"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




lunes, 7 de febrero de 2011

El ataque de la iguana

Era un sábado como otro cualquiera en mi vida, con una pequeña diferencia: iba a entar al garaje por la rampa.

Al garaje de mi casa se puede acceder desde dentro del edificio por medio del montacargas (como ya sabrás si leíste mi post de lo duro que es vivir en comunidad, si quieres releerlo pincha aquí), y se sale por una rampa de doble sentido, por supuesto llena de columnas y desniveles para que la subida/bajada tenga emoción.
Lo suyo es entrar desde dentro del edificio, pero a veces, cuando bajo a comprar tabaco o a la compra, luego me da pereza entrar en casa otra vez y coger el ascensor (lo cual tiene delito porque el estanco y el supermercado están a 50 cm y 100m respectivamente de la puerta de mi casa), así que entro por la rampa, aún a riesgo de morir doblemente atropellada por los coches que entran y salen. Así soy yo, una amante de las emociones fuertes.

Como decía, estaba yo en uno de esos días perros en los que quería entrar al garaje por la rampa, y cuando estaba bajando me quedé completamente paralizada: una iguana me miraba fijamente desde la mitad de la rampa, interfiriendo claramente en el ángulo que yo tenía que atravesar para entrar a por el coche.

La moda esta de tener animales exóticos me pone de los nervios. De por sí soy una gran detractora de tener animales en casa, pero tener reptiles tropicales en pleno centro de una ciudad ya me parece el colmo para las pobres criaturas.
Mis vecin@s tienen varios "animalitos" de este tipo, y yo procuro no pensarlo porque, aunque no soy miedosa (con los animales digo), no quiero imaginarme que un día voy a coger el ascensor y me encuentro a uno de esos encantadores seres vivos esperando para bajar al portal con el primero que llegue.

Se deduce de esta reflexión que cuando vi la iguana en medio de la rampa, la poca serenidad que tengo se esfumó como lágrimas en la lluvia. Me quedé en el sitio sopesando varias variables: "¿atacan las iguanas? ¿serán como un perro, que si le tiro un cacho de carne se distrae y me permite pasar? ¿de dónde saco yo ahora medio filete? ¿de hecho, comen carne las iguanas? ¿podré sobrevivir sin coche? ¿encontraré a mi vecino para que me la quite del medio? ¿y si paso haciendo como que no la he visto y ya?".

Con tanta duda existencial, mi cabeza funcionaba a toda velocidad, así que actué como cualquier persona cuerda lo haría en esa situación: le tiré un palo.

No es que yo quisiera agredir a la iguana, ojo, pero quería saber si tirándole palitos se movería y conseguiría desplazarla hasta un lugar suficientemente alejado de la puerta para luego yo salir por patas y no darle opciones. Nada. La tía ni se inmutó con ese palito, ni con los 10 o 12 que le tiré después. Parecía no querer moverse y me miraba desafiante como diciendo: "pasas por aquí como yo me llamo Iguana, o no coges el coche, tú misma".

Mi desesperación crecía, porque ya llegaba tarde. Intenté buscar la ayuda comprensiva de un viandante cualquiera, pero los viandantes cualesquiera en esos momentos estaban muy ocupad@s en sus quehaceres cotidianos y no me prestaban atención ninguna.
Sopesé la idea de entrar por el portal, pero al salir iba a estar la iguana exactamente en el mismo sitio, y si bien no era de mi agrado, no quería verme en la tesitura de pasarle por encima con el coche.

Estuve un buen rato intentando acercarme, alejándome, tirando palitos, ramas, hojas, y todo lo que ví por allí y que no le fuera a hacer daño, pero la tía seguía impasible.

"Esto tiene que terminar", me dije a mí misma cuando llevaba media hora trazando un plan que no terminaba de salir, y armada con otro palo más grande, decidí acercarme a ella sigilosamente para tantearla de cerca.

Cuando estaba casi a su lado, oí una risita. "Mierda", pensé, "alguien me está viendo". Si hay algo peor que hacer el ridículo, es hacerlo y que te estén observando. Miré a todos lados, pero no vi a nadie, y seguí con mi plan de acercarme al reptil que me estaba descompensando emocionalmente.

Otra risita. Y otra. Y varias más. Cuando levanté la vista, ví a un señor de unoss 40 años con un niño de unos 8 que me miraban alucinados. El señor mandó callar la risa infantil, se me acercó y me dijo:

- Que al niño se le ha caído el bicho ese en la rampa y veníamos a buscarlo, pero como te veíamos parada en medio con ese palo, estábamos esperando a que te quitases para sacar el coche. Lo bien que hacen los muñecos estos, ¿eh?

Y cogió la iguana por la cabeza para dársela al niño cabrón que se reía a mis espaldas.

Un triste muñeco de plástico. En mi cabezonería por no acercarme, jamás pensé que fuera a ser de mentira, pero lo era. La iguana era de mentira y yo soy gilipollas, pensé en ese momento.

El sentimiento de ser imbécil me duró bastantes meses, de hecho creo que lo sigo teniendo. Los niños a veces son odiosos, las cosas como son, pero también es verdad que nos perdemos un montón de cosas por no acercarnos a verlas antes de intentar resolverlas desde la distancia.

De todo se puede sacar una reflexión, desde luego.

Qué filosófica estoy.


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