"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




viernes, 15 de abril de 2011

El Parque

Hoy es un día especial, un día maravilloso, un día formidable. Hoy empiezan mis vacaciones de Semana Santa.

Odio los estereotipos que se asocian a l@s maestr@s: que si tenemos un horario maravilloso, que si nos pasamos el día pintando y coloreando, que si tenemos las mejores vacaciones. Los odio porque no son ciertos: tenemos un horario de 8 horas diarias, como el resto de las personas (de hecho mucha gente tiene un horario mucho mejor que el nuestro), madrugamos como todo el mundo y no podemos salir nunca jamás antes de la hora. En cuanto a lo de pintar y colorear ni siquiera hay espacio en mil posts para explicar todo lo que hacemos con los niños y niñas.

Lo de las vacaciones, sin embargo, tengo que admitirlo. En verano cada vez tenemos menos, de hecho yo nunca he tenido más de un mes (porque como el sueldo es tan triste suelo currar en campamentos y escuelas de verano), pero durante el año tenemos más días que el resto de la gente y esto es una maravilla. En Semana Santa tengo ni más ni menos que 11 días de los que pienso aprovechar cada uno de los minutos.

Hoy era como decía el primer día de vacaciones, y por eso le propuse a R. que nos fuésemos al campo a tomar el sol y a pasear, pero dado que anoche estábamos al borde de la muerte por agotamiento, hemos decidido posponer el viaje y dar el paseo y tomar el sol por su urbanización, a las afueras de Madrid.

A la Caravana Paseante se ha unido parte de su familia, porque hacía un día como para salir, y entre ellas venía su sobrina, una niña de un año más o menos que es tan espectacularmete bonita que la paran por la calle. Es la clásica niña de anuncio pero con una sonrisa y una simpatía que la verdad, enamoran. Íbamos paseando y la niña iba gorjeando (verbo que adoro) en el carrito.

En un momento dado del camino nos hemos encontrado un parque infantil, esas zonas que el Ayuntamiento habilita para que las criaturas se desfoguen en columpios altamente peligrosos mientras sus madres, padres y/o niñeras charlan por los codos sentados en un banco. El parque era una explanada a pleno sol sin un triste banco y sin un triste árbol, y hacía tanto calor que si la niña hubiera sufrido de repente una combustión espontánea, no me hubiera extrañado en absoluto. Cosas más raras se han visto.

No sé quién diseña los parques infantiles, pero es alguien que claramente se abstiene de visitarlos. Es una pena, porque mi infancia ha transcurrido casi íntegramente en un parque y gracias a ello soy la persona que soy hoy en día.

Al lado de mi casa estaba El Parque. Lo llamábamos así porque en muchos kilómetros a la redonda no había otro, así que no había manera de confundirlo.

El Parque tenía dos estrellas del firmamento en sus filas: El Castillo y El Tobogán.

El Castillo era un artilugio de madera gigante con forma de todo menos de castillo, pero como tenía una especie de caseta en un torreón, no se nos ocurrió que hubiese una construcción más parecida que la almena de un castillo, y de ahí su nombre.
El Castillo ofrecía espacios para disfrutar de cualquier etapa de la infancia y la adolescencia. Por un lado, tenía un puente colgante desde el que al menos un niño o niña de cada edificio de la zona se ha precipitado alguna vez por asomarse demasiado. Lejos de darnos miedo, nos parecía cada vez más emocionante cruzarlo, y quien sobrevivía a la caída era tenido por héroe de guerra sin discusión. Era el lugar perfecto para los primeros años de infancia.

Después tenía unas escaleras infernales por lo empinadas que eran y que comunicaban con todas las zonas del Castillo. Era un reto recorrerlo entero pasando por las escaleras y sin tocar el suelo, que en nuestros juegos solía ser un mar embravecido lleno de tiburones. Se preguntará el lector o lectora avispado que cómo podíamos jugar a vivir en un castillo en medio del mar. Lo mismo se preguntaban en Peñíscola y ahí les tienes.

Finalmente tenía la famosa caseta del torreón, que por estar alta y techada nos protegía de las miradas indiscretas. Este espacio era perfecto para ese primer cigarro de la adolescencia, las tomas de contacto con el sexo opuesto y las conversaciones que no debían de oír los adultos.

Como colofón final había un tobogán enorme que daba miedo y hacía desconfiar de la supervivencia a pequeños y mayores por igual. Las barandillas de madera no eran el mejor espacio para agarrarse durante la bajada si no querías morir como Jesucristo, con tus manos atravesadas por un clavo y decoradas con astillas infernales. Si te lanzabas no había vuelta atrás, era vivir o morir. La bajada final estaba perfectamente acondicionada con piedras enormes para que, al bajar, te destrozases el culo contra ellas. Eso te hacía una persona con mayor tolerancia al dolor pero también con más moratones. Es por ello que no era la opción más acertada para tirarse, y de ahí que prefiriésemos El Tobogán.

El Tobogán era un tobogán rojo, normal y corriente, pero con un diseño aerodinámico y una perfección estructural tales que jamás nadie tuvo miedo de tirarse por él. Podías tirarte de culo, de boca, de lado, de dos en dos, en fila india, de pie e incluso con los ojos vendados, que la caída era siempre perfecta. Cogías cierta velocidad por el camino pero frenabas suavemente por la misma incercia casi al llegar al final, para terminar de caer como cae una pluma mecida por el viento. Me he pasado horas y horas tirándome una y otra vez por El Tobogán sin cansarme jamás, supongo que tenía el mismo efecto que las pipas, que nunca sabes cuando has tenido suficiente, siempre hay cabida para una más.

También había otros columpios aceptables, el balancín y las ruedas, pero eran columpios perecederos, porque su uso se restringía cuando crecías un poco y se te ensanchaba el culo. Sin embargo, éramos muy felices en El Parque, y cuando dejaron de interesarnos los columpios, seguimos visitándolo frecuentemente para charlar, pasear al perro (yo nunca he tenido perro, pero he paseado a los de mis colegas como si fuesen los míos) o simplemente para pasar un rato allí.

Por eso me apenan tanto los actuales parques infantiles, que no tienen bancos ni sombras (o tienen pocos), ni Castillo, ni Tobogán, pero sin embargo tienen una verja o valla que los delimita y que no permite que los niños y niñas corran libremente ni que sus madres o padres puedan jugar con ellos.

Voy a escribir una reclamación al Ayuntamiento para que cuiden y mejoren las zonas infantiles, aunque lo malo es que con los políticos pasa como con el tobogán del Castillo: que dan miedo y hacen desconfiar por igual a niños y mayores.


1 comentario:

  1. Aunque la hierba que crecía no era (ni es) como la del parque de la imagen, era el Parque...qué tiempos aquellos! Mis vistas no son lo que eran desde que se llevaron al amasijo de madera que hacía de nuestra morada isleña...

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