No sé por qué extraño motivo o razón cósmica, las clases de 3 años siempre tienen bastantes elementos entre sus filas.
Será porque es el primer curso del ciclo, el primer curso en el que la mayoría de niños y niñas van al cole, será porque vienen de la vida más asalvajada, de la anarquía de sus casas, de la comida a demanda y las tardes con los abuelos, será por lo que sea pero hay determinadas criaturas que tienen miga.
En mi cole del año pasado sólo había una clase de 3 años, pero bastaba y sobraba. En esa clase llena de pequeñeces había unos trillizos, dos niñas y un niño, que eran como una mafia organizada pero sin el "como". Lo que yo he visto hacer a esas criaturas es digno de película de Tarantino como mínimo, pero no hablaré de ellos ahora. Un día les dedicaré una entrada.
En mi cole de este año hay dos clases de 3 años que aparentemente son iguales: niños y niñas por lo general sonrientes, cariños@s, felices y agradables. Sólo hay una diferencia: en una clase hay tres niños un poco cabrones y en la otra no.
Decir de un niño que es "un poco cabrón" no queda muy fino ni muy tierno, pero así son las cosas. Estos niños se caracterizan por ser cañeros, movidos, listos como ellos solos y con una capacidad absolutamente sorprendente de hacer putadas con poco menos que nada.
Los niños y niñas un poco cabrones suelen ser, inevitablemente, hijos e hijas de padres y madres un poco o bastante desbordados por la situación de tener criaturas que se revelan como pequeñas personitas malignas en potencia.
Algunas de esas familias invierten muchos esfuerzos en enderezar a sus hijos e hijas y otras lo dejan por imposible antes de empezar y luego llaman a Supernanny movidas por la estupefacción que les causa no haber atajado el problema a tiempo y preguntándose "cuándo se nos torció el niño", aunque el crío en cuestión tenga 2 años. Así funcionamos en este país y en otros tantos igual de desastrosos que el nuestro en materia de infancia.
Ayer por la mañana fui a esta clase que menciono a hablar un minuto con la profe. Cuando entré por la puerta uno de estos niños (que por cierto estaba castigado), que estaba en plena rabieta, me atizó un patadón digno de un discípulo del Señor Miyagui. De hecho, si el mismo Señor Miyagui hubiese conocido a este niño, le iban a dar a Daniel San por donde amargan los pepinos.
La patada, efectuada con elegancia, precisión, fuerza y un trazo casi perfecto, aterrizó en el punto justo de mi espinilla, ese punto que te tiene coja toda la mañana sólo comparable al golpe en el llamado "hueso de la risa" sito en el codo y que te deja sin resuello y con lágrimas en los ojos.
En esos momentos en que un niño me enchufa una leche, o un pisotón o me vomita encima, me cuesta mucho controlarme. Por un lado pienso que pobre, no sabe lo que hace, pero por otro me dan ganas de darle con toda la mano abierta. Sin embargo, respiro hondo, me controlo, y procedo a echarle la charla correspondiente sobre lo doloroso que es recibir una patada y lo duro que se hace venir al cole pero lo muy cuesta arriba que puede resultar venir a clase si yo le acabo cogiendo tirria. El clásico "yo por las buenas soy muy buena pero por las malas soy muy mala" de toda la vida, vaya.
Después de soltarle la correspondiente chapa, que me pidiese perdón con lágrimas cocodrileras en los ojos, que me diese un beso restregándome todos los mocos por la cara y darle mi bendición, me fui para el despacho y conté un poco a mis compis lo que había pasado.
En qué hora.
Una jarana de conversaciones cruzadas, opiniones detractoras y quejas con suspiro se alzó de inmediato. Estamos un poco hasta arriba de estos niños y el segundo trimestre es duro, así que en cuanto surge una situación así, todo el mundo ataja a la desesperada poniendo al niño en cuestión de vuelta y media y dando medidas drásticas para paliar la situación: cambiarle de clase, hablar con la familia, castigarle hasta que haga Selectividad e imponerle una sanción son algunas de las opciones que se barajan con asiduidad en estas ocasiones.
Calmando un poco los ánimos, le quité hierro al asunto ("ha sido una chiquillada", dije yo nada convencida de mis propias palabras) y las aguas volvieron a su cauce. Horas más tarde, me puse el abrigo, cogí el bolso y me dispuse a salir del cole para irme a comer.
Quiso la casualidad que en el aparcamiento me encontrase al niño pateador (al que en adelante llamaremos El Niño Pateador por alusiones) y a su familia, que estaba hablando animadamente con otra familia mientras los retoños jugaban en la calle.
El Niño Pateador se dedicaba, en ese momento, a tirar piedras a los coches a vista de todo el mundo. Recé una novena casi entera por que ninguna de esas piedras impactase contra la luna de un coche, y particularmente del mío, porque las piedras tenían un tamaño considerable y mi paciencia un límite cada vez más delgado. Sólo de imaginarme el suelo lleno de cristales se me ponían los pelos de punta.
Me estaba poniendo de los nervios, pero fue otra mamá en cuyo coche impactó una piedra la que, saliendo del coche, le llamó la atención al Niño:
- Oye bonito, no se tiran piedras a los coches.
La madre del Niño Pateador apareció en escena: se giró, miró con odio visceral a la madre que le había llamado la atención a su hijo y le dijo:
- Oiga, ¿usted quién es para llamar la atención a mi hijo? Si están jugando, déjeles en paz.
Y acto seguido se dio la vuelta y siguió rajando animadamente con su interlocutora.
En esos momentos entiendes muchas cosas: entiendes que El Niño Pateador sea un poco cabrón, que pegue patadas, que llame la atención, que tire piedras, y lo entiendes porque su madre pasa de él y de todo lo que no sea ella misma, y no piensa hacerle caso ni siquiera cuando otras personas están recibiendo pedradas de su hijo.
Entiendes entonces que ese niño no es el verdugo, que es la víctima, como tantos otros niños y niñas, adolescentes, chavales y chavalas que no encajan porque dan problemas, porque tienen conductas agresivas, porque roban, porque pegan, porque contestan mal y que enseguida con llevad@s al castigo pero que en el fondo son el resultado de padres y madres que pasan, que no les prestan atención, que no les escuchan.
Entiendes que esa patada, como tantas otras cosas, no es una maldad, sino una bengala lanzada desde un barco perdido en medio del mar para que otros barcos las vean en el cielo estrellado. Que esa patada, como tantas otras cosas, es un S.O.S. Que es un "oye, que estoy aquí".
Y empiezas a querer al Niño Pateador. Aunque te siga doliendo la espinilla.
"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."
Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry
Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry
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triste pero cierto...
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