Lo mío con el mar es una relación de amor profundo que viene desde el principio de los tiempos, cuando un 24 de agosto vine al mundo y estropeé las vacaciones veraniegas de mi familia. Yo creo que mi madre pensó mucho en el mar durante la recta final del embarazo y de ahí viene mi pasión por el agua salada, por el sol reflejado en la superficie, por el sonido de las olas al romper contra la orilla, por la línea de fondo que lo une con el cielo y que te hace comprender el vértigo que sentían nuestros antepasados, que creían que el mundo terminaba en el horizonte.
Soy una adoradora profunda del mar tanto como detractora de la playa, o al menos la playa como se concibe en las costas mediterráneas españolas, en las que hay aproximadamente un millón y medio de personas por centímetro cuadrado que hablan a voces, se pelean por el espacio para poner la sombrilla, con niños y niñas que juegan desaforados a hacer agujeros en la arena (alguna vez se va a colar un niño por un agujero y va a aparecer en Australia, porque cavan tan profundo que como metas un pie lo has perdido para siempre) y abuelos y abuelas paseando en fila por la orilla.
Contemos además con que no me gusta tomar el sol, es así. Me aburre tumbarme en la toalla y que me pique la piel, me abraso los ojos y nos lo puedo abrir y encima me da grimilla esa sensación de pringue que te deja la crema, que como venga un viento a soplarte y te caiga un grano de arena ya no te lo quitas hasta un par de meses después, cuando estás en el curro, de repente cae arena de no se sabe dónde en la mesa y tú entras en un bucle doloroso de recuerdo del tiempo vacacional.
En el mar, sin embargo, podría estar horas. Yo llego, me despeloto, me meto en el agua y a vivir. A veces nado, a veces floto, me estoy quieta, juego a saltar las olas, me muevo y cuando me canso (porque el mar agota) me salgo, me seco y vuelta a empezar. En el momento en que creo que tengo una necesidad física imperiosa (véase hambre, sueño) me visto y me voy a satisfacerla, pero si no es por eso, prefiero seguir en el mar.
Me gusta verlo desde la orilla, mojándome los pies, mirándolo como las madres miran a sus hijos, con la sensación de que si pudiera, retendría cada segundo para siempre, y como no puedo hacerlo intento grabarlo en mí para retomarlo más tarde, cuando el tiempo ha pasado y esos momentos son sólo un recuerdo que te devuelve la sonrisa por unos instantes.
Dice Ajo en sus Micropoemas que "Después de un viaje una nunca es la misma, por mucho que tu maleta lo intente". Yo le añadiría "Después de un viaje hacia el mar, una nunca es la misma (...)", porque además del amor que siento hacia él, cuando lo veo no puedo evitar pensar, reflexionar, valorar, y muchas veces las decisiones tomadas a la orilla del mar son quizá demasiado profundas, movidas por un cúmulo de sensaciones difíciles de explicar que hacen que las emociones se balanceen con las olas y no terminen de posarse en la orilla.
Vengo de la costa, vengo de mecerme, vengo de balancearme, vengo de estar.
Vengo de estar contigo.
Vengo de estar conmigo.
Vengo de estar con el mar.
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