la vida es la vida, y después de un conflicto insalvable entre dos de mis compañeras, a DoñaMariaBlanca se le cruzó el cable y nos mandó a todas a tomar por saco. Aquello ocurrió en Navidad, así que el último día de trabajo antes de cambiar de año, DoñaMariaBlanca, que era rata a más no poder, nos regaló un trozo de roscón a cada una y una participación del 50% de un décimo de lotería a cada una y ¡hala! ¡con viento fresco!. La tía perra no quiso regalarnos una cesta, lo cual sería relativamente comprensible (aunque yo defiendo que una cesta es el derecho de todo trabajador) si no fuese porque uno de los padres de los niños, que tenía una empresa de cestas, le había regalado una para cada una de nosotras.
Ella debió de estar comiendo turrón a nuestra costa casi hasta día de hoy.
Quien a hierro mata, a hierro muere, así que no tengo que explicar lo que ocurrió con nuestras participaciones de Navidad... lo celebramos con champán en su honor.
Seguro que la próxima vez, regala cestas.
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