Cuando empecé a currar en Entrevías, iba hasta allí en transporte público. En realidad está a 5 minutos en coche desde mi casa, pero por las maravillosas decisiones de los Ayuntamientos de aislar comunicativamente a los barrios que no quedan monos ni bonitos en las fotos, (ni en las encuestas, ni en la ciudad) tardaba en llegar hasta el trabajo casi una hora.
Me saqué el carnet de conducir a los 18 años, pero por aquel entonces no tenía pasta de ningún tipo, así que tardé unos años en tener un coche y el día en que empecé a ir a trabajar motorizada casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Hubiera ocurrido eso si no hubiera pillado el primer atasco de mi vida nada más salir de casa, y si no hubiera descubierto entonces que la conducción en Madrid requiere armarse de paciencia, destreza y buena música para soportar estóicamente los embotellamientos kilométricos que fácilmente podrían llegar hasta La Manga.
En mi camino para ir a trabajar en coche, sólo tenía que coger un tramo miniaturesco de la carretera de Valencia, desviarme en la tercera salida y tirar recto hasta el colegio. Como he dicho antes, eran 5 minutos de coche si la cosa se daba bien, y unos cuantos más si ese día había afluencia de personal en la carretera.
Al coger la salida correspondiente de la carretera de Valencia, un@ va a parar a un cruce con un semáforo en el que no hay muchos choques porque debe de controlar el tráfico San Pedro en persona, y es que allí no hay ley alguna ni criterio responsable, una vez que el semáforo se pone en verde empiezan a arrancar coches desde todas las direcciones, que confluyen en un único carril ascendente. Confieso que yo entrecierro los ojos y tiro para delante, porque si lo piensas mucho no arrancas y el resto de conductor@s tardan aproximadamente un nanosegundo en fundirte a pitidos y condenarte al ostracismo más absoluto.
Por estos motivos, por la tensión y el estrés al que llegamos a ese cruce y esperamos pacientemente a que el semáforo se abra para iniciar la locura, la gente suele responder con (muy) malos modales a todos los hombres y mujeres que se apostan allí aprovechando el parón de los coches para mendigar a cambio de favores diversos (limpiar cristales, verder cleenex, hacer malabares o extender la mano con cara de pena, de todo hay). He visto a mucha gente bajar la ventanilla y maldecir en arameo porque el chaval de turno seguía limpiando la luna de sus coches aunque el conductor/a hubiese manifestado abiertamente las pocas ganas que tenía de ello mediante pitidos, activación de los limpiaparabrisas y amenazas de arrancar y llevarse al chaval por delante.
Hace como dos años, apareció un nuevo elemento en el cruce: un hombre de unos 50 años, español, bajito y con ojos tristes. Iba con un traje de chaqueta viejo pero limpio y una bolsa de plástico en la mano; el primer día tuvo que desistir antes de empezar, porque casi se lo comen entre los habituales del cruce. Normal, cuesta mucho hacerse un hueco en cualquier parte, cuanto menos para ganarse las habichuelas diarias.
A la semana, ya había negociado su "día del cruce". Esto quiere decir que cada día hay una persona o grupo de personas que piden en el cruce, y a él se le empezó a ver los miércoles. El hombre se paseaba tímidamente entre las filas de coches con la sonrisa en la boca y su bolsa de plástico llena ed cleenex unas veces, de mecheros otras, vacía en contadas ocasiones.
Se notaba que no estaba acostumbrado a pedir. Abordaba cada coche con mucha timidez, casi sin levantar los ojos. En menos de 3 segundos, ofrecía su mercancía y si la respuesta era negativa, levantaba la mano en señal de "disculpe por las molestias" y continuaba caminando. Siempre sonriendo, siempre tímido, con la tranquilidad aparente de quien sabe que le esperan muchas horas en ese cruce y se lo toma con calma.
La primera vez que abordó mi coche, me pilló por sorpresa. Me cautivó su mirada dulce y su sonrisa sincera, pero no llevaba dinero de ningún tipo y no podía darle nada. De repente le vi recoger una colilla del suelo y le ofrecí un cigarro.
El hombre me hizo un gesto como de "tranquila, no te molestes", pero yo bajé la ventanilla y se lo alcancé. Lo cogió, me sonrió y murmuró un suave "gracias" al tiempo que alzaba la mano en lo que era su señal habitual. Yo le devolví la sonrisa, el semáforo se abrió, y me lancé como cada día a la vorágine del cruce.
Los días se sucedían y todos los miércoles yo bajaba mi ventanilla y sacaba un cigarro que el hombre cogía para devolverme después una sonrisa tan tierna que se pasaba a mi cara y duraba hasta que llegaba al colegio. Poco a poco, con el paso de las semanas, empecé a verle cada vez más a menudo, los lunes, los viernes, los martes y después todos los días de la semana. Cada tarde, después de comer, bajaba la ventanilla y sacaba algo suelto unas veces, un cigarro otras y un sinfín de cosas que encontraba y que le cambiaba por la eterna sonrisa.
Una de las tardes que me dirigía a trabajar, me dio por mirar a los coches de alrededor y descubrí algo que me dejó impactada: como si de una ola invisible se tratara, toda aquella gente que tiempo atrás se peleaba hasta llegar casi a las manos con los limpiacristales y mendigos, llegaba al cruce y poco a poco iba esbozando una gran sonrisa mientras le levantaba la mano a algo o a alguien en señal de saludo. Entonces aparecía él, sonriente, levantando su mano y ofreciendo su mercancía. Cuanto más se despedazaba su viejo traje de chaqueta (que fue sustituido por un jersey, unos pantalones y un chaleco reflectante recientemente añadido) como señal de los largos días en el semáforo, más sonrisas se veían cada día en la llegada del cruce.
La cosa era tan espectacular que la comentábamos en el trabajo, en el bar de la esquina, en la clase. Algo tenía aquel hombre, un toque especial, una sonrisa sincera que nos hacía olvidar por un segundo la mecánica vida de la ciudad para destensar los músculos de la cara y devolver el gesto. Con el tiempo le he cogido tanto cariño que, ahora que ya no trabajo por allí, hay veces que me desvío en esa salida y tomo otro camino sólo por acceder al cruce y saludarle, y egoístamente recoger un poco de la ternura que él regala cada día.
Hace tiempo salió en la televisión, no me extrañaría que hubiese conquistado a algún/a periodista que pasase por allí. Hicieron un reportaje hablando de su vida y de su día a día en la mendicidad y por lo visto, en vez de darle dinero, le van a arreglar la boca gratis a cambio, con todos sus dientes colocaditos y sanos. No me parece mal, si eso es lo que él quiere.
Al fin y al cabo, pocas veces se consiguió tanto con una simple sonrisa...
"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."
Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry
Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry
domingo, 3 de abril de 2011
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Me encantaría hoy mismo poder pasarme por allí e impregnarme de esa sonrisa tierna... Tu texto me lleva de viaje.
ResponderEliminar:* Oslolibertad
Va a estar difícil que te pases por aquí, pero te envío la sonrisa para que se la pongas a tu día, a tu semana o a tu vida. A tí no te hacen falta textos para irte de viaje...
ResponderEliminarMil besos
En 12 días exactamente te contaré más. Si se me pasa, recuérdamelo por Facebook aunque sea, pero creo que me acordaré.
ResponderEliminarGracias por la sonrisa; la de él me la imagino y la tuya, la recreo mentalmente.
Otros mil besos
Me ha recordado a un texto, del que no recuerdo mucho, pero me dejó marcada, Radisol, de una tal Nibiru...Pero no sabría yo decirte...
ResponderEliminarGracias por seguir viendo lo mejor de la gente aunque pasen los años y yo no te vea. Gracias de verdad.
Te ha recordado porque gente como tú sabe ver lo mismo que ve gente como yo. Hace mucho que no veo a Radisol...
ResponderEliminarUn millón de besos