"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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lunes, 10 de junio de 2013

No vas a ser nadie en la vida si no sabes matemáticas

Mi madre dice hoy en día que yo fui buena estudiante. Pobrecilla. Eso es porque no se acuerda de las broncas, los suspensos, la desesperación, la angustia, la frustración, los castigos, los levantamientos de castigo porque no tenían sentido, las clases particulares... yo me acuerdo perfectamente. He pasado por los estudios en mi vida como se pasa por encima de un puente poco estable, deseando que se termine y con las piernas temblando.

No es que haya vivido yo un infierno, que no es el caso, pero mis 4 o 5 asignaturas por trimestre caían todos los cursos desde 5º de Primaria. Luego parece que en la Universidad remonté un poco, porque no había trimestres y porque no me conocía nadie, pero en el colegio entre lo alta y lo rebelde, me ponía cara todo el mundo y claro, eso condicionaba.

He suspendido casi todas las asignaturas alguna vez porque me gusta probarlo todo en la vida para poder hacer un juicio integral de las situaciones: sólo se han resistido la Lengua y la Literatura, que me apasionan, y a lo mejor alguna otra por ahí. Plástica y Educación Física también las cateé, señoras y señores, en algún momento de mi escolaridad.

Sin embargo ha habido en mi vida una piedra en el camino, un dolor de muelas, una viga en ojo propio (y paja en el ajeno, imagino), un sufrimiento de costalero en Semana Santa, una lágrima caída en la arena: las matemáticas.

Las putas matemáticas. Voy por la segunda estancia en la Universidad y las sigo suspendiendo, es muy fuerte. Llevo más años cateando matemáticas de los que llevo haciendo continuadamente cualquiera de las cosas que hago en mi vida.

Cuando era pequeña lo llamaban dislexia. Empecé a crecer y lo llamaron distracción. Llegué a la enseñanza secundaria y lo llamaron vaguería. Alcancé el bachillerato y lo llamaron "NO VAS A SER NADIE EN LA VIDA".

Así me lo dijo la profesora que tuve cuatro largos años de mi existencia. Una perra sin escrúpulos, maleducada, rancia, altiva, déspota, cínica, y todos los calificativos que pueda buscar para definirla y que seguramente no hagan justicia al sufrimiento que esa mujer me provocó. Me amargaba los lunes, los martes, los miércoles y los viernes. Los jueves no teníamos clase de matemáticas, pero me los amargaba también indirectamente. Sufría pensando en que tenía que corregir un ejercicio en la pizarra, en que teníamos examen, en que nos daba las notas, su misma existencia me hacía sufrir.

Mis padres no podían entender qué era lo que me pasaba para no aprobar la asignatura nunca; me escuchaban, me entendían, pero no sabían que hacer conmigo. En vez de llevarme a terapia (que era lo que yo necesitaba para convivir con la profesora maligna) me llevaron a una academia, y luego trajeron la academia a casa en forma de profesora particular, que venía religiosamente 5 horas semanales. Más clases particulares que ordinarias, ya digo, y ni por esas.

No crea el lector o la lectora que me acercaba yo al aprobado, ni de lejos. Era una regla de proporción inversa: a más esfuerzo hacíamos mi círculo y yo por sacar buena nota, peor nota sacaba. La tía se regodeaba:

- Señorita S., tu examen. Has mejorado, mira tú qué bien.

Yo recogía la hoja, miraba la nota: 0,75.

¡¿Cómo podía ser?! Ahora que soy maestra entiendo que un punto en un examen se da casi porque sí, por poner el nombre con las tildes y las mayúsculas correspondientes y por presentarte al examen, por valorar la participación.

Pues no, ella me ponía esa nota y dormía como una reina por las noches.

Otras veces me decía:

- Señorita S., tu examen. Lamentable.

Yo recogía la hoja, miraba la nota: 4.

No entendía nada: cuanto mejor era mi nota, peor me trataba, como si le molestase.

Entre sus perlas había varias buenas: "Como no estudies vas a terminar vendiendo clínex en un semáforo", "A éste paso tu única aspiración en la vida va ser la de repartir con la furgoneta del pan", "No sabes NADA DE NADA", "Mira qué nota, ¿pero tú de qué vas?" y la perla: "¿Tú qué quieres, ser como Arsenio?". (Arsenio era el de mantenimiento del colegio, y en siete vidas que hubiera vivido ella jamás nos hubiera hipnotizado con sus puñeteras matemáticas como nos hipnotizaba Arsenio con su elegancia limpiando los cristales. Era como ver El cascanueces en versión aérea, qué delicadeza, qué sutileza, qué maravilla. Ella le odiaba, como a todo menos a su reflejo en el espejo.)

Cuando me quedaba poquísimo para acabar el Bachillerato y mis compis ya pensaban en qué hacer en vacaciones, yo sólo podía pensar en una cosa: me van a caer las matemáticas y jamás saldré de este bucle infernal. No me quitaba el hambre ni el sueño, porque hasta la fecha no ha existido nada que me quite esas dos cosas, pero me robaba las ganas de ir a clase cada mañana, de luchar por aprobar y hasta de vivir en este planeta.

No sabía qué hacer, así que un día me volví loca y fui a hablar con ella. Llamé a la puerta de la sala de profes y me abrió el de Economía, que era mi tutor (y como era un centro concertado también era profe de Filosofía, y de Psicología, y tutor...):

- ¿Le puedes decir a M. que salga?

- Un momento, que la llamo.

Qué 15 segundos de espera pasé. El día que tenga un hijo o una hija no se me va a hacer tan largo el parto, estoy segura. A los 15 segundos un olor a café, tabaco y Chanel nº5 salieron por la puerta, y detrás salió ella:

- Dime nenita (así nos llamaba por sistema, ahí tuvieras 50 años), que estoy muy ocupada.

- Mira M., yo no sé qué hacer con tu asignatura, de verdad. Estudio, hago los ejercicios, voy a clase particular, le echo horas y nunca llego al 5. No sé si hay algo que yo pueda hacer, un trabajo, ejercicios extras, algo, que me ayude a aprobar antes de ir a Selectividad...

- A ver nenita, te digo una cosa: si no sabes matemáticas, JAMÁS LLEGARÁS A HACER NADA NI SER NADIE EN LA VIDA. Si no eres capaz de superar un obstáculo, no vas a hacer nada digno de ser reconocido.

Y acto seguido se dio la vuelta, entró por la puerta de la sala, esperó a que entrasen su olor a café, tabaco y Chanel y me cerró en las narices.

Las lágrimas que yo vertí en aquella puerta, sentada en el suelo, hubieran llenado los pantanos españoles hasta 2020. Nunca había estado tan frustrada, tan desesperada y tan disgustada. Empecé a ver mi futuro negro como el carbón, a creerme que hoy eran las matemáticas, pero otro día se me atascaría otra cosa y no llegaría a superar los baches nunca. Llegué a casa y se lo conté a mis padres.

Mis padres primero me miraron, después se miraron, y después me miraron otra vez. Me abrazaron. Lloré otro rato. Les abracé. Cuando esta escena de Mujercitas terminó, mi madre me dijo:

- Mira hija, ve y haz el examen. Da igual si no sacas buena nota, ya la sacarás. Lo importante es que lo hagas lo mejor que puedas y sepas y ya está. Si haces lo mejor que sepas hacer, nada puede ir mal, ya verás.

Y me hizo macarrones, que para el disgusto quieras que no, motiva.

Llegó el examen final y lo hice. De repente me crecí, me sentí poderosa, supe que podía hacerlo bien. Salí contenta, liberada, feliz.

Suspendí, claro.

Por azares del destino, valorando mis notas globales parece que la presión le hizo subir la mano y ponerme el ansiado 5 que me dio boleto para entrar en la Universidad, pero jamás se me quitó de la cabeza aquella frase, "si no consigues superar un obstáculo jamás vas a llegar a hacer nada digno de ser reconocido".

9 de junio de 2013, 18.30 horas. Ayer, vamos.

Estaba yo en la puerta de una finca esperando para entrar, en una zona residencial de Madrid. A unos 10 metros había varias familias con peques charlando, y al ratito me dí cuenta de que me miraban y cuchicheaban, me señalaban y volvían a cuchichear.

Dos minutos después, una de las mujeres se me acercó:

- Perdona, ¿eres Paulix? ¿Paulix de "Paulix y los ATTG Kids"?

Me quedé seca. "Paulix & de ATTG Kids" es un proyectillo pequeño en el que me he metido y que ha salido ya un par de veces (y sale otra vez en unas semanas) con el que hacemos un cuentacuentos dinamizado con rock para pequeños/as: una maravilla. Lo ví y pensé que si yo tocase el bajo, la guitarra eléctrica y la batería, y además tuviese la voz adecuada, y todo lo pudiese hacer a la vez ("mujer orquesta" lo llaman) lo hubiera montado yo. Me encantó la idea y en unos días vamos a abordar la tercera representación que hacemos en menos de dos meses. Para quienes nos dedicamos a ésto a cualquier escala sabemos que si gusta a la infancia, es bueno. Parece que gusta y estoy encantada.

Cuando esa mujer se me acercó ayer, no supe qué decir. Bueno, contesté "Sí", claro, y ella siguió:

- Te vimos, bueno, os vimos en el teatro el día 20 de abril y NOS ENCANTÓ, ¡qué chulada! ¡qué idea más cojonuda! (así dijo, "cojonuda"), cómo lo pasamos... hacéis algo digno de ser visto.

Y entonces, entre tanta sonrisa y abrazos y fotos que me hice con los niños y las niñas, me vino a la cabeza la imagen de mis lágrimas en la puerta de aquella sala de profesores/as, donde una mujer ignorante, acomplejada y desde luego cruel me vaticinó el fracaso que, no tantos años después, ha caído por su propio peso. Así entendí la frase de mi madre:

-  Lo importante es que lo hagas lo mejor que puedas y sepas y ya está. Si haces lo mejor que sepas hacer, nada puede ir mal, ya verás.

Las madres siempre tienen razón.

Me hice maestra, pero sobre todo me hago persona todos los días, para recibir tantas y tantas cosas que la vida, la historia y cada persona me enseña cada día.

Quién iba a decir que sería a ritmo de rock...




martes, 11 de diciembre de 2012

Tres Patas para un Banco

Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.

Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.

Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.

Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.

Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.

Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían  la perfección.

El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.

El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.

Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.

Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.

Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.

La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.

Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.

Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.

Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra.  Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.

Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.



 

viernes, 28 de septiembre de 2012

Que soy compañera, coño (carta a un antidisturbios)

Querido antidisturbios:

Tú no me conoces, yo a tí sí, qué cosas. Te preguntarás por qué se da esta circunstancia de comunicación visual unidireccional, y la respuesta es sencilla: yo casi siempre te miro de frente, y tú casi siempre me buscas la espalda. No creas que hay otra razón por la que no me reconoces, pese a que ultimamente nos hemos visto mucho, demasiado quizá.

Te escribo esta carta que en realidad va dirigida a quienes te dan órdenes también, pero claro, como esas personas no son visibles en las concentraciones y manifestaciones, tampoco salen en la tele ni en el periódico y no las tengo ni en Facebook ni en Twitter, comprenderás que para mí es como si no existieran. Pensarás que esto de que paguen justos por pecadores es un poco injusto, y así es, efectivamente. Sin embargo, tal y como están las cosas, prefiero escribirte a tí y que se lo hagas llegar a tus superiores, así evito por el camino denuncias, imputaciones, calabozo, palos y ese tipo de distracciones nimias que oye, poco a poco se acumulan y a una se le hace cuesta arriba.

La razón de ponerme en contacto contigo es la siguiente. El pasado día 25 de septiembre, un grupo de personas (la consejera de Gobierno dice que 6.000, no sé, yo no soy experta, pero diría que éramos muchas más, tú dirás si estás o no de acuerdo conmigo en función de la cantidad de veces que tuviste que reagruparte con tus compis) nos reunimos en el centro de Madrid bajo la iniciativa "Rodea el Congreso". Pensarás que nos apetecía hacer un corro gigante, y ahora que lo digo la verdad es que hubiera estado bien, pero el problema es que nuestra iniciativa era una acción de protesta, y las acciones de protesta no son un juego, eso lo sé yo porque voy llena de miedos y lo sabes tú porque vas lleno de seguridades.

No sé si te has molestado en enterarte por qué protestábamos, imagino que prefieres ir a trabajar sin presiones externas para ser "completamente objetivo". Tú esperas tu orden y cuando se te dice te lanzas a frenar disturbios (eso significa tu cargo, ¿no?) para proteger a la ciudad... bueno, a los diputados y diputadas en este caso, que por cierto, asume que jamás sabrán que existes ni te dirigirán una carta como esta. Aunque te hayan vendido la idea de que eres una especie de Gladiator moderno no dejas de ser un funcionario más, y ya sabes lo que opina el Gobierno de los funcionarios y funcionarias: que merecemos la muerte, o al menos la ruina, a base de despedirnos a traición y pagarnos menos de lo que cobra un dependiente del Burguer King. Verás que no estás entre su Top Ten de Gente Querida, ¡sorpresa!


De todas formas te cuento yo lo que tus superiores pasan de contarte: resulta que los españoles y españolas nos hemos cansado de que vivan a nuestra costa. No nos enfada que no haya dinero, ni medios, ni personal, no sé, eso sería comprensible y podría pasar, a ver, qué le vamos a hacer. Pasa en las mejores familias.

El problema es cuando hay dinero, recursos y medios y se gestionan con tantísima desigualdad, ahí ya nos enfadamos un poco. Es como si una madre le da la mejor comida a un hijo y al otro le da las sobras para que las reparta con todos sus amigos. Y encima de hacerle pasar hambre, le dice que no hay más. Eso está feo, coincidirás conmigo.

Por eso me llamó tanto la atención verte el día 25, junto con todos tus compañeros, repartir golpes, agarrones, patadas, cabezazos, porrazos y arrastrones a diestro y siniestro entre quienes nos quejamos de la misma desigualdad que te afecta a tí. Entre esa gente había muchas personas diferentes, y no sé si creerme que todas la habían tomado contigo y tus compañeros tanto como para que respondiéseis de esa forma tan brutal. Eso decís, que os lanzaron palos, pinchos (?¿) y 296 kilos de piedras, yo de personas no sé, pero de Unidades de Medida, y concretamente de kilos sí, ¡¡296 kilos!! Hay problemas de matemáticas de Primaria en los que te dicen que con menos de la mitad construyes una valla para cercar un chalet. Admite que exageráis un poco.

Luego está lo de entrar en la estación de Atocha a pelotazo limpio. Eso tampoco estuvo bien, reconócelo, y no ya por la gente aparentemente "violenta" que se refugiaba allí, sino por todas las personas que en ese momento se disponían a coger el tren para volver a casa del trabajo y aquellas que lo cogían para dar una vuelta, o hacer recados, o qué se yo. Y tampoco hablemos de todas las personas con cámaras y micrófonos que trabajan para la prensa y que como todo el resto se llevaron su ración de hostias también por estar allí. Lo que te decía, que en todas partes hay injusticias y se hace daño a mucha gente que no lo merece.

Sin embargo, lo que más me impactó fue un vídeo que ha dado vueltas y vueltas por la red a la velocidad de la luz y que en las redes sociales se ha titulado como "Quesoycompañerocoño".

En ese vídeo se ve cómo unos cuantos compañeros detenéis a un chaval que resulta ser secreta por su indumentaria (porque dudo mucho que un policía os agrediese personalmente) y os liáis a darle patadas y porrazos como si ni hubiera un mañana mientras él se protege con los brazos como puede. Hasta ahí todo es no normal, porque la violencia injustificada nunca es normal, pero sí habitual cuando gente como vosotros y gente como nosotros y nosotras está junta.

Pero de repente, se escucha al chaval gritar desde el suelo:

- ¡¡EEHHHH!! ¡QUE SOY COMPAÑERO, COÑO!

Y en seguida viene otro chaval de indumentaria similar a la del primero y empieza a gritaros también:

- ¡QUE SÍ! ¡QUE ES ÉL! ¡RELAJAOS UN POCO, JODER, QUE ES COMPAÑERO!

Y acto seguido le soltáis, le tendéis la mano y le ayudáis a levantarse y a sacudirse el polvo de los vaqueros.

Es un detalle elegante, la verdad. Lo normal entre iguales es protegerse, es cuidarse, mimarse y quererse. Pese a que a mí me preocupa un poco que no reconozcáis a un compañero con el que se supone que trabajáis, entiendo que la marabunta genera un poco de confusión. Pero cuando descubrís que es un igual, os retractáis y le tendéis la mano.

Aquí es donde surge mi duda... ¿quién crees que soy yo? ¿por qué a mí no me tiendes la mano como a tu compañero?

Yo no soy tu enemiga, ni un ser de otro planeta, ni una terrorista.

Soy la panadera que te vendió cruasanes esta mañana. Soy la maestra que recibe en clase a tus hijos con besos por las mañanas. Soy el enfermero que te cuidó cuando estuviste en Urgencias con aquella gripe horrible. Soy el médico que detectó a tu padre una enfermedad y le curó como si fuese el suyo.

Soy la funcionaria que te gestionó los papeles de aquella subvención que pediste. Soy el agente de viajes que organizó tu luna de miel. Soy el cartero que te lleva la correspondencia cada mañana. Soy el bombero que sofocó el fuego que estuvo a punto de arrasar miles de hectáreas en tu pueblo de la infancia.

Soy la asistente social que atendió a tu abuelos hasta que murieron. Soy la escritora que creó a aquel personaje por el que sientes tanto aprecio. Soy la periodista que presenta el programa que ves todos los domingos. Soy la actriz de la telenovela a la que estás enganchado aunque no lo reconozcas.

Soy la monitora del campamento en el que conociste a tu primer amor. Soy el quiosquero que te guarda las películas cuando se te olvida comprar el suplemento. Soy el artista que toca el acordeón para alegrar tus paseos por el centro. Soy el pintor que te ayudó a que tu casa cambiase de aires.

Soy el reponedor del mercado que cada día lleva tus yogures favoritos. Soy el cajero que te cobra siempre con una sonrisa. Soy la peluquera que te recorta el pelo y la barba cuando te apetece ir elegante. Soy el basurero que mantiene tu calle limpia.

Soy cualquiera de las miles de personas que te cruzas todos los días y a las que aprecias, las que te ayudan, te acompañan, te quieren, te miman. Soy la que está cerca de tí y te sonríe, la que te hace un gesto de consuelo cuando estás en un atasco, la que te cede un hueco en su paraguas cuando la lluvia te sorprende en la calle.

No soy tu enemiga, acepta que empiezas a pensarlo. Soy una persona tan dolida, tan molesta, tan ninguneada y seguramente tan puteada por el sistema como tú. Simplemente, yo tengo otras armas para combatirlo. Y amigas, y amigos, y gente que me acompaña. Y familia que sufre cuando me ve por la tele correr calle abajo con la cara desencajada. Y conciencia que me hace querer escribirte esta carta en vez de responder con violencia a tu violencia.

No soy tu enemiga ni tu objetivo. Trátame como lo que soy, mírame a los ojos y piensa en lo que dicen aunque sea durante una milésima de segundo, antes de descargar toda tu rabia en mi cabeza, o en mi cuello, o en mi estómago. Piensa en que no soy yo contra quien tienes que rebelarte.

Que no me lo merezco, y lo sabes.

Que soy compañera, coño.



lunes, 26 de marzo de 2012

Fútbol

De toda la vida de Dios he tenido yo cosas que me han hecho ser muy mía, pero también muy firme en mis aspectos: no entro en garitos en los que exijan vestimenta determinada, no acepto trabajos en los que tenga que llevar uniforme y no tolero el fútbol. Así soy, chunga por naturaleza. Este último punto (y los anteriores a veces también) me ha traído y me trae conflictos, broncas y desplantes varios con familiares, amigos, amigas, novios, compis de trabajo y camareros de bares, que el día que hay un partido te ponen la tele a decibelios inhumanos mientras tratas de escuchar a la persona que está a tu lado y que ya no sabes si es profesor o comentarista de Estudio Estadio.

No es que no me guste el deporte en sí, ojo, que a mí los deportes en general me gustan bastante, pero el mundo de violencia, corrupción, agresividad y paletismo que trae consigo el fútbol es algo que choca con mi esencia, mis creencias y mi paz interior.

Quienes disfrutáis del fútbol no lo entendéis, pero en serio, yo he visto a mi padre, que no sería capaz de matar una mosca y que ni siquiera pita cuando conduce en hora punta por la M-30, decirle al árbitro de un Madrid-Barsa cosas que a su lado, el Vaquilla era un muchachuelo descentrado. Y no te digo lo que he visto en los campos (yo no critico lo que no conozco, así que sí, he ido mil veces a ver partidos en vivo y directo), gente que termina a hostia limpia porque no era penalti, que s'a tirao, que árbitro cabrón, que cabrón tu puta madre, y para qué queremos más. Por menos de eso ha habido guerras mundiales y se han lanzado bombas nucleares.

En la universidad tuve una asignatura que se llamaba Sociología de la Educación y que me la daba un profesor un poco raro que era un crack allá por donde le mirases. Uno de los trabajos que nos hizo hacer tenía por tema demostrar que el ser humano actúa de formas insospechadas si las circunstancias son favorables. Algo así como "el ser humano no es malo naturaleza, pero también depende de cuánto le toques los huevos".

Mi trabajo habló de lo salvaje que se vuelve el ser humano con el tema del fútbol. Gente de natural pacífica es capaz de romperse una silla en la cabeza por un fuera de juego dudoso. Gente que no levanta la voz jamás es capaz de reventar un tímpano ajeno al grito de "¡GOOOOOOOOOOOOOOL!", y así sucesivamente.

Ayer, en un acto de amor inconmensurable hacia mi amiga Cabaretera (que estaba tocada por el amor y por el sueño a partes iguales después de una noche cuanto menos interesante) la acompañé a ver un partido del Rayo. Ir a ver al Rayo es el único resquicio futbolero por el que yo estoy dispuesta a romper mis principios, porque esos partidos son como merendolas familiares en la Casa de Campo, con sus cervecitas, su bocata, su cigarrillo y si me apuras su pacharán, todo ello rodeadas de la misma gente con las que convives todos los días y con los edificios vallecanos cercando el horizonte.

Podría haber sido bonito. Error de base: aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Aquello fue como una sucesión interminable de insultos, gritos, puños en el aire y desaires varios. Ni pipas podía comer del miedo que estaba pasando. Tuve un momento en el que creí que la cosa iba a cambiar. Detrás de mí se oía a una inocente criatura de unos 8 años a la que tiernamente su padre, un tipo con una barriga como todo Irlanda del Norte y con pinta de ser el el medio de los Chichos (el auténtico), le decía:

- Esto mola más que la Play, ¿eh?

Y el niño contestaba embelesado:

- Sí, papa.

Y los dos se abrazaban tiernamente mientras a mí se me escapaba una lágrima y volvía a creer en la Humanidad. Sin embargo, acto seguido comencé a oír cómo ambos coreaban, a la vez que todo el estadio:

- Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver, que eso no es un portero, es una puta de cabaret...

Y eso sólo fue el principio. Sólo estuve en la segunda parte,en un partido no demasiado emocionante, y además de eso oí poesía pura: unas frases, unas rimas consonantes, unos versos alejandrinos, unas figuras literarias... Ahora, que como este es mi espacio y yo no hago apología de cosas chungas, no pienso reproducir las salvajadas que la criatura y cientos de personas corearon una y otra vez. Sólo digo que ni a Bush le dijeron por lo de la guerra de Irak la mitad de lo que le dijeron ayer a la madre del portero. Pobre mujer.

Total, que el fútbol es para gente con mucha boca grande. Y rabia contenida. Y poco oído. Y ningún criterio.

Y el que diga que no, como dirían vuestros colegas: que lo vengan a ver, que lo vengan a ver...

viernes, 5 de agosto de 2011

El día en que por culpa de Apple me confundieron con una toxicómana

Yo no sé si os pasa que hay días en los que podrías haberte quedado en la cama, como una pelusa, durante las 24 horas de la jornada, y no habría pasado absolutamente nada. Sin embargo te has levantado de la cama, has decidido voluntariamente aceptar cualquier cosa que el destino tenga a bien ponerte en el camino y te das cuenta de que ha debido ser Murphy (el de La ley de Murphy, no el actor de Dr. Dolittle) el que ha diseñado ese plan maquiavélico y enrevesado que hace que tu día se tuerza hasta por las costuras. Lo que es un día de mierda, vaya.

Todo comenzó por culpa de Apple. Pese a que tres cuartas partes de este universo (y seguro que de otros paralelos) haya sucumbido al Iphone, Ipod, Ipad, Mac y otras mil chuminadas, yo me quiero negar, como postmoderna que soy, a entrar en esa espiral de sobrecomunicación que hace que, cuando quedo con mis colegas, tenga que pedir permiso al Whatsapp (¿se escribe así?) de los cojones para hablar con ell@s. Me pone negra.

Sin embargo, hace cosa de un mes, mis padres, sin explicación aparente, me regalaron un Ipad 2, ajenos sin duda a mi proposición de escapar de la endiablada conjura ideada por mentes malignas, forjadas seguramente a manos de Ramón Areces o Amancio Ortega, que son dos personas que han hecho muchísimo daño a la cultura española, de natural llana y horterilla, como a mí me gusta.
Por culpa de gente como ellos, España salió del jamoncito en plato de postre y la caña en vaso bajo y entró en la era de las ostras inmersas en hielo a modo de aperitivo y el vaso de tubo, dos inventos que nos hacen, a todas luces, situarnos a la cola de Europa, porque tú me contarás que hace el español medio con eso, sabiendo que le dan asco las ostras por su inexplicable textura (se tragan como gelocatiles, con un poco de agua y encogiendo la lengua) y con esa caña mal tirada en un vaso de tubo, recipiente del que aprovecho para señalar que soy una gran detractora, porque no hay bebida que sepa bien en esos vasos. Las copas saben aguadas, las cañas saben flojas, los zumos saben demasiado espesos y en general, hasta el agua tiene regusto a grifo. Si la caña tiene su vaso de cuarto, el vino su copa de aperitivo, la sidra su vaso fino, el agua su vaso bajo y grueso (que vale para el zumo) y el cubata su copa de balón, no se entiende la función del tubo, pero no entraré más a este debate que me enciendo. Yo a lo que iba.

Mis padres me regalaron un Ipad 2 y frustraron gratuitamente mis expectativas de mantenerme al margen de la cultura tecnológica, pero sabiendo que yo no le doy la espalda al destino, asumí esa prueba que ponía en mi camino y acepté el regalo.

Desde entonces, me siento imbécil. No consigo hacerme con el cacharro y mi hermana, que a sus 19 años podría heredar Apple con total tranquilidad dados sus conocimientos de la tecnología de la empresa, es mi Lazarillo en estos avatares. Me está enseñando poco a poco a hacerme con el aparatejo, y de ahí que ayer, cuando me dio la clase avanzada de "Hazte tu propia cuenta en AppleStore" por vía telefónica, mi habitación pareciese un gallinero, con todos los papeles, cables y trastos esparcidos por el suelo. Resulta que para hacerte la puñetera cuenta hace falta una tarjeta de crédito y poco menos que una licenciatura, y claro, yo la mía la tengo en la cartera (la tarjeta, la licenciatura está en ello todavía), por un lado para fundirla en cuanto tengo oportunidad y por otro lado para recordarme de cuando en cuando que aún tengo posibilidades de seguir inmersa en la sociedad, siempre que mi banco no decida lo contrario.

Jamás saco la cartera en casa, pero tras horas intentando darme de alta en AppleStore, tuve que sacarla y extraer de su interior decenas de papeles hasta encontrar la documentación. Cuando terminé, exhausta, me metí en la ducha, maldiciendo en voz alta el momento en el que decidí insertarme, contra mi voluntad, en la teconología mundial.

Había quedado con R. y con M. para ir a echar un vistazo a las rebajas y tomar una caña después. Mi tía venía de viaje tras 10 días en la playa y yo iba a ir a recogerla para darle una sorpresa y de paso, ser una buena samaritana y acumular puntos, por si me muero y tengo que rendir cuentas con San Pedro y me sale el balance negativo. Nunca hay que perder la oportunidad de inclinar el balance hacia las buenas acciones, que no está el horno para bollos. Salí de casa, me metí en el coche, y decidí relajar la mente y el cuerpo para dedicarme a menesteres de consumo con total tranquilidad.

Según salí del barrio y cogí la carretera, mi padre llamó a mi teléfono. Nada más descolgar, me dijo:

- Antes de que te de un infarto, te has dejado la cartera aquí. Te lo digo porque como siempre la llevas, no vayas a pensar que te la han robado y montes la de dios.


Fue un detalle, porque la que hubiera montado habría sido de traca. Hablé con R., le pedí que me invitara a la caña, y como buena amiga que es, me prestó pasta con mi firme promesa de devolvérsela al día siguiente.
Estábamos en la terraza cuando me llamó mi madre:

- Oye, que si vas a ir a buscar a la tía, estáte puntual que ella no sabe que vas, a ver si va a salir del autobús escopetada y os cruzáis.


Le prometí a mi madre varias veces que llegaría a tiempo (después de la adolescencia que le di con la impuntualidad, ahora me toca repetirle mil veces que sí, que llego, porque no me cree lo más mínimo), y cogí el coche para cumplir mi promesa. Cuando llegué a la estación faltaban 3 minutos para que llegasen. Viendo que no podía ponerme a buscar sitio en la calle, decidí meter el coche en la estación de autobuses y salir pitando hacia la dársena.

Llegué en el momento exacto en que el bus entraba en la estación. Me coloqué con la mejor de mis sonrisas delante de la puerta, pero el autobús llegó, la gente bajó y mi tía nunca apareció. La esperé, la busqué y no la hallé, como en una canción cualquiera de Nino Bravo. Habían pasado 15 minutos cuando mi madre me volvió a llamar:

- Oye, que la tía está aquí. Que se ha adelantado el bus y ha llegado hace tres cuartos de hora, así que ya está en casa. No la esperes (obviamente) y vete tú para casa también, ya hablamos.

Bajé al parking ampliamente indignada, cuando de repente me dí cuenta de una cosa: sin cartera no había tarjeta, sin tarjeta no había pasta, sin pasta no había con qué pagar el ticket del parking. El pánico se apoderó de mí, y me acerqué al señor operario:

- Perdone, ¿podría prestarme 20 céntimos para pagar? Es que no tengo cartera y neces...

- Lo siento señorita, no presto dinero.

- Ya, me imagino, pero es que he tenido un problema. El caso es que yo ten...

- Insisto, no puedo prestarle nada. Y aquí no puede pedir. Suba a la calle si quiere.


Y se giró con su silla basculable, dirigiendo su mirada hacia un periódico cualquiera. El pánico se volvió a apoderar de mí, así que volví a la dársena con la inocente intención de pedir pasta al personal. Después de dar las vueltas que consideré reglamentarias para fichar familias desvalidas, empecé a sopesar la idea de abordar a algunas, pero tenía que competir con yonquis, tullidos/as y pedigüeños de todas las índoles, y la cosa no estaba fácil. Decidí usar la excusa de robo de cartera, así que me acerqué a un señor de unos 40 y tantos:

- Perdone, pero es que me han robado la cartera y necesito 20 céntimos para el párking, y...

- No tengo nada, lo siento.


Y siguió con su vida como si tal cosa.

Mientras me reponía, abordé a una mujer joven, no llegaba a 40:

- Hola, mire, es que me han rob...

La mujer no me me dio opción. Salió corriendo discretamente mientras se sujetaba el bolso, y eso que llevaba yo mis mejores galas veraniegas (camisetas con agujeros, pantalones cortos vaqueros, chanclas elegantes ibicencas), pero nada, que no coló. Huyó despavorida hacia el segurata de turno diciendo:

- Esa chica está pidiendo, aquí no hay más que yonquis y gentuza, qué vergüenza.

Vergüenza fue lo que pasé yo. Me camuflé detrás de una columna para huir de las miradas que me condenaban al ostracismo y decidí pensar. Un rato después, volví a intentarlo (no se me ocurría nada mejor), y en ausencia del segurata y las miradas indiscretas, un hombre me prestó 20 céntimos, pero claro, para cuando fui a pagar había pasado tanto tiempo que la cuenta ascendía a casi un euro. Desesperada, volví a llamar a mi madre:

- Mamá, que las personas humanas no me quieren dejar dinero y me llaman toxicómana, que digo que podéis venir a buscarme alguien, como mi familia que sois, y prestarme un euro.

- Ahora le digo a tu padre.


Nada menos que media hora después, mi padre apareció por la estación, me llamó, me citó en una de las puertas principales, salió, y cual intercambio entre camellos, me dio una moneda de dos euros y me dijo:

- Ale, te veo en casa.


Bajé corriendo a la estación, sorteando a esas personas malvadas que minutos antes me había rehuído, mirándolas con la  superioridad que me concedía mi moneda de dos euros, y sintiéndome objetivamente subnormal. A los pocos minutos pude pagar y salir del parking con  mi coche, salvando una vez más las miradas que no perdonaban mi supuesta adicción al caballo. Qué mala es la gente.

Al final, como puede comprobarse, la culpa de todo la tiene Apple y su maldito sistema de compraventa. El plan es tan jodidamente perfecto, que me atrevería a decir que Apple son los padres si los míos y los vuestros entendiesen siquiera qué es eso.


La tecnología está haciendo mucho daño.

Y si no, al tiempo.

lunes, 7 de febrero de 2011

El ataque de la iguana

Era un sábado como otro cualquiera en mi vida, con una pequeña diferencia: iba a entar al garaje por la rampa.

Al garaje de mi casa se puede acceder desde dentro del edificio por medio del montacargas (como ya sabrás si leíste mi post de lo duro que es vivir en comunidad, si quieres releerlo pincha aquí), y se sale por una rampa de doble sentido, por supuesto llena de columnas y desniveles para que la subida/bajada tenga emoción.
Lo suyo es entrar desde dentro del edificio, pero a veces, cuando bajo a comprar tabaco o a la compra, luego me da pereza entrar en casa otra vez y coger el ascensor (lo cual tiene delito porque el estanco y el supermercado están a 50 cm y 100m respectivamente de la puerta de mi casa), así que entro por la rampa, aún a riesgo de morir doblemente atropellada por los coches que entran y salen. Así soy yo, una amante de las emociones fuertes.

Como decía, estaba yo en uno de esos días perros en los que quería entrar al garaje por la rampa, y cuando estaba bajando me quedé completamente paralizada: una iguana me miraba fijamente desde la mitad de la rampa, interfiriendo claramente en el ángulo que yo tenía que atravesar para entrar a por el coche.

La moda esta de tener animales exóticos me pone de los nervios. De por sí soy una gran detractora de tener animales en casa, pero tener reptiles tropicales en pleno centro de una ciudad ya me parece el colmo para las pobres criaturas.
Mis vecin@s tienen varios "animalitos" de este tipo, y yo procuro no pensarlo porque, aunque no soy miedosa (con los animales digo), no quiero imaginarme que un día voy a coger el ascensor y me encuentro a uno de esos encantadores seres vivos esperando para bajar al portal con el primero que llegue.

Se deduce de esta reflexión que cuando vi la iguana en medio de la rampa, la poca serenidad que tengo se esfumó como lágrimas en la lluvia. Me quedé en el sitio sopesando varias variables: "¿atacan las iguanas? ¿serán como un perro, que si le tiro un cacho de carne se distrae y me permite pasar? ¿de dónde saco yo ahora medio filete? ¿de hecho, comen carne las iguanas? ¿podré sobrevivir sin coche? ¿encontraré a mi vecino para que me la quite del medio? ¿y si paso haciendo como que no la he visto y ya?".

Con tanta duda existencial, mi cabeza funcionaba a toda velocidad, así que actué como cualquier persona cuerda lo haría en esa situación: le tiré un palo.

No es que yo quisiera agredir a la iguana, ojo, pero quería saber si tirándole palitos se movería y conseguiría desplazarla hasta un lugar suficientemente alejado de la puerta para luego yo salir por patas y no darle opciones. Nada. La tía ni se inmutó con ese palito, ni con los 10 o 12 que le tiré después. Parecía no querer moverse y me miraba desafiante como diciendo: "pasas por aquí como yo me llamo Iguana, o no coges el coche, tú misma".

Mi desesperación crecía, porque ya llegaba tarde. Intenté buscar la ayuda comprensiva de un viandante cualquiera, pero los viandantes cualesquiera en esos momentos estaban muy ocupad@s en sus quehaceres cotidianos y no me prestaban atención ninguna.
Sopesé la idea de entrar por el portal, pero al salir iba a estar la iguana exactamente en el mismo sitio, y si bien no era de mi agrado, no quería verme en la tesitura de pasarle por encima con el coche.

Estuve un buen rato intentando acercarme, alejándome, tirando palitos, ramas, hojas, y todo lo que ví por allí y que no le fuera a hacer daño, pero la tía seguía impasible.

"Esto tiene que terminar", me dije a mí misma cuando llevaba media hora trazando un plan que no terminaba de salir, y armada con otro palo más grande, decidí acercarme a ella sigilosamente para tantearla de cerca.

Cuando estaba casi a su lado, oí una risita. "Mierda", pensé, "alguien me está viendo". Si hay algo peor que hacer el ridículo, es hacerlo y que te estén observando. Miré a todos lados, pero no vi a nadie, y seguí con mi plan de acercarme al reptil que me estaba descompensando emocionalmente.

Otra risita. Y otra. Y varias más. Cuando levanté la vista, ví a un señor de unoss 40 años con un niño de unos 8 que me miraban alucinados. El señor mandó callar la risa infantil, se me acercó y me dijo:

- Que al niño se le ha caído el bicho ese en la rampa y veníamos a buscarlo, pero como te veíamos parada en medio con ese palo, estábamos esperando a que te quitases para sacar el coche. Lo bien que hacen los muñecos estos, ¿eh?

Y cogió la iguana por la cabeza para dársela al niño cabrón que se reía a mis espaldas.

Un triste muñeco de plástico. En mi cabezonería por no acercarme, jamás pensé que fuera a ser de mentira, pero lo era. La iguana era de mentira y yo soy gilipollas, pensé en ese momento.

El sentimiento de ser imbécil me duró bastantes meses, de hecho creo que lo sigo teniendo. Los niños a veces son odiosos, las cosas como son, pero también es verdad que nos perdemos un montón de cosas por no acercarnos a verlas antes de intentar resolverlas desde la distancia.

De todo se puede sacar una reflexión, desde luego.

Qué filosófica estoy.


miércoles, 26 de enero de 2011

Vértigo

Hoy hemos ido con los más peques al parque a jugar. En realidad íbamos a "conquistar el castillo", que no era más ni menos que un columpio de esos gigantes con toboganes, puentes colgantes, escaleras de todos los pelajes y huecos para que se descoyunten l@s niñ@s que, inocentes, juegan a su rollo. Lo que es un columpio de área infantil, vaya.

El camino se nos ha hecho tan largo que en un momento he creído que estábamos yendo a Santiago de Compostela en vez de al polideportivo del barrio. Las clases de 3 años creían morir, y ya ni cantaban "El Tallarín" ni nada de nada, sólo lloriqueaban en voz bajita y perdían los guantes por el camino. Criaturitas, estaban agotadas.

Hemos llegado al parque y se les ha pasado el cansancio de un plumazo. Se han soltado de la fila y han salido corriendo desesperadamente como si llevasen un mes encerrad@s en una jaula. Ya podíamos haber perdido la voz gritando "¡¡NO CORRÁAAAAAAIS!!", que hubiera dado igual. Decenas de columpios a cual más peligroso, con decenas de colores y tierra para jugar sobreestimulan a cualquiera, incluída una servidora, que sin que se me viera mucho he salido detrás del grupo para montarme en el balancín, que me apasiona.

Allí estábamos pasándolo pirata cuando de repente se ha oído una vocecilla gritar desde lo alto:

- ¡¡¡Me da miedo...!!

Y acto seguido un llanto ensordecedor y gritos intercalados. Desde "El Exorcista" no se había visto cosa igual.
Me giro desde el balancín (no iba a salir corriendo así porque sí, que perder el sitio en el balancín es una putada) y veo a una chiquitina encaramada en lo alto del castillo, muerta de miedo porque no podía bajar ni tampoco seguir, le había dado el vértigo maligno.

Tengo vértigo casi desde que tengo uso de razón. Terapias de choque, alturas, lanzamientos por tirolinas, escalada, regresiones a la infancia en búsqueda de traumas escondidos y ejercicios de relajación, nada me ha conseguido curar ese miedo atroz a las alturas. Lo duro que es vivir en un sexto piso y tener vértigo no lo sabe nadie, pero por más que me intento superar soy incapaz de asomarme por la ventana.

Si para mí misma tengo vértigo, no quiero contar el que tengo cuando se trata de l@s niñ@s. Cada vez que veo uno subido en una altura considerable me vuelvo loca, porque lo paso fatal. Donde otr@s ven un niño inocente subiendo a un columpio, yo veo brechas, caídas y no digo qué más cosas para que no se me tache de paranóica. Pero conste que lo veo.

Y ahí estaba yo, con mi vértigo, paralizada ante una niña que estaba tan paralizada como yo, las dos con nuestras parálisis personales sin saber que hacer.

En ese momento de tensión máxima he superado mi vértigo, me he subido a lo alto del puñetero castillo y al más puro estilo "Impacto Total" he llevado a cabo un rescate completamente arriesgado, principalmente porque, de los nervios, la niña me estaba pegando unas patadas en el estómago que me estaban dejando sin respiración.

He bajado del columpio infernal y me he dado cuenta de que por primera vez, he superado la situación y no la situación a mí. Sólo la gente que tiene vértigo sabe lo que supone para una persona con miedo a las alturas subirse a una de ellas, es como si alguien con miedo a los perros se encierra en el salón con un doberman. Todo un ejemplo de iniciativa personal.

En la práctica sigo teniendo vértigo, pero esta es la primera vez que consigo subir a una altura sin tener sudores fríos, sin que me tiemblen las piernas, sin que se me acelere el pulso. Es la primera vez que subo a una altura y sobrevivo a ello en mis plenas facultades. Ojo la cantidad de cosas que nos enseñan l@s niñ@s.

¿Será que estoy creciendo?


jueves, 20 de enero de 2011

Lección de empatía

Otro día que no he podido ir a la academia. Me ha tocado quedarme en el cole a preparar con las profes unas reunión que tenemos el miércoles y que ha sido calificada por las altas esferas como "devitalimportanciaparanuestrasupervivencia". Llamamos así a las reuniones en las que hablamos con las familias cuando estamos en un punto de inflexión en el que podemos salir a hombros por la puerta grande o por la puerta de atrás a tomatazos.

Todo depende de que salgan con una actitud o con otra.

El caso es que, cuando estábamos preparando la reunión, las profes me decían que su mayor problema era el pánico escénico. Yo no sé que nos pasa a los seres humanos con lo de hablar en público, porque objetivamente hablamos en público muchas veces: en familia, con nuestr@s amig@s y sobretodo a los niños y niñas, pero es ponernos delante de un grupo de adultos a tratar un tema un poco serio y nos bloqueamos.

Yo llevo bastante bien lo de hablar en público, y en realidad llevo bien lo de hablar en general. Como hablar es algo que me apasiona, estoy acostumbrada a hacerlo en pequeño grupo, en gran grupo, a mí misma, en silencio en mi propia cabeza (tengo unas conversaciones conmigo misma que no te puedes imaginar) y acerca de cualquier tema serio o no.
Reconozco que no estoy completamente templada cuando hablo en público, pero suelo conseguir que no se me note, o no mucho al menos.

He dado un speech bastante amplio en la reunión acerca de lo importante que es sobreponerse a los ataques de pánico, de histeria o de risa, improvisar, saber salir del paso en esas situaciones, porque lo que importa es decir lo que queremos decir y que el mensaje llegue. Todas estaban más o menos convencidas porque lo he dicho totalmente segura de mí misma.

Cuando salíamos de la reunión hemos visto que empezaba una sesión para familias que daba la orientadora, aká la hermana de mi amiga R., y nos hemos quedado a verla.

Ha desarrollado la sesión como estaba previsto y luego ha puesto un ejercicio práctico, y como yo estaba allí lo he hecho mientras esperaba a que lo hicieran las familias.

Por esas pequeñas putadas que nos hacemos las compañeras en esos momentos tensos, me ha pedido que lo explicase en público. El ejercicio consistía en mantener una conversación con un niño que articula mal algunas palabras. Hemos empezado el diálogo tal como estaba previsto pero de repente ella ha empezado a improvisar, yo he seguido improvisando toda seria, he hecho (sin querer, lo juro) un chascarrillo y todo el mundo se ha empezado a descojonar.

Lo que ha empezado como unas risas aisladas se ha convertido en un ataque generalizado, con sus carcajadas incontenidas, sus lágrimas rodando por las mejillas y sus palmadas. Me han contagiado, me a dado el ataque padre y ya no podía parar. Cada vez que intentaba seguir alguien se reía y otra vez vuelta a empezar.

Ha llegado un momento en el que me estaba agobiando, porque no quería tener el protagonismo de la sesión, estaba todo el personal del cole delante, y yo no podía ponerme seria, por más que lo intentaba.

He salido del paso como he podido y al terminar todo el mundo me "felicitaba" creyendo que lo he hecho aposta, pero lo he pasado fatal, no suelo dejarme llevar por estas situaciones, pero esta vez no lo he podido evitar.

Aunque ha sido un momento súper divertido (la risa común siempre es divertida), la vida me ha dado una lección de empatía: es muy fácil ver los toros desde la barrera, y a mí que no me suele dar yuyu hablar en público me parecía que era tan fácil decirle a alguien que sí tiene ese problema que hay que tirar para adelante. Pero hoy, cuando la situación me superaba, he entendido que es horrible para alguien que se bloquea el no poder seguir hablando mientras todo el mundo te mira. Y eso que lo mío ha sido un ataque de risa. No me quiero imaginar lo que será un ataque de pánico.

En definitiva, la vida te da sorpresas y te da lecciones.

¿Cuál será la de mañana?