9 meses y tres colegios después, he vuelto. Sin prisa, sin pausa, como después de otros muchos impasses que ha vivido este blog, la maleta donde voy guardando todo lo que aprendo está a rebosar de cosas que he ido viviendo, y pasa como a la vuelta de vacaciones, que abres la maleta, todo está revuelto y usado, metido a presión con prisa antes de que saliese el avión, y da una pereza terrible deshacer el equipaje.
Cada camiseta que te dispones a echar a la lavadora tiene una historia en sus arrugas; cada pantalón, una aventura vivida entre sus manchas. Los botes de gel a medias (si es que los trajiste de vuelta, yo nunca lo hago) recuerdan a las llegadas después de pateos interminables. Los calcetines arrugados evocan los caminos recorridos, perdiéndose a veces, encontrándose otras.
En resumen: la maleta es vida, cómoda a veces, rebuscada e incierta todas las demás. Cada latido tiene precio y no me pongo más profunda porque cavó un túnel y aparezco en Australia, que por otro lado estaría bien porque allí está N., retomando su aventura.
Para mi vuelta he elegido lo único que sé contar: un cuento. No es un cuento bonito ni feo, pero es un cuento de viaje, de los que sirven para contar durante el camino y hacer el tiempo más ligero y el paisaje más ameno. El cuento que hasta ahora no ha habido en éste hogar, con éste nombre, y eso no se puede consentir.
Este cuento tiene de protagonista a un pollito, que por la mera sencillez de la historia se llamaría así, Pollito. La mayúscula siempre ha dado mucha entidad.
Pollito era un pollito de nuestro tiempo: un pollito que escuchaba la radio, un pollito que navegaba en Google, un pollito que iba al Cole de los pollitos en la línea 4 del metro de Madrid, que no sólo no vuela sino que en líneas como esta no hay cobertura. Una vida normal de pollito, vaya.
Pollito era relativamente feliz, era pequeño todavía para preocuparse de los problemas de los gallos y gallinas. Él disfrutaba de los paseos, de los partidos de fútbol, de los zumos de naranja del desayuno. Lo que más le gustaba a Pollito era asomarse por las noches a la ventana del corral y mirar al cielo para ver, allí arriba, en lo alto, a la Luna. Esa Luna grande, brillante, redonda a veces, con forma de sillita otras veces, esa Luna que una vez cada poco desaparecía pero que siempre estaba ahí (Pollito lo sabía) era lo más bonito del mundo.
Sí Pollito había tenido un mal día, o estaba cansado, o triste, o angustiado, miraba la Luna y se le pasaban todos los males.
Y así fue que un día, Pollito decidió aprender a volar.
Pollito nunca había querido volar, no lo había necesitado. Él era un pollito independiente, que había rechazado las costumbres del corral, que no quería hacer las cosas por hacer. Que soñaba con salir, algún día, y viajar, y conocer el mundo, pero no necesariamente a través de sus alas. Al fin y al cabo, sólo eran alas, y en su cuerpo había también dos patas fuertes y recias con las que saltar, correr, esquivar, dar patadas, y un pico, y dos ojos, y muchas plumas impermeables y firmes para protegerle del mundo.
Pero la Luna, tan alta, merecía ese esfuerzo Al fin y al cabo, ¿quién no intentaría verla de cerca si pudiese hacerlo?
Así que un día Pollito se propuso, definitivamente, intentarlo. Se pasó todo un día observando a otros pollitos más y menos jóvenes que estaban aprendiendo. Desde su terraza en el corral les veía, cómo se caían, como se volvían a subir, como desplegaban sus alitas al viento, como se mecían los pollitos expertos y se tambaleaban los principiantes. Horas y horas estuvo Pollito sin atreverse a lanzarse. Parecía qué, según se iba dando cuenta de lo que suponía volar, empezaba a entender la complejidad del tema.
Pero no era para él. No lo veía claro.
Pasaban los días y Pollito estaba más y más triste. Por las noches se asomaba y miraba al cielo buscando a la Luna, grande y redonda a veces, con forma de sillita otras, y la veía tan brillante, tan resplandeciente, tan blanca... Pero no podía verla de cerca, enorme. Pollito no sabía qué hacer.
De repente, tuvo una idea: ¿y si le pedía a algún ave grande y fuerte que le subiese hacia arriba montado en su cuerpo?
Pollito pensó en la Cigüeña, en el Buitre, en la Paloma. Ninguna de convencía, hasta que por fin, se atrevió a pensar en el ave más señorial de todas: el Águila.
El Águila era un ave grande, fuerte, que daba miedo al resto al pasar. El Águila no pagaba los cafés con leche en el bar ni tenía miramientos para aparcarse en zonas reservadas a aves ancianas. El Águila abusaba de que todo el mundo la admiraba, no miraba a nadie a los ojos, adelantaba por la derecha. Nadie se atrevía con el Águila... Salvo Pollito.
Pero Pollito era consciente de que una cosa era ser valiente y otra ser poco listo, y sabía que la osadía se pagaba cara, así que buscó una forma de colarse en el Árbol del Águila. Cuando llegó la noche y el Águila salió para dar una vuelta de inspección desde los cielos, Pollito se subió de un saltito a su espalda y, como era tan pequeño, el Águila no lo notó.
El Águila planeaba de una forma que Pollito sabía que no hacían otras aves que él conocía. Volaba alto, suave, se dejaba mecer por el viento y llegaba alto, alto... Pero no hasta la Luna. Pollito se sintió decepcionado, porque había confiado en las posibilidades del Águila, y aunque esperó disfrutando del vuelo. no pudo ver de cerca, gigante, a la Luna. Cuando el Águila volvió al suelo firme, Pollito bajó muy sigiloso y volvió al corral. El papá y la mamá de Pollito vivían lejos, así que Pollito estaba a cargo del corral, pero nadie le ponía límites. Pollito hacía lo que podía.
El pobre Pollito estaba desesperado. Subía a los árboles más altos del bosque, se lamentaba de no tener patas más largas, alas más grandes, de no saber volar. Le molestaban su pico, demasiado pequeño para utilizarlo como apoyo, sus plumas, demasiado suaves para agarrarse a los troncos. Todo lo que antes le enorgullecía ahora le pesaba. Era un rollo ser pollito. Era un rollo ser Pollito.
Tan triste estaba Pollito que ya nada le consolaba. Había dejado de ser tan feliz como lo era antes, ni siquiera cuando estaba triste lo estaba como al principio. Pollito iba y venía al cole, se montaba en el metro, jugaba al fútbol, pero lo hacía por inercia. Por las noches se asomaba a la ventana a ver la Luna, pero no con la emoción anterior, sino con la frustración de no ir a cumplir su sueño. Si sólo pudiera verla de cerca una vez...
Tampoco dormía bien Pollito: daba vueltas en el corral, tenía calor, luego frío. Le molestaba la respiración de los demás pollitos. A veces, de desesperación, saltaba del nido y empezaba a andar hasta que le entraba el sueño.
Una noche, mientras Pollito paseaba desvelado por el corral, la vio: en el suelo, enorme, redonda, blanca, estaba La Luna.
¿Cómo podía ser aquello?
Pollito pensó que quizá, de tanto como había soñado verla de cerca, la había atraído (Pollito había leído "El Secreto" y creía que los sueños se hacen realidad). Luego se asustó: ¿y si La Luna se había caído? Pensó que quizá alguien le estaba gastando una broma pesada. Miró a su alrededor, pero sólo vio la quietud del corral y a La Luna, majestuosa, en medio de él.
Se acercó emocionado y estiró su pequeña alita para tocarla, y entonces La Luna se volvió borrosa.
Pollito no entendía nada: ¿acaso no estaban viendo sus ojos a La Luna al alcance de sus patas? ¿Sería que no quería La Luna que Pollito la tocase?
Y entonces, al acercarse más descubrió que La Luna estaba dentro de la charca del corral. Pollito se quedó impresionado: ¿cómo podía ser que La Luna hubiese estado ahí siempre y él no la hubiera visto? ¿Cómo podía ser tan mágica La Luna que sí la tocaba desaparecía?
Aquella noche, Pollito se quedó mucho, mucho tiempo al lado de La Luna. Daba vueltas, observaba desde todos los puntos, nunca se cansaba. Se sentía tan feliz que se quedó dormido, soñando que se sentaba en La Luna cuando ésta tenía forma de sillita y se balanceaba mucho rato como el Águila, al compás del viento.
Y con el secreto bien guardado, desde aquel día, Pollito bajaba cada noche a la charca cuando el corral dormía y se sentaba al borde de la charca para admirar a La Luna, tan grande y redonda a veces, con forma de sillita otras. Algunas noches La Luna no aparecía, y Pollito sabía que hasta la Luna necesitaba descansar para aparecer luego tantos días seguidos con esa blancura y ese brillo.
Pollito creció feliz, sano y fuerte, alimentado por sus zumos y su pienso, jugando al fútbol, navegando en Google, viajando en Metro y sin ganas de aprender a volar. Con el tiempo entendió todo lo que podía hacer con sus alas, sus patas, su pico y sus plumas. Y creció agradecido, muy agradecido de que La Luna bajase cada día a su corral para que él la admirase.
Pollito creció feliz admirando un reflejo, pero lo que nunca supo es que La Luna, su sueño, su meta, no estaba dentro de la charca del corral: estaba, y siempre estuvo, dentro de él, allá donde Pollito quisiera llevarla. Que La Luna siempre estuvo ahí, pero apareció sólo cuando él, de verdad, estaba dispuesto a verla.
Porque no hay que ser lo que no se es, ni aprender a volar. Porque no hay que llegar necesariamente a lo más alto, ni depender de la ayuda de nadie, por maravilloso que ese ser sea, para triunfar. Porque no hay que tener patas más largas, picos más grandes, plumas más rugosas, para andar el camino. Porque no hay que estar pendiente de que algo ocurra o no para seguir, ni dejar de dormir, ni aislarse del corral, para encontrar lo que se busca.
Porque no hay mayor garantía de éxito que la voluntad de querer que las cosas funcionen.
Pd. Éste cuento, como no podía ser de otra forma, va dedicado a la persona que inventó al personaje de Pollito, le dió valor a La Luna y sobre todo, confió en que, algún día, este cuento existiría (como tantos otros que aún están por contarse) y que saldría de mis teclas.