"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




jueves, 27 de octubre de 2011

Soy yogini

Según los escritos, "Yogini es una palabra que se refiere a las mujeres que dedican parte de su vida a buscar el bienestar, al conocimiento interior y al bienestar espiritual". Pues eso, que soy yogini, o eso dice Cris, nuestra profe de yoga.


Lo de hacer yoga vino de parte de mi fisioterapeuta. Un fisioterapeuta es una persona que te palpa una parte del cuerpo, preferentemente musculada, que tienes llenas de contracturas, nudos y dolores, después te apalea, te retuerce y te machaca y encima te cobra por ello. Una clínica de fisioterapia es un lugar en el que entras con el cuerpo hecho polvo y pensando que no puedes estar peor y sales con el cuerpo hecho polvo y constatando que sí, que podías estar peor. Sólo mi fisioterapeuta y mi prima B., que también es fisio, son capaces de tocarte sin hacerte (demasiado) daño. El resto, a la hoguera.


Mi fisio, un chaval encantador que no sólo no hace daño sino que te hace volver a creer en la vida y volver a girar el cuello con pasmosa normalidad, me dijo después de darme la millonésima sesión para descontracturarme:


- Tienes que hacer algún ejercicio específico de estiramientos o tendrás contracturas toda tu vida. Elige entre pilates, natación y yoga.




La natación no me gusta, y lo sé. Durante años nadé en mi época colegial y me aburría como una ostra. Existe una línea muy delgada entre la relajación y el aburrimiento, y yo la sobrepasé demasiado rápido cuando nadaba. Además de aburrirme, me congelaba en invierno con el pelo mojado, me tenía que depilar a la perfección todo el año y el bañador es una prenda incómoda, así que ni siquiera se me pasó por la cabeza dedicarme a hacer largos.


El pilates me cae mal. Dirá mi amigo Fer que el pilates es marvilloso, que se conoce gente maravillosa (o no) y que es sanísimo, pero aunque le adore y le de la razón siempre, en este caso no me da la gana aceptarlo porque el pilates engaña: te lo venden como algo relajado y equilibrado y es la clásica gimnasia de siempre pero haciéndote ver que no la haces, total, una vil mentira de la que sales sudando a litros.


Con este panorama me decidí por probar el yoga.
R. y yo nos calzamos las mallas (prenda que nunca sentó bien hasta que Decathlon sacó mallas de todo tipo y pelaje y consigues dejar de parecer una abuela en clase de gym-jazz) y empezamos por ir a una clase de Hatha yoga en un centro cerca de casa con muy buena pinta. Al entrar, nos hicieron quitar los zapatos y los calcetines y dejarlos en una especie de estantería de tela, muy propia de Ikea. Después pasamos a una sala donde varias mujeres de una edad considerable se abalanzaban, literalmente, sobre una montaña de mantas para escoger la mejor. Buscamos un sitio discreto, cogimos una manta y esperamos a que la eminencia docente hiciera su aparición.

El profesor, un tal Guru Himayinar (nombre ficticio, pero por ahí era) de nombre Manolo Díaz (también ficticio, pero también era del estilo) surgió de repente (lo juro, no caminó, no entró, simplemente surgió) y comenzó a cantar con una voz grave y melodiosa que nos hipnotizó al minuto. Nos hizo repetir unos cuantos cantos sin darnos explicación ninguna (ahora sé que esos cantos se llaman mantras) y acto seguido empezó a contorsionarse para nuestro asombro. Por si acaso no había sido suficiente, las mujeres, aparentemente rígidas como varas, comenzaron a imitarle, y creedme, yo no llego ni de coña a donde aquellas mujeres llegaban. Lo de ponerme la pierna en la oreja ya ni lo comento.


Después de flipar en colores durante hora y media, salimos de aquella clase para no volver. No es que la cosa nos hubiera disgustado demasiado, pero los 55€ que cobraban mensuales por ir un día semanal a partirnos el esternón nos parecieron desorbitados.


Pocos días después, y tras la segunda charleta de mi fisio, probé en un segundo centro. El sitio era muy acogedor, un pisito también cerca de casa en el que una mujer guapísima, rubísima y delgadísima me recibió con una sonrisa. Fui a entrar hasta la sala que intuí al fondo y casi me da un infarto:


- ¡¡¡¡¡¡NO ENTRES!!!!!!!! -sonó un grito detrás de mi espalda.


Me quedé clavadita en el sitio.


- Quítate primero los zapatos, que la energía de la calle es mejor que no entre a la sala - me dijo la profesora con voz ya un poco más dulce.


Me dejó muerta. Una coas es una cosa y otra cosa es otra, así que tal cual me volví a poner los zapatos y me fui a mi casa dejando a la rubia espectacular con la palabra en la boca.


En las siguientes semanas R. y yo probamos diferentes sitios, desde sesiones maratonianas de Bikram yoga (un tipo de yoga que se practica en una habitación caliente, vamos, lo que es una sauna de toda la vida, para prevenir lesiones, contracturas y dolores varios. Sólo os digo que lo probéis. L@s que sobreviváis, ya me contáis qué tal la experiencia) hasta sesiones de Hatha yoga (el que habíamos hecho en el primer centro, un tipo de yoga principalmente postural, lo que los antiguos gurús hacían para descontracturar el cuerpo y meditar profundamente) impartidas en gimnasios, donde lo más parecido a la relajación es la ducha.

Yo ya estaba desesperada. No me había gastado aún un duro (aprovechaba la clásica clase de prueba que regalan en casi todos los lugares) pero mi objetivo, que era encontrar un buen lugar para hacer yoga, seguía sin ser conseguido. He de decir que terminé por pensar que el yoga era algo absurdo y que no era para mí. Mi amiga R. estaba también desesperada y cansada de ir de lado a lado rodeándose de gente de lo más variopinta. Mis contracturas iban a peor y mi fisio cada vez insistía más en la necesidad de hacer algún ejercicio de espalda. 

Para quitarme el estrés acompañé a mi amiga M.a ver a una colega que había conocido en un curso hacía relativamente poco. Llegamos a su casa y, hablando con ella, me contó que era profesora de Kundalini yoga (un tipo de yoga que mezcla de forma equilibrada meditación y ejercicios de muchos tipos) y me comentó:


- Pues tengo ganas de montar un grupillo de Kundalini yoga, con poca gente y no muy caro. Si te interesa me dices y te aviso cuando lo monte.




El cielo se me abrió. Es de esas veces que tienes una palpitación de "Ésta es la buena". Como cuando te has comido unas cuantas pipas agrias y llegas a una que dices "ésta no va a saber a palo, ésta me quita el mal sabor". Le dije que sí al instante.


Poco tiempo después recibí un correo suyo. El grupo empezaba, me dijo, y tuve que hacer durante unos meses malabrismos con mi horario en el cole para llegar a clase, que sólo se impartía en un horario determinado que me coincidía con las clases.


Ahí descubrí que el yoga era lo mío.


No sabría describiros la sensación que se siente cuando todas las personas que estamos ahí conectamos, y os juro que se conecta. Nos contorsionamos, nos estiramos, sudamos como pollos, nos marcamos, nos relacionamos (o no), nos escuchamos, nos comunicamos sin hablar. Y sobre todo, el yoga, en todas sus variantes, es un ejercicio de superación. Creedme cuando digo que más de una vez he pensado que me rompía un hueso, o que nunca más podría devolverle a una parte del cuerpo su forma original viendo la contorsión que estaba experimentando. Estar cada segundo haciendo un ejercicio o montando una postura es un arma que se hace bastante más poderosa cuando la llevas a la vida, en esos momentos en los que crees que no puedes más. 
Si no quieres, vale. Pero siempre se puede salir. Siempre se puede seguir. Siempre puedes darle una nueva vuelta.


Y todo esto, como siempre en el mundo de la docencia, tiene mucho peso de la profe. Ay, cómo es Cris. Me encanta de ella que no siempre tenga la sonrisa en la boca. Me gusta la gente auténtica, la gente de verdad, y la gente de verdad no siempre tiene un día maravilloso.
Cómo nos cuida, cómo nos quiere, cómo sabe, no sé cómo, lo que necesitamos cada día. Al corregirte lo hace con dulzura, como haciéndote sentir que los errores son parte de los aprendizajes. Al reforzarte lo hace con firmeza, felicitándote por lo que consigues. Y nos fuerza a sonreírnos. Cuando estás al borde de la muerte y te sonríes, te das cuenta de lo absurdo que es el vaso de agua en el que a veces nos ahogamos.


Y sobre todo, sobre todo, me encanta cuando me arropa durante la relajación (que hacemos después de los ejercicios para recuperar) y me da un beso en la frente después de apagar la luz. Me recuerda a mi madre cuando me acostaba en la cama de pequeña y se quedaba conmigo hasta que me dormía. Ese momento en el que sientes que nada malo puede pasar, en el que disfrutas de verdad de ser.


Estoy eternamente agradecida al profesor gurú que se aparecía, a la profesora rubia que me gritó por entrar con zapatos, a la sauna donde mi hidratación peligró considerablemente, a los monitores de gimnasio que me hicieron renegar y a todas las personas que me hicieron pensar que, como tantas otras veces, no estaba en lo cierto y que me llevaron hasta Cris. 


Porque sólo equivocándote puedes acertar. 

Porque sólo sintiendo que no puedes más puedes darte cuenta de que sigues viva.





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