Quiso el azar que en el cole rural en el que pasé un curso entero, (y del que he hablado en Un pueblo es (parte I) y Un pueblo es (parte II) ), me ofrecieran, por obra y gracia del Espíritu Santo asistir al viaje de fin de curso.
Como alumna, yo hice dos viajes de fin de curso: en 1º de Bachillerato me fui a Italia (como manda la tradición de colegio de monjas, los colegios públicos son más de ir a Francia o a esquiar) y en 3º de carrera me fui de crucero por Turquía y las Islas Griegas. Es claramente apreciable cuál de los dos destinos fue elegido por el profesorado sin contar con el alumnado y cuál fue elegido justo al contrario. La capacidad de deducción es a veces asombrosa.
Mi recuerdo de ambos viajes es muy grato, pese a que fueron bastante diferentes. Básicamente hice lo mismo en los dos (visitar lugares, comer como una loca, beberme todas las copas que se me pusieron por delante, fumar y dormir) pero en el primero lo hice con la emoción de que no me pillaran las monjas y me echaran del colegio y en el segundo con la emoción de que no me echaran del barco. Por lo demás fueron unos días de disfrute, locurilla y desenfrenos, y jamás me importó ni lo más mínimo cómo lo vivían l@s profes que me acompañaron en Italia (en 3º de carrera éramos tod@s l@s profes).
Puede parecer a ojos del observador inexperto que irse de viaje de fin de curso en calidad de profe es una maravilla: una semanita de relax, vacaciones pagadas como quien dice, buen rollo generalizado... Bien, es exactamente así sólo cuando eres joven y sólo cuando te lo montas bien.
Cuando no, puede ser un completo infierno de gritos, comida de comedor volando por los aires, quejas, madres desesperadas llamando por teléfono y trabajo 24 horas.
En mi cole se hacía un único viaje de fin de curso, para 6º de Primaria (el curso que yo impartía), porque era el último curso que los chavales estaban en el colegio. El viaje de hacía a un multiaventura en la Sierra de Cazorla que era una auténtica pasada, el clásico sitio que hace que a un niño le den vueltas los ojos, lleno de atracciones, naturaleza y habitaciones con literas y baños comunes. Un sueño hecho realidad para la infancia preadolescente.
Cuando en el cole el director propuso el tema del viaje de fin de curso, nos ofrecimos muy pocas personas para ir: el tutor de 5º (que pringaba todos los años), el propio director, la PT (medio ofrecida, medio obligada, porque se llevaba fenomenal conmigo y queríamos hacer piña) y yo. No sé que inquietudes les moverían a ellos, pero a mí me movía la de disfrutar de l@s chaval@s en un entorno mucho más tranquilo, más lúdico y más bonito, además de que me seducía horrores la idea de pasar una semanita en el campo, aunque fuese currando. Llámame clásica, pero entre que me despierte el despertador y que me despierten los pajarillos, yo siempre he sido más de pajarillos.
El caso es que cuando vieron que me ofrecía yo, todo se zanjó rápido. Al grito (interno) de "sálvese quien pueda", el tutor de 5º se desmarcó del grupo, y con la excusa de "un responsable del equipo", el director se incluyó en el pack de los que iban sí o sí al viaje. Como la PT tenía una relación relativamente distante con él, encontró la excusa perfecta y me puso en bandeja la oportunidad de irme de viaje con la clase.
En aquel momento yo trabajaba todavía en la Compensatoria en Vallecas, así que me tuve que pedir un par de días libres. No tuvieron problemas en dármelos y yo veía el cielo abierto y el manto de la virgen asomando entre las nubes: una semana de campo, perder de vista las clases formales y no formales, dormir bajo las estrellas, horas interminables de futbolín... lo más cercano al Paraíso, vaya.
El día D (un lunes) a la hora H (8 de la mañana, horreur) nos embarcamos en el autobús rumbo a nuestro Viaje. Cabe destacar que como éramos pocos, compartimos autobús con otro cole de otro pueblo cercano, así que en aquel momento íbamos 4 profes para 40 chaval@s. Los ratios son algo que no se ha respetado nunca ni se respetará jamás.
Mi experiencia en cuanto a viajes con niñ@s en un autobús siempre ha sido horrible porque siempre ha sido en rutas de campamentos. Viajes de 11 horas Madrid-La Manga, con mareos, vómitos, aires acondicionados escandalosamente altos y canciones infantiles a volúmenes obscenos decoran mis recuerdos. Con estos antecedentes, me temblaban las canillas sólo de pensar en viajar de Madrid a Jaén en pleno mes de Junio con un autobús lleno de preadolescentes.
Creo que estaba rezando ya los misterios dolorosos (aprendí mucho de las monjas en el rezo eterno del rosario) cuando me fijé en el autobús: los del otro cole estaban charlando animadamente con sus chavales, mi compi estaba intercambiando música de MP3 a Ipod con otro chaval de los nuestros y el resto iban hablando, riendo o durmiendo, pero a volúmenes normales.
Busqué la cámara oculta. ¿Qué clase de viaje era ese? ¿No había mareos? ¿Ni angustias? ¿Ni el clásico cafre comiendo patatas y llenando todo de grasa?
Me relajé, me puse los cascos, y llegamos a Jaén, todo seguido. No es que me haya saltado las 6 horas de viaje, es que me relajé tanto que me quedé en el sitio, dormida profundamente. Pagué el precio en forma de fotos que luego metimos en el vídeo final, pero no me importó. Era feliz.
Cuando llegamos, el autocar aparcó y bajamos completamente desaforados. Eso pasa siempre que te bajas de un autobús después de un viaje largo, que te apetece correr, saltar, gritar, estirar las piernas, aunque no sea ni el momento ni el lugar. Las reacciones humanas son así.
En la puerta había al menos dos docenas de monitores y monitoras con sonrisas de oreja a oreja y abrazos para regalar a tod@s l@s niñ@s. Yo empatizo mucho con los equipo de monitores, porque un par de meses después me suelo ver en ese lado, así que trato de cuidarles un montón con la esperanza de que la vida me lo devuelva a posteriori.
Pasamos al trozo de campo que actuaba como "recibidor" y mientras a los chavales les empezaban a sobreestimular con promesas de actividades que les hacían casi babear (en un momento se oyeron las palabras "Baile", "Fin", "Viaje", "Parejas" en la misma frase y a continuación gritos y aplausos como les hubiesen dicho que la comida se la iban a servir los Jhonas Brothers al completo), a los profes nos acompañaron para enseñarnos nuestras habitaciones.
Lo de mi habitación ya es punto y aparte. Una casita pequeña situada en medio de la montaña, con unas vistas como para caerse hacia atrás. Dos habitaciones, un baño pequeño, un saloncito con sofá de mimbre... pagaría bastante por tener una casa así en Madrid, la verdad.
Si la llegada fue espectacular, la estancia no fue menos: miles de actividades programadas por el equipo de monis de tal manera que a nosotros nos dejaban respirar e ir a nuestra bola. Con monitores que acompañaban sólo a los profes, dimos paseos a caballo, hicimos rutas de senderismo, nos lanzamos en tirolina, paseamos, hicimos miles de fotos a los chicos/as y todo ello regado de unas comidas de infarto y salidas esporádicas al pueblo más cercano para mover un poco el esqueleto y jugar a los dardos. Yo seguía en mi salsa.
Los días se me pasaron volados, y cuando por fin nos tocó irnos, tod@s echamos algunas lagrimillas. Los chavales de pena, por irse del Paraíso. Los monitores de alegría, por tener unos días para descansar, y nosotros, los profes, de angustia, porque el al día siguiente era lunes y nos tocaba volver al patio de cemento, al café insustancial del bar del pueblo y a los "silencio por favor", "en clase no se come chicle", "las escaleras se bajan sin gritar".
Algún día contaré detalles escabrosos y sustanciosos (y todos los -osos que tienen morbo) del viaje, porque la gente se desatina mucho cuando no la están vigilando, pero por ahora cierro esta crónica con la sensación de que el brazo se me levanta solo cuando oigo: "¿Alguien quiere acompañar voluntariamente al grupo en el viaje de fin de curso?"
NOTA: La foto es auténtica y verídica de mí misma. Esto es lo que yo estaba haciendo el día y a la hora en que hubiera estado dando las fracciones por millonésima vez si me hubiera quedado en el cole... ¿compensa o no?
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