"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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viernes, 27 de septiembre de 2013

13 Meses

13 meses.

52 semanas.

1560 días.

37440 minutos.

2246400 segundos.

Ese es el tiempo que he estado esperando este día.

En 13 meses, o 52 semanas, o 1560 días, o 37440 minutos, o 2246400 segundos, da tiempo a hacer muchas cosas.

Da tiempo a concebir a una criatura, gestarla, alumbrarla, amamantarla y destetarla.

Da tiempo a pagar una deuda a plazos, o a contraer muchas.

Da tiempo a irse de vacaciones, al menos, dos veces.

Da tiempo a vivir una Navidad, con su turrón, sus polvorones, sus villancicos, su marisco en oferta. O a pasar de ella.

Da tiempo a pasar por cuatro estaciones, primavera, verano, otoño, invierno. Da tiempo a sacar y guardar abrigos, bufandas, chaquetas, botas, gorros, sudaderas, vestidos, vaqueros, faldas y camisetas, bikinis y chanclas, sombrillas y paraguas. Y a recoger hojas, da tiempo a recoger muchas hojas.

Da tiempo a rellenar una agenda entera, con sus meses y sus semanas, con sus cosas pendientes y sus metas cumplidas.

Da tiempo a gastar un calendario, rellenándolo con cumpleaños, fechas de citas médicas, planes de cenas, cines, teatros y bares.

Da tiempo a ir, al menos, una vez (a poder ser más) al teatro y muchas veces al cine; hay muchos Días del espectador en 13 meses. Da tiempo a visitar exposiciones en museos, alguna rara por lo menos.

Da tiempo a hacer muchas veces la compra y darse caprichos. Da tiempo a tener muchas cajas de Donuts en la mano y a devolverlos a la estantería pensando que si entran en nuestros cuerpos jamás saldrán de ellos.

Da tiempo a pasar muchos buenos momentos en buena compañía, a disfrutar de muchas terrazas, de muchas casas chulas, de muchos vinos y cervezas, de muchas conversaciones. Da tiempo a tener muchas discusiones de esas que terminan sin saber cómo empezaron ni porqué, y cuyo final, simplemente, se brinda.

Da tiempo a deprimirse sin sentido (y con él) al menos una o dos veces, y a ponerse música en bucle maligno (mi preferencia son los cantautores españoles) hasta dejar de verle sentido a la vida. Y a recibir una llamada y salir de la depresión al instante.

Da tiempo a coger muchas manos, a rozar muchos brazos, a dar muchos besos de mejilla de esos mal dados que te ponen en una situación incómoda por la cercanía de las bocas.

Da tiempo a dar decenas, cientos, miles de abrazos.

Da tiempo a formar parte de un grupo de rock infantil, a gastar botes y botes de purpurina disfrazándote de payasa, a pintar muchas caras, a hacer muchos perritos con globos, a cantar muchas canciones, a bailar muchas otras. Da tiempo a ir a bodas, cumpleaños, fiestas, bautizos, eventos, reuniones, y a salir de ellas agotada de tanto dar botes. Da tiempo a empezar una carrera. Da tiempo a aprender un idioma.

Da tiempo a que una de tus mejores amigas se vaya al otro lado del mundo. Da tiempo a que muchas otras se queden cerca. Da tiempo a que un abuelo se vaya, y a que una abuela vuelva a nacer. Da tiempo a descubrir a mucha gente que se hace imprescindible. Da tiempo a perder a una poca, para que haya equilibrio.

Da tiempo a reír mucho. Da tiempo a llorar. Da tiempo a suspender una oposición y que el mundo caiga a plomo. Da tiempo a planificar una vida lejos. Da tiempo a una segunda oportunidad, a un cambio de criterio que te devuelve al mundo, a ese mundo que transcurre dentro de una clase de escuela pública. Da tiempo a cumplir un sueño.

Trece meses pasan a veces lentos, a veces rápidos. Pero lo más importante es que pasan y, pese a ser ese número con tan mal augurio, llegan a un día nuevo. Un día como hoy.

Y te devuelven, entre libros y témperas, entre niños y niñas, entre un contrato y un destino, otra vez, una vez más, la sonrisa.

Cuántos trecemeses quedarán por delante a partir de hoy, el día en que, por fin, vuelvo a ser maestra, la que nunca, nunca, dejé de ser...




miércoles, 24 de octubre de 2012

A la chica morena de Federico Moreno Torroba

Cuando teníamos 15 años, mis amigas y yo éramos, en palabras de mi padre, "terribles". Si mi padre se hiciese una mínima idea de lo que son las chavalas de 15 años de hoy, se le haría un nudo en la lengua, pero en fin, las madres y los padres de este mundo siempre creen que sus descendientes han sido "monísimos/as de peques" y "rebeldes insoportables" y "terribles" en la adolescencia: fijo que la madre y el padre de Ghandi también se lo dijeron alguna vez y mira cómo salió.

El caso es que éramos "terribles" por muchas cosas: porque hablábamos sin parar a gritos durante horas y horas, porque éramos todas chicas y no teníamos con quienes contrastar nuestra siempre acertada opinión acerca de absolutamente todo, porque fumábamos a escondidas por cada rincón, porque a algunas nos habían sancionado incontables veces en el colegio llegando a la expulsión y en mi caso particular porque jamás llegaba a la hora y porque no aprobaba matemáticas ahí se cayera el mundo.
Bueno, y porque las facturas de teléfono eran escandalosas, y cuando llegaba el sobre yo oía a mi madre rasgar la solapa y a los tres segundos vociferar desde el salón:

- ¡Y ESTO ¿QUÉEEEEEE? ¿¿¿LO VAS A PAGAR TÚ??? ¿¿TE HAS PENSADO QUE SOMOS EL BANCO DE ESPAÑA?? ¿¿QUE ESTO ES UN HOTEL??

Y acto seguido venía un fin de semana sin salir, tragando paredes de casa entre terribles lamentos y miradas lánguidas.

Mi padre decía que éramos terribles por todo esto, pero sobre todo por una cosa: porque teníamos ocupado siempre El Muro.

El Muro era, como su propio nombre indica, un muro. Sin más. Sin florituras ni rodeos. Era el clásico muro de cemento rústico que separaba la acera de la calle de unas tiendecillas de esas de barrio, consistentes en una tienda de chucherías, una peluquería de señoras, una panadería (antes una agencia de viajes, antes una peletería, hoy en día un COMPRO ORO) y una zapatería a la que se accedía por unas escaleritas que terminaban en El Muro, y que ocupábamos indefectiblemente a todas horas del día para cabreo supremo del zapatero, que siempre creímos que saldría con una recortada para echarnos de allí, pero que sólo se acordaba de nuestras madres y padres entre dientes.

El Muro ofrecía una cobertura íntima muy interesante (básicamente porque al ser de cemento nos protegía de miradas indiscretas), un soporte inmejorable para apoyar las posaderas en cualquier situación (menos en invierno, que entre la falda del uniforme y el frío del cemento las cistitis iban y venían y todavía nos preguntábamos que dónde coño nos poníamos malas) y sobre todo un lugar de estancia gratuita en el que pasar las horas muertas destripando paso por paso a esa profesora malvada que no te aprobaba ni de coña (excuso decir quién era la que hacía esto conmigo) o a la clásica pija odiosa del A que nos caía mal por sistema.

Por las mañanas, antes de las 8, nos fumábamos el primer cigarro del día en El Muro. A la hora del recreo nos tomábamos el desayuno en él (ahí fue donde empecé yo a currarme estas caderas que orgullosa luzco hoy en día, esculpidas a base de bollería industrial y bocadillos de bacon con queso), y cuando sonaba el timbre de la salida salíamos despavoridas a refugiarnos detrás de su pared, aunque fuese para, una vez allí, despedirnos hasta el día siguiente.

Si quedábamos, ese era el punto de encuentro. Si queríamos vernos, no había más que pasar por allí a cualquier hora y siempre había alguien. Si llegaba el fin de semana, nos reuníamos en ese punto para ir a algun bareto cutre o para pasar el rato, y los domingos nos juntábamos después de comer para planificar la semana siguiente. El Muro era nuestra casa más que el lugar en el que vivíamos con nuestras respectivas familias, y aún hoy pasamos por allí y a veces nos sentamos a charlar aunque ya no aguantemos tener el culo frío más de cinco minutos.

Un día de tantos faltaba poco para terminar una interminable clase de matemáticas en la que sudábamos la gota gorda pensando en que nos tocase salir a la pizarra a corregir los ejercicios. Nuestra profesora era malvada y nos ridiculizaba hasta cotas insospechadas, en mi caso aunque lo hubiera hecho bien. Si nuestras madres y padres llegan a ver lo que nos decía hubieran tomado medidas, pero por aquel entonces la profesora tenía siempre la razón y tú te callabas la boca y te ponías a estudiar o te quedabas sin vacaciones, eso era así.
Los minutos pasaban lentos como las tortugas en los cuentos (en la vida real corren bastante las muy perras, o al menos las tortugas que actúan como mascotas de una clase de Primaria y se ven rodeadas de manitas infantiles amenazando su vida animal) y de repente, en medio de una integral infernal, sonó el timbre y nosotras salimos despavoridas hacia El Muro como hacíamos cada día.

Cuando nos fuimos acoplando, descubrimos algo inusual: un papelito con una bolsa apoyada en lo alto del muro. En el papelito, alguien había escrito:

Para la chica morena alta de Federico Moreno Torroba.

Y nada más. Como éramos unas chicas sin vergüenza, ni respeto ninguno ni sentido de la propiedad privada, nos lanzamos como locas hacia la bolsa para abirla descubrir decepcionadas lo que contenía en su interior: un libro de poemas de Benedetti con algunas hojas marcadas.

Si esto fuese una historia escrita por Enid Blyton o Corín Tellado, o si esto nos ocurriese hoy en día, este momento destilaría romanticismo por los cuatro costados y todas nos habríamos emocionado y habríamos fantaseado acerca del amor y la poesía, pero no, esto era un escenario algo diferente: un muro de cemento enfrente de un colegio de barrio en el que se reunía alrededor de la bolsa una decena de adolescentes crecidas en la era del botellón, y eso nos hacía inmunes a todo.
Una vez que has bebido Ron Alcampo (de menos de 5€ la botella en aquel entonces) en tubo de plástico estás preparada para cualquier cosa, pero también te haces una persona dura y fría a la que no se emociona facilmente.

Lo que hicimos fue decir:

- ¿A quién conocéis que viva en esa calle?

Y es que no sabíamos quién era la morena, pero sí sabíamos que Federico Moreno Torroba era el nombre de una calle madrileña que por desgracia no era la de ninguna de nosotras. Tampoco nos sonaba haber ido a ningún cumpleaños, fiesta, "tarde de estudio" (que era lo mismo que las anteriores pero con nombre discreto para decir a la familia) o evento alguno en aquella calle, lo cual descartaba a todas las chicas de nuestro curso y a toda la gente que conocíamos de otros cursos gracias a la extensión de las redes sociales forjadas en momentos dramáticos de comedor y castigos en la biblioteca.

Hojeamos (y ojeamos) el libro, pero como no vimos nada fuera de los poemas, volvimos a dejar la bolsa en su sitio y a seguir intentando indagar quién sería la famosa morena, pero en algún momento de la conversación se cruzó algo más interesante para nosotras aquel día y lo dejamos pasar.

Desde aquel día, todas las tardes, cuando salíamos a medio día de clase, encontrábamos encima del muro una bolsa blanca con un papel pegado en el que había escrito:

Para la chica morena de Federico Moreno Torroba.

Y dentro de la bolsa, libros de poemas, siempre de amor, siempre grandes clásicos. A veces, dentro del libro, encontrábamos hojitas en los que había escritos, con letra menuda, otros poemas que el misterioso desconocido dedicaba a aquella chica morena cuyo domicilio constaba en las notas.

Llegó un momento en el que, entre clase y clase, nos apostábamos en la ventana que daba al Muro para intentar descubrir al poeta anónimo in fraganti mientras dejaba el libro, pero jamás le veíamos. Durante las interminables horas de Matemáticas, Historia o Inglés nos dejábamos el cuello intentando usar nuestra visión telescópica, pero nunca llegábamos a descubrirle y provocábamos que los castigos volasen sobre nuestras cabezas. Sin embargo, al salir, cinco minutos después, ahí estaba la bolsa blanca con su nota, siempre reclamando a una chica de la que sólo sabíamos la dirección y el tono de su piel, o de su pelo, o de ambos.

Nos daba pena el poeta misterioso, porque la bolsa permanecía horas y horas en el Muro y la chica morena de aquella calle no recogía sus regalos, así que empezamos a llevarnos los libros, cada día una, a casa. Otras veces lo dejábamos en otro banco, o en otra esquina, o en otro lado más cercano a la dirección, con la esperanza de que la chica lo encontrase. Aprovechábamos el revuelo de la salida para, discretamente, hacer desaparecer la bolsa con el libro y la nota.

Una tarde, después de que nuestras casas empezasen a estar llenas de libros de poesía y nuestras familias empezasen a pensar que éramos chicas (¡por fin!) de provecho, recogimos como cada día la bolsa blanca. Aquel día lo hicimos con menos discrección y menos tacto, es decir, vociferando de lado a lado:

- ¡La bolsa! ¡A ver qué libro nos toca hoy!

Hemos de reconocer que habíamos generado una tradición y que casi se nos había olvidado hasta la chica morena. Así como cada día nos sentábamos en El Muro cuando salíamos de clase sin pensarlo, abríamos la bolsa blanca en busca de literatura romántica que llevarnos sin pensar en que tenían dueña y no éramos nosotras.
Lo malo es que subestimamos al poeta desconocido: imagino que andaría por allí, escondido (o no) en cualquier esquina, esperando que su amada morena recogiese el libro, y al ver cuál era el destino final de su regalo debió entristecerse o tirar la toalla, porque al día siguiente no encontramos la bolsa blanca con la nota, ni al siguiente, ni al siguiente, ni nunca más. La chica morena de Federico Moreno Torroba nunca supo que había alguien enamorado de ella hasta Benedetti y vuelta, y el poeta Anónimo nunca supo qué hubiera dicho la chica morena si hubiese recibido los poemas.

Esta historia no tiene un final espectacular: a los pocos días se nos olvidó la historia del poeta Anónimo porque vendría otra seguramente súper interesante para nosotras y que ahora mismo no recuerdo. Volvimos a nuestras clases interminables de matemáticas, a los cigarros por las esquinas, a las facturas de teléfono apoteósicas seguidos de fines de semana de enclaustramiento y a los domingos en El Muro.

Nunca más recordamos a aquel poeta, pero hoy, haciendo limpieza, he encontrado en mi estantería (después de haber cambiado de muebles y de moverlo todo cien veces ha sobrevivido, sorprendentemente) un libro de poemas con pinta de antiguo, y al cogerlo, ha caído de su interior un papelito blanco, pequeño, en el que en letra picuda ponía:

Para la chica morena de Federico Moreno Torroba.

Y después de haber pasado los años, después de haber salido al mundo, después de entender que el romanticismo está en cada esquina pero a veces metido dentro de bolsas de plástico, hago un llamamiento a la chica morena de Federico Moreno Torroba y a todas las chicas, rubias, morenas o pelirrojas que piensan que nadie se fija en ellas (y a los chicos, claro), y a todos los poetas y poetisas que se esconden detrás de papeles y bolsas blancas para decirles: estamos aquí, os recibimos, seguid intentándolo, perseverad. Los Muros de este mundo los derriban, precisamente, personas como vosotras y vosotras.

Sed valientes: algún día alguien abrirá la bolsa, y entonces se cumplirán vuestros sueños: palabra de fan (desde entonces) de Benedetti.


PD: Esta historia va dedicada a tí, que has sabido ser valiente y ver dentro de la bolsa algo más importante que las palabras: a tí misma. Te admiro y te quiero.




sábado, 16 de julio de 2011

VACACIONES DE VERANO

Estoy emocionada, hoy empiezan las vacaciones de verano. Estoy tan tan emocionada, que al asomarme a la ventana para tender y mirar el tiempo, he creído divisar Ibiza. Y eso, desde un piso en Madrid, requiere de mucha, pero que mucha emoción.

En la vida hay muchos tipos de personas: está la gente que cena pavo en Nochebuena (en mi familia somos más de surtido de embutidos y chuletillas de cordero, bien de grasa para recibir al niño Jesús), está la gente que pone la sombrilla en la playa a las 5 de la mañana y se vuelve a subir a la cama (gente ansiosa como se puede comprobar), está la gente que pasa de probarse la ropa en las tiendas, se la lleva a casa y si no le vale la descambia (con lo divertido que es pasearse por los probadores buscando la aprobación de todo el público) y luego estamos las personas que terminamos el año en julio y lo empezamos en septiembre, haciendo del 31 de diciembre y el 1 de enero una mera costumbre social.

El año escolar, y por tanto vital para quienes trabajamos en la educación, empieza el 1 de septiembre y termina el 31 de junio (o de julio en su defecto, para quienes pringamos en este mes), y es en agosto cuando hacemos balance de lo bueno y lo malo y hacemos propósitos par el curso que viene: "Este año no me dejo las evaluaciones para el último momento", "Ahora sí que sí que voy a ir a tutoría por semana", "Los primeros días me ordeno todos los armarios de la clase pero de verdad", y así sucesivamente.


Atrás quedan sonrisas, lágrimas, caídas, alzadas, guarrerías incontables en el comedor, uniformes, mis compañeras hirientes, la tinta de limón en los mensajes secretos, el Niño Pateador, las mariquitas, mis deportivas de círculos de colores, los padres y madres malvad@s, la función de fin de curso, la Reina de Corazones, y tantas otras historias que no han visto la luz en este blog por respeto a sus protagonistas, que se pasan de cuando en cuando por aquí.

Y atrás queda el bautismo de este blog, que tantos momentos nos (y me) ha dado. El espacio en que todos estos cuentos chinos han venido a parar cuando no encontraban donde quedarse. El espacio en que los habéis recibido y acunado hasta que se dormían. Sois geniales.

Por delante hay muchas cosas: en septiembre empieza un curso que trae nuevas caras, nuevas historias (aquí Enid Blyton diría "nuevas aventuras y nuevos misterios para Los Cinco"), nuevas metas, mi vuelta a la Universidad, una nueva convocatoria de oposición, mi nuevo reto profesional, asumir la Coordinación en solitario (entre vosotr@s y yo, estoy un pelín asustada), uno de los tres pilares Morataleños que vuelve de Cracovia, otro que emigra a otro barrio, nuevas series de televisión que empiezan y que seguro que me harán un hueco en VillaMari/VillaDan, gente que está y permanece, gente que queda por ahí, por el camino, y gente que seguro aparecerá y traerá mil cosas que contar. Hay tantos nuevos propósitos que ni se me pasa por la cabeza intentar dejar de fumar.

Mañana me marcho a Ibiza con M., y luego con D., pero estoy aquí pronto para moverme por otras ciudades españolas. Las vacaciones se plantean previsibles pero abiertas a que ocurran muchas cosas, tantas como gente vaya y venga.

Por lo pronto voy a disfrutar, a descansar, a recargar las pilas. Y me llevo el ordenador para contarlo.


Beso al mar de vuestra parte.


Y a vosotr@s de la suya...




viernes, 8 de julio de 2011

Los padres y madres de hoy en día

Llevo tiempo sin escribir, pero no son falta de ganas ni apatía, es falta de tiempo.

Bueno, vale, también hay un poco de apatía derivada de estas temperaturas africanas, para qué mentir. Pero es que se está tan bien al fresco...

En estas semanas han pasado muchas cosas que ya tendré tiempo de contar en sucesivos posts, seguro. Hay un largo verano por delante para sentarse delante del ordenador a desgranar ideas y vivencias, pero todavía no tengo vacaciones, así que aún no ha empezado el verano para mí. Yo, que estudié Magisterio entre otras cosas por las amplias vacaciones, ahora trabajo en el mes de julio. Una desgracia como otra cualquiera.

Hoy estaba en el despacho volviéndome loca con el presupuesto del material del año que viene cuando M. ha traído a un pequeño de unos 4 años que está en el campamento (sí, tenemos campamento tooooodo el mes de julio):

- Mira a ver si le puedes poner el termómetro, que para mí que tiene fiebre.

No es que el niño estuviese templado, es que irradiaba un calor que se me estaban quemando las pestañas. Los ojos vidriosos, las ojeras marcadas y la mirada perdida hacían ver que el niño estaba lo suficientemente enfermo como para mandarle a casa por la vía rápida.

El termómetro sólo ha confirmado lo que ya sabíamos: 39º, y seguía subiendo.

- Quédate aquí un poquito, tranquilo que voy a llamar a mamá.

El niño me ha mirado lánguido cual oveja como diciendo: "haz lo que quieras pero que ésto termine rápido".

He buscado los datos de la familia, y he empezado por llamar al fijo de su casa. No lo cogían.

He llamado al móvil de su padre. Apagado.

He llamado al móvil de su madre. Comunicando.

Segunda ronda de llamadas, a ver, qué vamos a hacer.

Fijo de casa. Un tono. Dos tonos. Tres tonos. Cuatro ton... contestador.

Móvil de su padre. El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura.

Móvil de su madre. Un tono. Dos tonos. Tres tonos. Mi dedo a punto de pulsar el botón de colgar...

-¿Sí?

- Hola, buenas tardes, ¿Gema? (nombre ficticio, no sea que la liemos).

- Sí soy yo.

- Hola Gema, le llamo desde el cole de A., que está enfermo.

- ¿Cómo de enfermo?

- ¿Perdón?

- Sí, que cómo de enfermo está.

- Ah... pues mire, tiene bastante fiebre, concretamente 39º, está tiritando y tiene muy mala carita.

- La verdad es que lleva toda la noche vomitando, con fiebre y tiritando ahora que lo dices (¿?¿??¿?¿¿?).

- Ah, y entonces ¿cómo es que le trae al colegio?

- Mujer, porque tengo muchas cosas que hacer, total, pensé que habría tragado agua de la piscina y por eso estaba revuelto.Ya sabes, hay tanta cosa ahora por las piscinas...


Hago aquí un paréntesis para dejar clara mi estupefacción. Me gustaría saber varias cosas:

- 1ª cosa que quiero saber: ¿Cómo caminará esta señora? Lo digo porque tiene un par de ovarios que igual no se lo permiten...
- 2ª cosa que quiero saber: ¿Por qué las familias nos toman por imbéciles? ¿De verdad pensará que me voy a creer que ella manda al crío a clase pensando que ha tragado agua? ¿Qué pensará que lleva el agua de la piscina? ¿Bromuro?
- 3ª cosa que quiero saber: En el caso de que la mujer crea realmente que su hijo está convulsionando en el cole por haber tragado agua en la piscina, pese a que con el flotador sea absolutamente imposible que introduzca la cabeza en el agua, ¿cuántas veces ha visto esta señora "Hospital Central"? (a mi juicio demasiadas).
- 4ª cosa que quiero saber: ¿Qué madre en su sano juicio manda al colegio a su hijo de 4 años con 39º de fiebre, vomitando y temblando, y se marcha a seguir con su vida con la satisfacción del deber cumplido?


Cerrando el paréntesis, continúo con la conversación:

- Pues no, no va a ser un tema del agua, lo que sí le digo es que el niño se encuentra fatal y que es mejor que vengan a buscarle y le lleven al médico y a casa por este orden.

- ¡¡¡UYUYUYUYUYUYUYYYYYY!!! Eso va a estar muy difícil... mira que tnego un montón de cosas que hacer, y no voy a molestar a la cuidadora para un rato. Yo creo que le sacáis al patio un rato y se le pasa.

- Mire, le voy a meter en la cama hasta que usted venga, pero si dentro de una hora no ha venido, le llevo yo al centro de salud y ya le recoge usted allí.

- Pues eso como tú veas, pero te dejo que me llaman por la otra línea. Ya si eso me llamáis.




Y ha colgado. Con un par. ¿No decía yo que esta mujer tenía unos ovarios como dos balones de fútbol?

Con esas he metido al pobre crío en una camita y le he dejado durmiendo, temblando de frío (con 40º a la sombra que hace) y del color del gotelé de la pared. Después me he venido a comer (ya eran las 16.00), y dentro de un rato llamaré a ver qué tal sigue la criatura. Con un poco de suerte, cuando a su madre le terminen de dar las mechas, llama a la cuidadora para que le vaya a buscar.




Me descojono cuando los padres y madres del mundo se quejan de l@s hij@s de hoy en día.




Y de los padres y madres de hoy en día, ¿quién se queja?






miércoles, 6 de abril de 2011

Ay, dios mío: me han invitado a una boda de alta alcurnia

Desde hoy soy una persona nueva, en una nueva dinámica de vida que toca nuevas esferas sociales: resulta que mi compañera de trabajo se casa.

A priori podría parecer que no tiene nada que ver una cosa con la otra, incluso alguno se preguntará que qué tendrán que ver la velocidad y el tocino, pero permítanme que me explique. Comenzaré, como decía Manolito Gafotas, por el principio de los tiempos.

La gente se casa, y no tengo nada en contra, de hecho me gusta ser invitada porque, al contrario que a la gente normal y corriente, a mí me apasionan las bodas. La ceremonia en sí no me gusta mucho: si es religiosa, por motivos intrínsecos a la propia ceremonia, y si es civil, porque duran tan poco tiempo que como te descuides y te tropieces te pierdes el "sí quiero" y se termina la boda en un periquete.

La celebración, sin embargo, es harina de otro costal. Adoro esas comidas monstruosas en las que acabas mezclando vino tinto, blanco, rosado, cerveza, carne, pescado, sorbetedeentremediasdelacarneyelpescado, postre, bombones, tarta y otros manjares, y para cuando has terminado de tragarte todo eso aparece el gran invento de las bodas modernas que es la "recena", y que consta de sandwiches y canapés que se sacan durante el baile y que tienen como objetivo que el alcohol no te pueda (o no del todo).

Me encantan también los protocolos de las bodas: abren el baile los novios, normalmente con el clásico vals, que ninguno de los dos baila muy bien porque entre los nervios, el calor, el vestido de ella, los pies del número 45 de él y otros avatares, es imposible llevar correctamente el "1,2,3, 1,2,3, 1,2,3".
Luego, en un momento pactado mediante miradas varias, salen la madrina y el padrino, arrancan a los cónyuges de los brazos del contrario y continúan el baile: normalmente terminan el vals y luego empalman con el primer pasodoble de la noche.

Finalmente, el padrino y la madrina sueltan al novio o a la novia, depende de quien se trate, y hacen de tripas corazón para cogerse de los brazos y marcarse un baile entre ellos, haciendo las delicias de las clásicas parejas cincuentonas que van a Bailes de Salón y que se arrancan y salen a la pista para bailarse primero ese pasodoble, y luego todo lo habido y por haber. En el momento en que esto ocurre, se da por abierto el baile para l@s invitad@s y finalizado para l@s novi@s, porque el novio y la novia tienen entonces que pasearse por todas las mesas donde la gente mayor y/o aburrida bebe a sorbitos el décimo licorcito de hierbas y espera pacientemente para hacerse fotos con ellos.

Total, que en una boda disfruta todo el mundo menos l@s que se casan, que comen poco, se hacen muchas fotos y van de un lado al otro recogiendo sobres y posando con las tías del pueblo. Yo, sin embargo, disfruto por el novio, por la novia y por el cura si hace falta: ceno como una reina, bebo como una reina y bailo como toda la corte celestial, porque como no suelo llevar tacones (si los llevo me los quito en el primer minuto de la fiesta) no desperdicio canción alguna.

Con todo esto, resulta que mi compañera R., que tiene mi edad, se casa en verano. Lo de que se case tan joven (porque somos jóvenes para casarnos, que lo dice mi madre) es algo que me tiene desconcertada, porque oye, llámame clásica, pero para mí casarse a tan temprana edad es algo innecesario a todas luces con lo bien que se vive en pareja y en la soltería, pero en gustos no hay nada escrito. Lo de que se case en pleno verano ya es otro tema porque a ver, una tiene que interrumpir sus vacaciones para asistir al evento, pero teniendo en cuenta que como he dicho antes me apasionan las bodas, yo me plantifico allí como manda la tradición.

Ayer me dio la invitación en el cole. Me dijo que pensaba mandármela por correo, pero que bueno, que nos vemos todos los días y que mejor dármela en mano. Qué queréis que os diga, me hubiera hecho más ilusión recibirla por correo certificado para que se hubieran muerto de intriga mis vecin@s (como siempre que llega una carta certificada o un paquete, que siembra la tensión en el rellano), pero igualmente la cogí llena de orgullo y satisfacción para disponerme a leerla.

Mi nombre escrito a mano fue lo primero que ví. No escrito a mano de cualquier manera, ojo, que habían contratado a un caligrafista para que, con una pluma de oca (y además imagino que no de cualquier oca, sino de una oca de alta alcurnia con un estilo y una elegancia propios), se escribió a mano todos los nombres, apellidos y direcciones de los más de 200 invitados e invitadas que vamos a acudir. La gente fina y elegante no se deja la manicura francesa escribiendo invitaciones, sino que contrata a otra persona para que lo haga ella. Tela.

En la parte trasera del sobre, en la lengüeta, un sello impreso. Al acercarme un poco al sobre descubro que el emblema representa a una casa familiar, entiendo que de la de ella, que es la que me ha invitado. Me quedo impactada, me siento un poco como en las películas cuando encuentran un documento antiguo y están a punto de abrirlo y desentrañar un gran misterio de alguna civilización bastante antigua.

El misterio se desvela cuando saco la invitación: en papel satinado, de color beige, densidad de 1,7 gramos (desde que mando documentos oficiales entiendo mucho de estas gilipolleces protocolarias), letras en color vino (de imprenta, eso sí, que al caligrafista le provocó un esguince de 2º grado lo de escribirse todos los nombres, con sus apellidos compuestos de alta alcurnia) y un texto en la parte izquierda que reza así:

"Los Excelentísimos Señores de Tal, duques de Nosequé, tienen el placer de participar en el matrimonio de su hija Fulanita de Tal, y les invitan a la ceremonia religiosa que bla bla bla..."

En la parte derecha, el siguiente texto:

"Los Excelentísimos Señores de Pascual, duques de Nosecuantitos, tienen el placer de participar en el matrimonio de su hijo, el Ilustrísimo Sr. D Menganito de Pascual, conde de Piedralillos de Abajo, y les invitan a la ceremonia religiosa que bla bla bla..."


Leerlo y quedarme muerta fue todo uno. ¡¡Que voy a una boda con más personalidades que los Premios Príncipe de Asturias!!

Resulta que la familia de ella está llena de condes, y la de él de duques, condes, condesas y un poco de todo, vamos, que jugando al "Quién es Quién" de los títulos nobiliarios lo iban a tener un poco complicado, porque allí no hay persona plebeya alguna. Entenderéis que me temblasen un poco las piernas de la emoción y que acto seguido mi cabeza se llenase de dudas, miedos y misterios varios.

Mi duda principal es: ¿qué se pone una para una boda de semejante nivel (Maribel)? ¿tocado? ¿guantes altos?
Otra duda que se me plantea: ¿podré ir en mi Picanto o contrato una limusina sencilla que me lleve hasta la ceremonia? Hay que tener en cuenta que yo nunca me he codeado con la alta alcurnia, y que el único conde con el que he tenido contacto directo en mi vida ha sido el Conde Lucanor, creo recordar que en 3º de la ESO y en forma de pregunta de examen de Lengua.

Y otra cosa: en estas bodas tan finas, ¿quién abre el baile? ¿por orden de título nobiliario? ¿qué sale de un conde y una duquesa? ¿Eugenia Martínez de Irujo?

Ay dios mío, presiento que mi vida va a dar un giro, lo malo es que no sé hacia donde. Esto puede marcar un antes y un después en mi existencia.

Se aceptan sugerencias para cuando llegue el día, por ahora intento desentrañar cómo cojones rellenar la tarjetita que tengo que enviar para confirmar mi asistencia: no sé que poner en el hueco que han dejado para que indique cuál es mi título nobiliario...

martes, 15 de marzo de 2011

El Niño Pateador

No sé por qué extraño motivo o razón cósmica, las clases de 3 años siempre tienen bastantes elementos entre sus filas.

Será porque es el primer curso del ciclo, el primer curso en el que la mayoría de niños y niñas van al cole, será porque vienen de la vida más asalvajada, de la anarquía de sus casas, de la comida a demanda y las tardes con los abuelos, será por lo que sea pero hay determinadas criaturas que tienen miga.

En mi cole del año pasado sólo había una clase de 3 años, pero bastaba y sobraba. En esa clase llena de pequeñeces había unos trillizos, dos niñas y un niño, que eran como una mafia organizada pero sin el "como". Lo que yo he visto hacer a esas criaturas es digno de película de Tarantino como mínimo, pero no hablaré de ellos ahora. Un día les dedicaré una entrada.

En mi cole de este año hay dos clases de 3 años que aparentemente son iguales: niños y niñas por lo general sonrientes, cariños@s, felices y agradables. Sólo hay una diferencia: en una clase hay tres niños un poco cabrones y en la otra no.

Decir de un niño que es "un poco cabrón" no queda muy fino ni muy tierno, pero así son las cosas. Estos niños se caracterizan por ser cañeros, movidos, listos como ellos solos y con una capacidad absolutamente sorprendente de hacer putadas con poco menos que nada.
Los niños y niñas un poco cabrones suelen ser, inevitablemente, hijos e hijas de padres y madres un poco o bastante desbordados por la situación de tener criaturas que se revelan como pequeñas personitas malignas en potencia.

Algunas de esas familias invierten muchos esfuerzos en enderezar a sus hijos e hijas y otras lo dejan por imposible antes de empezar y luego llaman a Supernanny movidas por la estupefacción que les causa no haber atajado el problema a tiempo y preguntándose "cuándo se nos torció el niño", aunque el crío en cuestión tenga 2 años. Así funcionamos en este país y en otros tantos igual de desastrosos que el nuestro en materia de infancia.


Ayer por la mañana fui a esta clase que menciono a hablar un minuto con la profe. Cuando entré por la puerta uno de estos niños (que por cierto estaba castigado), que estaba en plena rabieta, me atizó un patadón digno de un discípulo del Señor Miyagui. De hecho, si el mismo Señor Miyagui hubiese conocido a este niño, le iban a dar a Daniel San por donde amargan los pepinos.

La patada, efectuada con elegancia, precisión, fuerza y un trazo casi perfecto, aterrizó en el punto justo de mi espinilla, ese punto que te tiene coja toda la mañana sólo comparable al golpe en el llamado "hueso de la risa" sito en el codo y que te deja sin resuello y con lágrimas en los ojos.

En esos momentos en que un niño me enchufa una leche, o un pisotón o me vomita encima, me cuesta mucho controlarme. Por un lado pienso que pobre, no sabe lo que hace, pero por otro me dan ganas de darle con toda la mano abierta. Sin embargo, respiro hondo, me controlo, y procedo a echarle la charla correspondiente sobre lo doloroso que es recibir una patada y lo duro que se hace venir al cole pero lo muy cuesta arriba que puede resultar venir a clase si yo le acabo cogiendo tirria. El clásico "yo por las buenas soy muy buena pero por las malas soy muy mala" de toda la vida, vaya.

Después de soltarle la correspondiente chapa, que me pidiese perdón con lágrimas cocodrileras en los ojos, que me diese un beso restregándome todos los mocos por la cara y darle mi bendición, me fui para el despacho y conté un poco a mis compis lo que había pasado.

En qué hora.

Una jarana de conversaciones cruzadas, opiniones detractoras y quejas con suspiro se alzó de inmediato. Estamos un poco hasta arriba de estos niños y el segundo trimestre es duro, así que en cuanto surge una situación así, todo el mundo ataja a la desesperada poniendo al niño en cuestión de vuelta y media y dando medidas drásticas para paliar la situación: cambiarle de clase, hablar con la familia, castigarle hasta que haga Selectividad e imponerle una sanción son algunas de las opciones que se barajan con asiduidad en estas ocasiones.

Calmando un poco los ánimos, le quité hierro al asunto ("ha sido una chiquillada", dije yo nada convencida de mis propias palabras) y las aguas volvieron a su cauce. Horas más tarde, me puse el abrigo, cogí el bolso y me dispuse a salir del cole para irme a comer.

Quiso la casualidad que en el aparcamiento me encontrase al niño pateador (al que en adelante llamaremos El Niño Pateador por alusiones) y a su familia, que estaba hablando animadamente con otra familia mientras los retoños jugaban en la calle.

El Niño Pateador se dedicaba, en ese momento, a tirar piedras a los coches a vista de todo el mundo. Recé una novena casi entera por que ninguna de esas piedras impactase contra la luna de un coche, y particularmente del mío, porque las piedras tenían un tamaño considerable y mi paciencia un límite cada vez más delgado. Sólo de imaginarme el suelo lleno de cristales se me ponían los pelos de punta.

Me estaba poniendo de los nervios, pero fue otra mamá en cuyo coche impactó una piedra la que, saliendo del coche, le llamó la atención al Niño:

- Oye bonito, no se tiran piedras a los coches.

La madre del Niño Pateador apareció en escena: se giró, miró con odio visceral a la madre que le había llamado la atención a su hijo y le dijo:

- Oiga, ¿usted quién es para llamar la atención a mi hijo? Si están jugando, déjeles en paz.

Y acto seguido se dio la vuelta y siguió rajando animadamente con su interlocutora.


En esos momentos entiendes muchas cosas: entiendes que El Niño Pateador sea un poco cabrón, que pegue patadas, que llame la atención, que tire piedras, y lo entiendes porque su madre pasa de él y de todo lo que no sea ella misma, y no piensa hacerle caso ni siquiera cuando otras personas están recibiendo pedradas de su hijo.

Entiendes entonces que ese niño no es el verdugo, que es la víctima, como tantos otros niños y niñas, adolescentes, chavales y chavalas que no encajan porque dan problemas, porque tienen conductas agresivas, porque roban, porque pegan, porque contestan mal y que enseguida con llevad@s al castigo pero que en el fondo son el resultado de padres y madres que pasan, que no les prestan atención, que no les escuchan.

Entiendes que esa patada, como tantas otras cosas, no es una maldad, sino una bengala lanzada desde un barco perdido en medio del mar para que otros barcos las vean en el cielo estrellado. Que esa patada, como tantas otras cosas, es un S.O.S. Que es un "oye, que estoy aquí".

Y empiezas a querer al Niño Pateador. Aunque te siga doliendo la espinilla.

viernes, 28 de enero de 2011

El Principito

Desde que estoy en un puesto de responsabilidad y tengo que hacer 27.000 programas y proyectos, me paso el día leyendo libros, biografías, cuadernos y cuadernillos acerca de la apasionante y siempre útil psicología evolutiva. Si alguien vuelve a nombrar la palabra "desarrollo" juro que no me hago responsable de mí misma ni de mi reacción.
El hecho de estar todo el día como una ratoncilla de biblioteca, metida entre libros, me tiene a todas luces trastornada y me da por hacer cosas insospechables.

Estaba ya cansada de tanta teoría y tanto estudio y lo he dejado un rato, así que para desengrasar me ha dado el siroco y me he puesto manos a la obra con la también emocionante tarea de ordenar los armarios, que falta les hacía, porque en cuanto yo meto la mano en una estantería la descabalo por completo, aunque sólo haya cogido un libro. Por alguna extraña razón que se me escapa, soy incapaz de mantener ordenado un armario, y lo peor es que encima me repatea verlos desordenados. Me pasa con frecuencia que entro en conflicto conmigo misma por mis propias contradicciones, que son muchas.

Así que estaba yo en mi despacho rodeada de libros y más libros que se amontonaban en pilas cuando ha llegado a mis manos un clásico entre los clásicos:





El Principito llegó a mi hogar cuando yo tenía unos 8 años, me lo regaló mi madre en versión original, en francés, porque la familia de mi madre es bilingüe en ese idioma y ha tenido siempre un afán desorbitado por contagiarme la pasión por todo lo que tenga que ver con nuestro país vecino.
Recuerdo que al leerlo, no me gustó nada de nada: el Principito me cayó fatal y no entendí la mitad de las cosas que decía, se me hizo pedante, aburrido y en definitiva, un castigo.
Muchos años más tarde, cuando terminé el cole, lo recuperé para darle una segunda oportunidad, que es algo que yo hago mucho con los libros. Aunque la primera vez que me los lea me parezcan un petardo, suelo darles una segunda oportunidad por si el error era mío y no del libro. Si a la segunda vez siguen sin gustarme, entonces los destierro por los siglos de los siglos y les pongo cruz en mi Lista de Libros Indeseables.

Al leerlo de mayor, cambió por completo mi perspectiva. Creo que "El Principito" es uno de esos libros que se incluyen en formato de literatura infantil y en realidad son libros para adultos, lo que le pasa un poco a "Los Simpsons", una serie que por ser de dibujos animados parece que va dirigida a un público infantil pero al verla te das cuenta de que su contenido está claramente dirigido a un público mucho mayor.

Me encantó. Lo disfruté mucho, me inspiró infinita ternura, entendí al Principito y todo lo que contaba, y por eso hoy, cuando ha caído en mis manos una vez más, no he podido evitar sonreír y ojearlo, parándome, como no, en mi página favorita.




Podría contar tantas y tantas historias del libro que no cabrían en un post, pero me quedo con una frase del prólogo y la dedicatoria del autor, una frase que a veces se nos olvida y que en adelante, ilustra la cabecera de mi blog:


"Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. (...) quiero dedicar este libro al niño que este señor ha sido. Todas las personas mayores fueron primero niños. (Pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

A León Werth, cuando era niño.

miércoles, 26 de enero de 2011

Vértigo

Hoy hemos ido con los más peques al parque a jugar. En realidad íbamos a "conquistar el castillo", que no era más ni menos que un columpio de esos gigantes con toboganes, puentes colgantes, escaleras de todos los pelajes y huecos para que se descoyunten l@s niñ@s que, inocentes, juegan a su rollo. Lo que es un columpio de área infantil, vaya.

El camino se nos ha hecho tan largo que en un momento he creído que estábamos yendo a Santiago de Compostela en vez de al polideportivo del barrio. Las clases de 3 años creían morir, y ya ni cantaban "El Tallarín" ni nada de nada, sólo lloriqueaban en voz bajita y perdían los guantes por el camino. Criaturitas, estaban agotadas.

Hemos llegado al parque y se les ha pasado el cansancio de un plumazo. Se han soltado de la fila y han salido corriendo desesperadamente como si llevasen un mes encerrad@s en una jaula. Ya podíamos haber perdido la voz gritando "¡¡NO CORRÁAAAAAAIS!!", que hubiera dado igual. Decenas de columpios a cual más peligroso, con decenas de colores y tierra para jugar sobreestimulan a cualquiera, incluída una servidora, que sin que se me viera mucho he salido detrás del grupo para montarme en el balancín, que me apasiona.

Allí estábamos pasándolo pirata cuando de repente se ha oído una vocecilla gritar desde lo alto:

- ¡¡¡Me da miedo...!!

Y acto seguido un llanto ensordecedor y gritos intercalados. Desde "El Exorcista" no se había visto cosa igual.
Me giro desde el balancín (no iba a salir corriendo así porque sí, que perder el sitio en el balancín es una putada) y veo a una chiquitina encaramada en lo alto del castillo, muerta de miedo porque no podía bajar ni tampoco seguir, le había dado el vértigo maligno.

Tengo vértigo casi desde que tengo uso de razón. Terapias de choque, alturas, lanzamientos por tirolinas, escalada, regresiones a la infancia en búsqueda de traumas escondidos y ejercicios de relajación, nada me ha conseguido curar ese miedo atroz a las alturas. Lo duro que es vivir en un sexto piso y tener vértigo no lo sabe nadie, pero por más que me intento superar soy incapaz de asomarme por la ventana.

Si para mí misma tengo vértigo, no quiero contar el que tengo cuando se trata de l@s niñ@s. Cada vez que veo uno subido en una altura considerable me vuelvo loca, porque lo paso fatal. Donde otr@s ven un niño inocente subiendo a un columpio, yo veo brechas, caídas y no digo qué más cosas para que no se me tache de paranóica. Pero conste que lo veo.

Y ahí estaba yo, con mi vértigo, paralizada ante una niña que estaba tan paralizada como yo, las dos con nuestras parálisis personales sin saber que hacer.

En ese momento de tensión máxima he superado mi vértigo, me he subido a lo alto del puñetero castillo y al más puro estilo "Impacto Total" he llevado a cabo un rescate completamente arriesgado, principalmente porque, de los nervios, la niña me estaba pegando unas patadas en el estómago que me estaban dejando sin respiración.

He bajado del columpio infernal y me he dado cuenta de que por primera vez, he superado la situación y no la situación a mí. Sólo la gente que tiene vértigo sabe lo que supone para una persona con miedo a las alturas subirse a una de ellas, es como si alguien con miedo a los perros se encierra en el salón con un doberman. Todo un ejemplo de iniciativa personal.

En la práctica sigo teniendo vértigo, pero esta es la primera vez que consigo subir a una altura sin tener sudores fríos, sin que me tiemblen las piernas, sin que se me acelere el pulso. Es la primera vez que subo a una altura y sobrevivo a ello en mis plenas facultades. Ojo la cantidad de cosas que nos enseñan l@s niñ@s.

¿Será que estoy creciendo?


lunes, 17 de enero de 2011

De mayor quiero ser pequeña

Dice mi madre que soy una infantil porque me sé una por una todas las canciones de todas las pelis de Disney, pero yo qué culpa tengo de repasarlas todos los días como quien dice.

Aprendí a hacer integrales pero ya se me ha olvidado porque jamás en mi vida me veré en la tesitura de tener que hacerlas para seguir con vida, pero lo de las canciones de Disney es algo que jamás se me va a olvidar porque en mi trabajo están a la orden del día.
He pensado hasta ponerlo en mi currículum por si algún día me vuelvo a quedar en paro.

Trabajar con la infancia hace que no termines de salir de ella. Sigues comiendo chuches, pintando con los dedos, disfrazándote, viendo pelis de dibujos animados y cantándote el Cantajuegos como si lo pusiesen en la radio.

Me encanta esa parte de mi trabajo, no perder del todo el nexo con mis primeros años de vida.

Esto me permite saltarme las reglas de cuando en cuando y sentirme una niña otra vez: comer con las manos, saltar a la comba, jugar con plastilina y revolcarse en la arena del parque son cosas que no están concebidas para l@s adult@s pero que disfruto muchísimo, porque ahora sí que puedo hacer una figurilla de plastilina que no parezca un churro, y cuando doy a la comba me sé miles de canciones y doy más fuerte que nadie. Una maravilla.

A l@s que trabajamos con peques se nos nota rápido, porque tenemos ese punto infantil que no soltamos porque dejaríamos de ser lo que somos. Se nos reconoce por cosas como las siguientes:

- Solemos vestir con más colores que quienes tienen otros empleos, jamás nos ponemos traje para ir a trabajar y no usamos tacones.

- Respondemos rapidísimamente a preguntas como "¿Quién vive en la piña en el fondo del mar?"

- Podemos hacer prácticamente cualquier cosa con un folio, un lápiz, un poco de celo o cola blanca y unas cuantas piedras.

- Sabemos quienes son "Las Divinas", "Caillou", "Dora la Exploradora", y podemos describir con bastante acierto lo que es un "Gormiti" (digo con bastante acierto porque no creo que ni sus propios creadores sepan describir exactamente lo que son).

- Nos sabemos un montón de juegos, canciones y bailes extrañamente pegadizos.

- Fumamos compulsivamente (hay gente que no, obviamente, pero tarde o temprano empiezan).

- Podemos describir al milímetro cualquier sala del Planetario, el Jardín Botánico, el Museo de Ciencias o el Retiro (y podríamos dibujar de memoria sus árboles caducifolios).

- Decimos frases como "te llamo después del recreo".

- Sabemos un montón de respuestas del Trivial tales como "¿En qué grupo de seres vivos se engloban las lombrices de tierra?" o "¿Cómo se llamaban los sobrinos del Tío Gilito?"



Y otras muchas cosas que se suceden diariamente y que nos hacen salir alguna que otra vez de esta vorágine de locura que es la vida adulta insertada en la sociedad y nos permiten imaginar, soñar, disfrutar y volver hacia atrás un ratito todos los días.

No quisiera perder ese punto nunca, la capacidad de ilusionarme y de mirar con ojos de niña todo lo que sucede a mi alrededor, sentir que nunca dejo de aprender y que cada día se abre ante mí como un abanico de muchos colores. Sentirme pequeña todos los días y que eso me haga grande.


De mayor quiero ser pequeña.


martes, 11 de enero de 2011

La Reina de Corazones

H. M. llevaba varios días diciéndonos que, si nos apetecía, necesitaba que le echásemos una mano en una representación que se hacía en esta semana en el cole. Resulta que los niños y niñas tienen que escoger a la reina y al rey que les gustaría ser si tuviesen su propio reino, y necesitaba que R., M. y yo nos disfrazásemos de reinas buenas y malas e hiciésemos una pequeña representación en la clase para que l@s niñ@s pudieran decidir a quién elegir.

En seguida me pedí la Reina de Corazones. Odio la historia de Alicia en el País de las Maravillas en cualquiera de sus versiones (aunque todos los postmodernos y fans de Tim Burton y Lewis Carroll me quien empalar a partes iguales), pero adoro a ese personaje que es la Reina de Corazones. Cuántas veces al día gritaría aquello de:

- ¡Que le corten la cabeza!


Me parece que la pobre era una mujer tristemente sola en su reino, una reina de sí misma a quien nadie respetaba ni quería, ni siquiera por el hecho de que una corona hiciese equilibrios en su cabeza. Una mujer caprichosa, vanidosa, poco consciente de que lo que la hacía miserable no era ser tirana, sino ser ignorante, simplemente no ver más allá de sus narices.

El disfraz que me han hecho era algo absolutamente espectacular, aunque el corpiño no me dejaba realizar correctamente algunas funciones vitales, como respirar o permitir a mi corazón latir con normalidad. La falda era de un cabaretero que encandilaba. El término "cabaretero" referido a cualquier cosa que brille lo acuñó mi amiga P. cuando un día, viendo los fuegos artificiales de las fiestas de la U.V.A de Vallecas (por cierto, acabo de encontrar una reflexión sobre la U.V.A muy tierna, si alguien quiere leerla, puede pinchar aquí), lanzaron uno de esos fuegos de palmeras brillantes y ella gritó:

- ¡¡Mira!! ¡¡Qué fuego más cabaretero!!





Y nunca jamás nos deshicimos de esa expresión. Todo o casi todo en la vida es susceptible de ser cabaretero, y hoy lo eran nuestros vestidos.

Hemos ido hacia la clase. Por el pasillo ya hemos sido el cuadro general, porque la verdad es que estábamos de traca, con esas telas de colores brillantes y esas pelucas, y para mí que nos han hecho alguna foto, de esas que luego se cuelgan a traición en el corcho de la puerta o se enseñan en la sobremesa de las comidas de trabajo.

Cuando hemos llegado, H. M. nos ha presentado y hemos entrado. No sé cómo la mitad no se han puesto a llorar, porque eran bastante peques. Han alucinado con los trajes, yo no sé si se han enterado mucho de la historia que queríamos venderles pero han tenido la boca abierta y la sonrisa puesta durante la media hora que hemos estado allí moviéndonos por la clase entre dimes y diretes. Luego, muchos aplausos y dificultad para volver a las tareas rutinarias.

A veces somos un poco Reina de Corazones, no nos damos cuenta de que existen mas opiniones, otros pareceres, necesidades y exigencias que no son como las nuestras pero que merecen ser escuchadas, y pensadas, y tenidas en cuenta. Que la corona se nos pone a veces pero es fácil que caiga, y sobre todo que dentro de cada un@ hay un corazón pequeño, mucho más pequeño que los corazones de la falda y del corpiño, pero mucho más lleno de amor que el cofre donde guardamos todo lo que consideramos importante.

A veces hay que quitarse el traje de Reina de Corazones, y a quienes quieran ponérnoslo...


¡¡Que les corten la cabeza!!



lunes, 3 de enero de 2011

Quiero quererte

Como no tengo yo suficiente con mi trabajo de todos los días, me busco de cuando en cuando trabajos para las épocas vacacionales, básicamente para poder estar quejándome después todo el rato de lo que necesito unas vacaciones y lo bien que me vendría descansar. Una, que es así de compleja.

Estas navidades me ha tocado por obra y gracia de la Consejería de la Mujer hacer unas jornadas de conciliación no sexista, que como dice mi madre consiste en que "ni l@s machistas sean tan machistas ni l@s hembristas sean tan hembristas" (porque ¡oh, sorpresa!, el contrario de "machista" no es "feminista", sino "hembrista"). En las jornadas hay de todo un poco para toda la familia: actividades, juegos, dinámicas, talleres, charlas, coloquios varios...etc. Yo me dedico a la parte de infancia en unos pueblos madrileños que están donde da la vuelta el aire, y que no menciono por si alguien lo lee y se ofende porque resulta que es el pueblo donde veranea de toda la vida. Sólo os digo que os deseo un veraneo lejos de los pueblos del oeste de Madrid. Qué horror.

El caso es que, cuando empecé hace ya unos días, estaba yo colocando el material antes de que llegaran l@s chaval@s cuando se acercó una madre a hablar conmigo:

- Mira, te quería contar que Guillermo es un niño estupendo y muy bueno, con un currículo muy normalizado, pero cuando era pequeño le diagnosticaron un trastorno del lenguaje y un principio de autismo, y aunque está mucho mejor, si hay mucho ruido, o se frustra en una actividad, o se siente atacado, es muy probable que reaccione de manera agresiva, así que intenta que eso no ocurra. No sé si te estoy predisponiendo antes de que conozcas al niño, pero prefiero avisáretelo. Te dejo que tengo hora en la peluquería.


Y allá que se fue, dejándome con una cara que no sabría definir, pero que desde luego no quería decir: "Que te lo pases fenomenal con el tinte y los rulos". Las madres del mundo es que son así, te sueltan una historia truculenta de tratamientos médicos, diagnósticos y episodios paranormales y luego se marchan tan tranquilas con la sensación del haber cumplido y ala, ahí te las arregles como puedas. Yo, que me pasé toda la carrera (o casi toda) haciendo figuritas de arcilla y trabajos en grupo, a ver qué cojones hago con los accesos agresivos de un niño que no se expresa bien y que tiene rasgos de autismo. Pues nada, encomendarme a un santo cualquiera y tirar p´alante.

Resulta que el Guillermo en cuestión, trastorno del lenguaje, lo que se dice trastorno del lenguaje, no parece que tenga. Por la facilidad con la que se caga en la puta madre del primero que pasa se diría que tiene bastante destreza en expresar su frustración, aunque sí, quizá tenga razón su madre, es un poco agresivo. Pero el lenguaje lo usa con mucha alegría, ojo.

Lo de las reacciones chungas sí que ha pasado ya un par de veces, concretamente en los dos talleres que entrañaban una dificultad mínima. Si no le sale a la primera se pone atacado de los nervios y empieza a arramplar con todo lo que encuentra a su paso. Total, que me paso el día entero pegada a él, aunque desde la discrección, porque si se da cuenta se mosquea y para qué queremos más.

Hoy estábamos en un taller haciendo cometas, que reconozco que no es lo más sencillo de hacer pero es uno de los talleres que más gustan a peques y mayores porque con ayuda lo pueden hacer bastante bien y el resultado es precioso, cometas que vuelan de verdad y muy bien, por cierto.

En el taller me he buscado la manera de que Guille se sentase a mi lado (pidiéndole que me ayudase con el material) y allí que se ha venido conmigo tan contento de ser el ayudante de la profe. Estábamos haciendo la cometa cuando se le ha arrugado un poco el plástico, le ha dado la histeria y ha dicho que no quería hacerla más, que era muy complicada. Llevaba media cometa rota cuando le he parado.

Abrazándole un poco, le he dicho:

- Oye Guille, que ésto tiene arreglo, que ésto no está estropeado, sólo hay que ponerle un poco de paciencia para que quede perfecta.

Y le he pasado otro trozo de celo para que le pusiese un parche. Estábamos tan concentrados recomponiendo la cometa, cuando, de repente, Guille me ha abrazado y me ha dado un beso. Yo me he girado, le he devuelto el abrazo y el beso y le he dicho:

- ¡Gracias, Guille!

Él me ha contestado:

- No me des las gracias, tú quieres ayudarme y yo quiero quererte.

Y me ha vuelto a abrazar. Casi pierdo los papeles y me pongo a llorar. Creo que se da cuenta de que me paso el día intentando hacerle las cosas más fáciles, intentando ayudarle, que participe en los juegos, que le salgan los talleres, que baile y cante con el grupo... Ese abrazo y ese beso han sido su "Gracias" de niño, lo sé.

Y Guille ha terminado su cometa, llena de parches de colores, y hemos salido al parque, y ha corrido por toda la explanada gritando, y riendo, y mirando al cielo, y por un rato no importaba nada, ni nadie, sólo él y su cometa.

Él quiere quererme.

Y yo quiero quererle a él.


Dar y recibir amor, creo que lo llaman...


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Despacho nuevo en zapatillas

Llevo varios días sin escribir porque no tengo tiempo físico para sentarme delante del ordenador a ordenar mis pensamientos vitales. Tengo curro nuevo y no quepo en mí de gozo.

Llevo la coordinación general docente del centro, que se dice pronto y se hace despacio. Estuve en el momento adecuado en el lugar correcto y ¡¡tacháaaaan!!, me han dado el puesto.

Este cambio me ha supuesto reorganizar mi vida porque claro, no es lo mismo estar a un lado de la mesa del despacho que a otro, no es lo mismo ir al despacho a aguantar el chaparrón que a soltarlo, no es lo mismo utilizar la sala de reuniones para recibir a las familias que para recibir a "La Familia" (clásica familia que da guerra, que todo el mundo evita, que no se calla ni debajo del agua), y a los proveedores, y al AMPA, y a cualquier persona con un poco de criterio que se asome por allí. Básicamente me reúno con unas y otros todo el día y salgo con miles de papeles, notas y catálogos para meterme en el despacho a reubicar todo.

Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es mi despacho nuevo. Tengo una mesa amplia con cajones (indispensable para que quepan todos mis miles de trastos), una silla cómoda (¡ay de quienes diseñan las sillas para profes! ¿por qué son tan incómodas?) y mucha mucha luz. También tengo una estampita de un santo que ha puesto mi compañera, pero estamos negociando cambiarla por una foto de George Clooney, ya veremos cómo terminamos.

Cuando me incorporo a un cole nuevo (y esto ocurre de vez en cuando), tengo varias máximas fijas que siempre sigo. Una de ellas es acudir a la entrevista inicial con Dirección en vaqueros y zapatillas. La explicación es que ese atuendo es el pan nuestro de cada día en mi armario, es decir, que salvo caso de extrema urgencia, siempre siempre siempre llevo vaqueros y zapatillas. Ojo, eso no quiere decir que no vaya mona, sólo que voy mona en vaqueros. Si Letizia puede, yo también.

Al ser mi ropa habitual, prefiero ir a la entrevista con la misma apariencia con la que me van a ver todos los días si me dan el trabajo. Siempre he pensado que si apareces el primer día con traje de corbata y en cuanto te dan el curro te plantas en vaqueros y zapatillas, da la sensación de que eres alguien a quien le gusta aparentar, pero no sólo eso, sino que encimas aparentas sólo para conseguir el trabajo, luego pierdes la ilusión y te bajas del carro de la etiqueta para subirte al carro de la ropa "trotera", como llama mi amiga Mery a la ropa de ir a trabajar.
Por esa razón, espero que me den los trabajos por quién soy, y no por cómo voy vestida. Creo que hasta ahora, me ha funcionado.

Otra de mis máximas, como ya he contado alguna vez, es hacerme amiga inmediata de conserjes, personal de limpieza, cocina, comedor y secretaría, y así lo estoy haciendo. Ya he contado otras veces que son estas personas quienes te hacen la vida fácil en cualquier curro, y jamás se lo agradecemos ni se lo reconocemos. Suelen ser las personas más majas, más naturales, más cariñosas y más abiertas, porque no tienen que aparentar, ni que fingir, sólo te cuidan, sin pedir nada a cambio.
Las del comedor son duras las jodías, no me echan ni media sonrisa y tuercen el morro si cojo el ColaCao. Sin embargo, gané un punto el otro día dándole las lentejas a una criatura de 2 años que ya no sabía si seguir llorando hasta morir o tirar las lentejas lejos, muy lejos. Le dí un par de cucharaditas y parece que se calmó, así que atisbé miradas de ternura mientras ellas decidían si quererme o no, si dejarme los filetes sin ternillas o el trozo duro, si apartarme un poco de pasta para hacérmela con carne aunque toque con queso. Ahí sostuvimos un poco la tensión, ellas pensándoselo y yo poniendo carita de buena, pero creo que voy mejorando.

La conserje me va sondeando, no la culpo, es un clásico de las conserjerías, tengamos en cuenta que ellas/os son quienes mejor saben todo lo que pasa en el colegio, claro, y ella tiene la "obligación moral-conserjeril" de hacerme la ficha cuanto antes. Yo le voy contando cosillas, por lo pronto somos vecinas de barrio y ahí confraternizamos un poco. La chica es un encanto, así que confío en que nos llevemos bien.

La secretaria ya me ha preguntado si fumo cachimbas. Con eso lo digo todo.

En cuanto al resto de personal, todavía no me ha dado tiempo a conocerles, pero con mantenimiento ya me llevo estupendamente. Lo primero que hice cuando llegué fue pedir conocerles personalmente, y creo que hubo que mandar un equipo de salvamento a rescatarles de su zulo. Esta pobre gente que se pasa el día en cuartuchos generalmente oscuros, entre aparatos, trastos y herramientas, que arreglan misteriosamente la calefacción o te programan el ordenador mientras te tomas una medianoche, simpatizó conmigo enseguida por mi deferencia de agradecerles personalmente que tardasen menos de media hora en acondicionarme el despacho.

Nos adoramos mutuamente.


Y así vamos, poco a poco, pasito a paso, descubriendo un nuevo mundo laboral desde de la mesa que siempre esperas ocupar pero que da un poco de vértigo, que impone, que acojona, qué leches.

Por lo pronto, mi silla nueva de ruedas, se desliza estupendamente por el despacho gracias al impulso de mis zapatillas...




PD: Estas son mis auténticas zapatillas, con las que voy a currar, y a las entrevistas, y a salir por ahí...;) Me las compré en Nueva York y son taaaaaan guays...

viernes, 19 de noviembre de 2010

De mayor quiero ser traficante

Hay veces que las evidencias hablan por sí solas, aunque tú quieras hacer como que no.

Hace cuatro o cinco años estuve haciendo un voluntario con la fundación Caja Madrid (tod@s tenemos un pasado duro) en un colegio público con un bagaje de alumnado que telita del telón. En mi clase había chavales de todos los pelajes y condiciones con un único objetivo: no estar en la calle.
Retenerles allí durante unas cuantas horas era como retener a una manada de dóbermans a la puerta de la carnicería.

Se suponía que allí había que hacer los deberes, pero yo no soy muy partidaria de esos sistemas, porque bastante tiempo pasan las criaturas en clase como para chuparse dos horas más de apoyo escolar, así que sin que me oiga nadie, un ratito hacíamos deberes y el resto charlábamos de lo divino y lo humano.

Un día me preguntaron que por qué yo era maestra. Les conté un poco de mi vocación de la infancia hecha realidad y parece que no les convencí, pero al menos les valió mi razonamiento.

Luego les pregunté que qué querían ser de mayores. Nada nuevo bajo el sol: futbolistas, bomberos, maderos, cantantes y demás.
Uno de los chavales me dice:

-Profe, yo me cambio, lo he pensado mejor. Yo de mayor quiero ser traficante (13 dulces años tenía la criatura, ahora que lo pienso ya tendrá 18, ¿habrá cumplido sueño?).

Automáticamente le solté la clásica charla de "pero cómo vas a querer ser eso, es un trabajo que hace infeliz a mucha gente, vas a explotar a personas, no te vas a motivar ni a apreciar, con lo que tú vales, y bla bla bla".

El chico me dice:

- Mira profe, yo sé que no está bien, pero mírate, tu has ido a la universidad, eres profesora y vienes al cole en autobús y vives en un piso de barrio (eso último lo sabían porque yo se lo había contado en un trabajo que habíamos hecho).
Mi tío trafica con hachís y tiene un chalet con piscina, un cochazo y la Play con un montón de juegos. Y yo de mayor quiero ser como mi tío, no como tú. Si eres honrado, no te haces rico y te dan por todas partes.

Y encima, el crío, tenía toda la razón.

Hay que joderse.



jueves, 18 de noviembre de 2010

La (des)autoridad de la maestra

(NOTA: Sé que aludo mucho a mi infancia para contar anécdotas de mi vida diaria, pero no puedo evitar establecer un paralelismo continuo entre mi experiencia pasada delante de la mesa de mis profes y mi experiencia actual al otro lado del estrado. Es como un dejá vu a otros niveles.
Hoy vuelvo a usar ese recurso tan útil como es la regresión a la infancia.)

Empecé a fracasar en los estudios en 5º de Primaria, cuando tuve la primera profesora de matemáticas inepta de mi dilatada carrera de suspensos que duraría hasta 3º de carrera en cuarta convocatoria.
Pese a mis notables esfuerzos por hacer ver a mis padres que lo que esa mujer me tenía era manía (¿quién dijo que l@s profes no tenemos manías? ¡MENTIRA!), jamás lo conseguí, jamás me dieron la razón, jamás cedieron en su postura.

Me chundaron un profe de apoyo en casa y castigos encadenados que me condenaban a la soledad de mi habitación rodeada de numerajos y símbolos que me parecían sánscrito y que no sabía por donde coger.
Mis padres respetaban mucho a mis profes, y yo ni te cuento.

Hoy en día - y esa es la realidad, no un victimismo exacerbado- a los profes no se nos respeta mucho. No quiero decir que nos den una galleta por menos de nada (que a veces pasa), pero la forma en que nos hablan y lo poco que valoran nuestro trabajo es un hecho. Imponemos cierta autoridad, pero es una autoridad a veces medio basada en el miedo (a las notas básicamente) y no en la figura que representamos.

Hoy me decía una chavala en clase que no le interesaba lo más mínimo saber para qué vale nada de lo que aprenden en el cole, porque nunca va a ser profesora. Y lo de "nunca voy a ser profesora" lo ha dicho con un careto como el que puede poner cualquiera al decir "nunca voy a limpiar culos", que es algo que a la gente le da bastante repelús.
Ni siquiera ha valorado que nada de lo que aprenden en el cole les forma para el futuro, vayan a ser lo que vayan a ser, y que les hace construir su presente, pero eso en junio lo tendrá interiorizado, ya me encargaré yo.

Yo tiendo mucho a exculpar al alumnado y ceder esa magnífica responsabilidad a otras personas: LOS PADRES Y MADRES. Las familias son las responsables directas de permitir a sus hijos e hijas que hagan y deshagan a su antojo, y luego se quejan de que no los controlan. Sin embargo, a la hora de respaldar nuestras decisiones, se cuidan muy mucho de echarnos un cable, porque ahí sus hij@s son las víctimas del Holocausto nazi. A la clásica frase de padres de "¿en què momento se torció nuestro hijo?" yo respondería "en el momento en que le diste más autoridad de la que tú tienes sobre él". Entre otras respuestas.

Un ejemplo claro de falta de autoridad que representamos para los padres lo cito ahorita mismo:

Estaba yo en clase de Cono recogiendo los exámenes firmados, porque yo hago que los firmen todas las familias (cada familia el de su retoño, obviamente, lo otro sería un caos).
Cuando llego al despacho y me pongo a archivarlos, veo que hay uno RECORREGIDO por encima de mis correcciones, que son bastante escandalosas por mi letra enorme y están llenas de dibujos y caras sonrientes.

Me da por leerlo y veo que encima de lo que yo había escrito, había anotaciones, tipo:

Mi correción: "Te falta describir las etapas de la reproducción sexual"
La recorrección: "¿No valía con citarlas? ¿le tienes que bajar 0.75 por eso?"
(Completamente verídico y textual)

Mientras los ojos me daban vueltas sobre sus propios ejes, me fijé en que no era la letra del chaval, era una letra... ¡adulta! ¡El padre se había creído con la potestad suficiente de recorregirme en mi propio examen!

Y como colofón final (con trompetas y platillos), cuando estaba reaccionando, veo una nota al final del examen escrita con esa misma letra:

"Y a ver si hacemos el favor de corregir bien".

Con un par.

Seguro que ese padre es el típico médico que ni te mira a la cara en la consulta, te receta las medicinas de otro paciente y cuando le dices que a tí lo que te duele no es el codo, sino el estómago, y que piensas que el Reflex cada 8 horas no te va a ayudar mucho, el colega te mira por encima del hombro y dice:

"PERO AQUÍ QUIEN ES EL PROFESIONAL, ¿USTED O YO?"





NOTA: La imagen es la ganadora de un certamen de ilustración, no estoy del todo de acuerdo con ella, pero ilustra bastante este post...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Anticonceptivos y Vida rural

Ya he contado en posts anteriores que estuve destinada en un pueblo de la España profunda durante un curso, y que allí viví momentos muy grandes y situaciones cuanto menos dantescas.

El cole estaba justo a la entrada del pueblo, así que hasta que no estuve bien situada no tuve tiempo ni fuerzas de explorar el resto de aquel territorio encantador. Cabe destacar que el bar del pueblo estaba al lado del cole, así que, sin ser por causas de fuerza mayor, no tenía yo una necesidad imperiosa de conocer el núcleo rural.

Además, el cole resultó ser un espacio por el que todo el mundo pasaba, tuvieran o no hij@s estudiando allí, así que encima nos llegaban todos los cotilleos, historias, dimes y diretes de la convivencia sin apenas movernos de la clase (en el sentido más literal, porque muchas familias venían directamente a la clase a marujear). Entre unas cosas y otras, habían pasado dos meses y yo no sabía ni dónde estaba la plaza.

Como también he contado anteriormente, soy una persona totalmente contraria a asentarme en un pueblo, es decir, me gusta pasar un día en el campo, rodearme de naturaleza, los alegres conejillos saltando por la pradera y el sol primaveral poniéndose tras la montaña, pero después me gusta meterme en el coche y volver a mi barrio, con centros comerciales, hospitales, bares, cines y TDT sin cortes. Así soy yo, qué le voy a hacer.

En Carabaña yo estaba bastante feliz, porque me había hecho un huecoen el que se respetaba mi intimidad, es decir, seguro que las madres cotillas marujeaban con mi vida, pero lo hacían a mis espaldas y yo, qué quieres que te diga, lo agradecía, porque se evita una sulfuramientos innecesarios.

Un día salí bastante prontillo del cole porque habría una actividad complementaria cualquiera y como yo no tenía clase con ell@s, me dejaron salir antes, cabe destacar que porque el día anterior había pringado un par de horas más de las que me correspondían.

Como tenía un ratejo libre, me dio por pasear por el pueblo y explorar esos territorios ocultos que se me ofrecían al fondo de aquellas cuestas empinadas-empinadísimas. Fui a coger el bolso y al mirarme la mano descubrí que, como miles de veces, tenía una "P" pintada en el dorso.

En mi mano puede haber muchas cosas escritas, porque las agendas las pierdo y tengo poca memoria en cuanto a eventos, pero una "P" sólo significa una cosa: que me tengo que tomar la píldora. Alerta extrema.
Durante bastante tiempo (varios años concretamente) me he estado tomando la píldora anticonceptiva por prescripción médica y porque me daba la gana. Lo de tener los ovarios vagos ya es el colmo de la ironía de la Creación.
El caso es que la píldora hay que tomarla diariamente y siempre a la misma hora durante 21 días al mes, y como se te pase, las consecuencias pueden ser terribles, concretamente las que tod@s conocemos. Como mi cabeza es terriblemente volátil, casi todas las noches me pintaba una "P" en la mano para recordar al día siguiente que tenía que tomarme la pastillita dichosa (y así durante años, no sé cómo no se me ha llegado a tatuar).

Cuando vi mi "P" en la mano aquella mañana, me acordé de que tenía que tomarme la pastilla, y posteriormente me acordé de que se me había terminado y que tenía que comprar un envase nuevo; como tenía que tomármela antes de las 2, y era la 1.30, decidí acercarme en un momento a la farmacia del pueblo a pedirla.

En la farmacia, para no romper la tradición de mi consumo compulsivo, compré unas cuantas cosas más y cuando me tocó ir al mostrador, tenía una cola detrás de mí considerable.

- Hola, quería Yasmin diario para un mes (¿¿quién le pone esos nombres a los anticonceptivos femeninos??Yasmin, Diane...) y que me cobre todo ésto.

El farmacéutico se quedó como paralizado y me miró por encima de las gafas:

- Pero... ¿usted usa anticonceptivos orales?

Me dieron ganas de contestarle: "No, hombre, los quiero para decorarme la carpeta", pero como luego en la vida real esas cosas nos las solemos callar, lo que dije fue:

- Sí, con prescripción médica, pero la receta la tiene mi farmacéutica del barrio, es que yo no soy del pueblo y ésto es una urgencia.

- Uy pues... yo se la daría, porque la tengo que tener aquí obligatoriamente, pero... moralmente no estoy de acuerdo con los anticonceptivos. Mis principios no me permiten vendérsela.

Me dejó muerta. Flipada. Anonadada. Alucinando pepinillos.

- Pero ¿yo a dónde he venido? ¿a la farmacia o al Foro de la Familia?

El farmacéutico me empezó a soltar una chapa de media hora sobre los inconvenientes de tomar anticonceptivos, pasando por la importancia de llegar virgen al matrimonio y por supuesto aludiendo a la importancia de que yo, como maestra (yo no sabía quién era él pero él sabía todo de mí, como en todos los pueblos) extendiese ese mensaje entre el alumnado preadolescente.

Aquello era la típica situación de cámara oculta. Yo esperaba que saliese Juanma Iturriaga con el ramo de flores y el muñeco de "Inocente Inocente", felicitándome por mi entereza, pero allí no salía nadie. El farmacéutico, yo y una tensión ambiental creciente.

- Mire, o me da la pastilla dichosa o le dejo todo esto aquí y no compro nada, pero decídase que me tengo que ir a la civilización, por favor.

Así se lo dije. Una voz sonó a mi espalda:

- Pero tú ¿para qué quieres la pastilla? ¿es que tienes relaciones frecuentes? Tendrás pareja estable, ¿no?

No me acordaba de la cola de viejas que tenía detrás. La flor y la nata del cotilleo rural presenciando toda aquella escena. A tomar por culo mi reducto de paz y anonimato.

Me dí la vuelta y salí de allí despavorida. Podía vivir sin píldora, pero jamás podría vivir sin intimidad, y ahora todo el pueblo sabía cosas bastante íntimas acerca de mi consumo, mis ovarios y de mí misma.

A la mañana siguiente, cuando ya se me había olvidado todo aquello, se acercó una madre a ver a un chaval de mi clase durante el recreo. Yo estaba en la puerta cuidando el patio y tomándome un café.
Estuvimos charlando un rato del niño, de sus notas, de los exámenes y del viaje de fin de curso, y ya cuando se iba, se da la vuelta y me dice:

- Por cierto, cuando quieras te echo el péndulo y te digo cuántos hijos vas a tener, que yo soy una experta. Como ayer no te llevaste la píldora..


Para que luego me llamen exagerada y tremendista.

Señor, dame paciencia...



martes, 16 de noviembre de 2010

La comida del comedor

Soy de las que piensan que en la universidad no se aprende absolutamente nada, o mejor dicho, absolutamente nada útil.
Te pegas 3, o 5 o los años que sean estudiando decenas de teorías, principios, enunciados e investigaciones y cuando terminas de aprendértelo todo eres la misma persona pero con menos hueco vacío en el cerebro. Con esto quiero decir que en absoluto te hace mas profesional saber que Fulano dijo esto o que Mengano descubrió lo otro.

Cuando una estudia Magisterio aprende muchas cosas relativamente absurdas aunque curiosas: que las marionetas tienen que llegar como mínimo al codo para que resulten estéticamente bonitas, que cuando entrevistas a una familia por primera vez es mejor poner una mesa de por medio para separar los roles o que la plastilina en realidad no es tóxica (salvo que te comas varios kilos, ahí ya no garantizan la inocuidad).

Sin embargo, hay cantidad de cosas fundamentales en la vida de todo docente para las que ya no sólo no te preparan, sio que ni siquiera te mentalizan: cómo analizar una cabeza en busca de piojos, saber aguantar el tipo ante un vómito matutino, qué hacer si una familia te amenaza con la muerte o cómo sobrevivir a la comida del comedor.

Cuando yo era pequeña, no me solía quedar al comedor de mi cole, porque vivía bastante cerca del cole. Jamás entendí, hasta muchos años después, lo feliz que hace a una persona comer la comida de su casa. Cuando yo tenga hijos, si es que algún día se da ese caso, les pienso matricular en un cole lo suficientemente cercano a casa como para que puedan prescindir del comedor.

El comedor es el único espacio de un colegio en el que reina la anarquía más absoluta, mal que te pese. El patio podría ser otro de esos espacios, pero l@s profes siempre nos enteramos de lo que pasa en un patio, bien porque lo vemos, bien porque alguien se chiva y nos viene contando que Fulanita ha pegado a Menganito y viceversa. En el patio hay muchos grupos de chavales: los que pegan, los que se defienden, los que vegetan, los que roban bocadilllos, los que juegan al fútbol, los que juegan a otras cosas (escondite, comba y otros juegos tradicionales), los que aprovechan para hacer los deberes... son infinidad de ellos.

Sin embargo, en el comedor sólo hay dos tipos de grupos: los niños que comen mal en casa y en el comedor y los que sólo comen mal en el comedor. Y es que una sopita de fideos de tu mami nunca se pareció en nada a ese bloque de pasta que tienes en la bandeja.

En primer lugar, manifiesto desde aquí mi odio radical hacia las bandejas de rancho, esas que son metálicas y tienen compartimentos para el primero, el segundo, el agua, y el pan/postre (que por cierto, qué asco da mezclar la macedonia de frutas con el pan duro).
Esas bandejas con esos huecos que cuando hay que llenarlos de puré de verduras caben (asombrosamente) cuatro cazos bien llenos, pero cuando hay que llenarlos de croquetas, parece que falta hueco y sólo caben dos o tres (acompañadas, eso sí, de hojas de lechuga del tamaño de la Plaza Mayor de Salamanca).

A decir verdad, yo no tengo problemas con la comida en sí, es decir, como de todo. Con esto no digo que me guste absolutamente toda la comida, pero toda me la puedo comer, no tengo especial aversión por nada. Sin embargo, en el tema del comedor no valen las experiencias previas, porque la comida no se parece en nada a cualquier cosa que hayas probado antes.

En primer lugar, el reciclaje del comedor puede llegar a ser demasiado cantoso. Eso de que el lunes pongan filetes de pollo, el martes croquetas de pollo, el miércoles sopa de pollo picado, el jueves empanadillas de pollo y el viernes picadillo de pollo, canta un poco, la verdad. Y es bastante tedioso.




Luego otra cosa que me alucina es que haya platos que estando sólo cocidos, sepan extraños. Por ejemplo, el arroz blanco. Si es arroz, y está cocido, ¿por qué sabe raro? Pues es así, no se identifica el sabor, así que por muy bien que comas en casa, ante esas cosas en el comedor tienes que rebelarte (este "rebelarte" es con "b", que nadie se asuste. El "revelarte" es del verbo "revelar" fotos, no sea que la Gramática de la RAE me cambie las normas).

Es verdad que debo decir en favor de los comedores escolares que muchas veces hacen menús para profes diferentes de los de l@s chaval@s, que es un detalle de agradecer. Vale que a tod@s deberían de darnos de comer con la misma calidad, pero sinceramente, yo no me puedo permitir comer varitas de merluza cada dos por tres, porque yo sí que como pescado aunque tenga forma de pescado (y no de corazón o de estrella) y no esté rebozado ni empanado. Si esa esa la única forma de que l@s niñ@s coman pescado, adelante, dénselo. Pero con mi estómago no jueguen.

Decía que nos suelen dar un menú un poco diferente, es decir, que si en el menú pone "ternera", puede que a los peques les toque hamburguesa y a nosotr@s filete, pero ternera comemos tod@s.
El drama viene cuando prefieres una hamburguesa congelada a un entrecot. No es que mi paladar se haya vulgarizado, no, es que cualquier parecido entre mi "filete" y el sabor de un filete cualquiera de un lugar cualquiera del mundo es pura coincidencia. Lo de las patatas fritas y los purés ya es cosa aparte, no entraré ni a diseccionarlos ni a comentarlos, porque me va a tocar comer todavía durante muchos años en los comedores y quiero hacerlo con la mayor entereza posible.

Cuando yo era pequeña, recuerdo que mis compis se guardaban en los bolsillos de la chaqueta del uniforme algunas cosillas de la comida del comedor que no podían comerse de ninguna de las maneras. Las envolvían en una servilleta y para el bolsillo.

Este es el diario de la supervivencia de una maestra.

Yo estoy sobreviviendo.

Tengo una bata repleta de bolsillos...

lunes, 15 de noviembre de 2010

Viajes de fin de curso

Quiso el azar que en el cole rural en el que pasé un curso entero, (y del que he hablado en Un pueblo es (parte I) y Un pueblo es (parte II) ), me ofrecieran, por obra y gracia del Espíritu Santo asistir al viaje de fin de curso.

Como alumna, yo hice dos viajes de fin de curso: en 1º de Bachillerato me fui a Italia (como manda la tradición de colegio de monjas, los colegios públicos son más de ir a Francia o a esquiar) y en 3º de carrera me fui de crucero por Turquía y las Islas Griegas. Es claramente apreciable cuál de los dos destinos fue elegido por el profesorado sin contar con el alumnado y cuál fue elegido justo al contrario. La capacidad de deducción es a veces asombrosa.

Mi recuerdo de ambos viajes es muy grato, pese a que fueron bastante diferentes. Básicamente hice lo mismo en los dos (visitar lugares, comer como una loca, beberme todas las copas que se me pusieron por delante, fumar y dormir) pero en el primero lo hice con la emoción de que no me pillaran las monjas y me echaran del colegio y en el segundo con la emoción de que no me echaran del barco. Por lo demás fueron unos días de disfrute, locurilla y desenfrenos, y jamás me importó ni lo más mínimo cómo lo vivían l@s profes que me acompañaron en Italia (en 3º de carrera éramos tod@s l@s profes).

Puede parecer a ojos del observador inexperto que irse de viaje de fin de curso en calidad de profe es una maravilla: una semanita de relax, vacaciones pagadas como quien dice, buen rollo generalizado... Bien, es exactamente así sólo cuando eres joven y sólo cuando te lo montas bien.
Cuando no, puede ser un completo infierno de gritos, comida de comedor volando por los aires, quejas, madres desesperadas llamando por teléfono y trabajo 24 horas.

En mi cole se hacía un único viaje de fin de curso, para 6º de Primaria (el curso que yo impartía), porque era el último curso que los chavales estaban en el colegio. El viaje de hacía a un multiaventura en la Sierra de Cazorla que era una auténtica pasada, el clásico sitio que hace que a un niño le den vueltas los ojos, lleno de atracciones, naturaleza y habitaciones con literas y baños comunes. Un sueño hecho realidad para la infancia preadolescente.

Cuando en el cole el director propuso el tema del viaje de fin de curso, nos ofrecimos muy pocas personas para ir: el tutor de 5º (que pringaba todos los años), el propio director, la PT (medio ofrecida, medio obligada, porque se llevaba fenomenal conmigo y queríamos hacer piña) y yo. No sé que inquietudes les moverían a ellos, pero a mí me movía la de disfrutar de l@s chaval@s en un entorno mucho más tranquilo, más lúdico y más bonito, además de que me seducía horrores la idea de pasar una semanita en el campo, aunque fuese currando. Llámame clásica, pero entre que me despierte el despertador y que me despierten los pajarillos, yo siempre he sido más de pajarillos.

El caso es que cuando vieron que me ofrecía yo, todo se zanjó rápido. Al grito (interno) de "sálvese quien pueda", el tutor de 5º se desmarcó del grupo, y con la excusa de "un responsable del equipo", el director se incluyó en el pack de los que iban sí o sí al viaje. Como la PT tenía una relación relativamente distante con él, encontró la excusa perfecta y me puso en bandeja la oportunidad de irme de viaje con la clase.

En aquel momento yo trabajaba todavía en la Compensatoria en Vallecas, así que me tuve que pedir un par de días libres. No tuvieron problemas en dármelos y yo veía el cielo abierto y el manto de la virgen asomando entre las nubes: una semana de campo, perder de vista las clases formales y no formales, dormir bajo las estrellas, horas interminables de futbolín... lo más cercano al Paraíso, vaya.

El día D (un lunes) a la hora H (8 de la mañana, horreur) nos embarcamos en el autobús rumbo a nuestro Viaje. Cabe destacar que como éramos pocos, compartimos autobús con otro cole de otro pueblo cercano, así que en aquel momento íbamos 4 profes para 40 chaval@s. Los ratios son algo que no se ha respetado nunca ni se respetará jamás.

Mi experiencia en cuanto a viajes con niñ@s en un autobús siempre ha sido horrible porque siempre ha sido en rutas de campamentos. Viajes de 11 horas Madrid-La Manga, con mareos, vómitos, aires acondicionados escandalosamente altos y canciones infantiles a volúmenes obscenos decoran mis recuerdos. Con estos antecedentes, me temblaban las canillas sólo de pensar en viajar de Madrid a Jaén en pleno mes de Junio con un autobús lleno de preadolescentes.

Creo que estaba rezando ya los misterios dolorosos (aprendí mucho de las monjas en el rezo eterno del rosario) cuando me fijé en el autobús: los del otro cole estaban charlando animadamente con sus chavales, mi compi estaba intercambiando música de MP3 a Ipod con otro chaval de los nuestros y el resto iban hablando, riendo o durmiendo, pero a volúmenes normales.
Busqué la cámara oculta. ¿Qué clase de viaje era ese? ¿No había mareos? ¿Ni angustias? ¿Ni el clásico cafre comiendo patatas y llenando todo de grasa?

Me relajé, me puse los cascos, y llegamos a Jaén, todo seguido. No es que me haya saltado las 6 horas de viaje, es que me relajé tanto que me quedé en el sitio, dormida profundamente. Pagué el precio en forma de fotos que luego metimos en el vídeo final, pero no me importó. Era feliz.

Cuando llegamos, el autocar aparcó y bajamos completamente desaforados. Eso pasa siempre que te bajas de un autobús después de un viaje largo, que te apetece correr, saltar, gritar, estirar las piernas, aunque no sea ni el momento ni el lugar. Las reacciones humanas son así.

En la puerta había al menos dos docenas de monitores y monitoras con sonrisas de oreja a oreja y abrazos para regalar a tod@s l@s niñ@s. Yo empatizo mucho con los equipo de monitores, porque un par de meses después me suelo ver en ese lado, así que trato de cuidarles un montón con la esperanza de que la vida me lo devuelva a posteriori.

Pasamos al trozo de campo que actuaba como "recibidor" y mientras a los chavales les empezaban a sobreestimular con promesas de actividades que les hacían casi babear (en un momento se oyeron las palabras "Baile", "Fin", "Viaje", "Parejas" en la misma frase y a continuación gritos y aplausos como les hubiesen dicho que la comida se la iban a servir los Jhonas Brothers al completo), a los profes nos acompañaron para enseñarnos nuestras habitaciones.

Lo de mi habitación ya es punto y aparte. Una casita pequeña situada en medio de la montaña, con unas vistas como para caerse hacia atrás. Dos habitaciones, un baño pequeño, un saloncito con sofá de mimbre... pagaría bastante por tener una casa así en Madrid, la verdad.

Si la llegada fue espectacular, la estancia no fue menos: miles de actividades programadas por el equipo de monis de tal manera que a nosotros nos dejaban respirar e ir a nuestra bola. Con monitores que acompañaban sólo a los profes, dimos paseos a caballo, hicimos rutas de senderismo, nos lanzamos en tirolina, paseamos, hicimos miles de fotos a los chicos/as y todo ello regado de unas comidas de infarto y salidas esporádicas al pueblo más cercano para mover un poco el esqueleto y jugar a los dardos. Yo seguía en mi salsa.

















Los días se me pasaron volados, y cuando por fin nos tocó irnos, tod@s echamos algunas lagrimillas. Los chavales de pena, por irse del Paraíso. Los monitores de alegría, por tener unos días para descansar, y nosotros, los profes, de angustia, porque el al día siguiente era lunes y nos tocaba volver al patio de cemento, al café insustancial del bar del pueblo y a los "silencio por favor", "en clase no se come chicle", "las escaleras se bajan sin gritar".

Algún día contaré detalles escabrosos y sustanciosos (y todos los -osos que tienen morbo) del viaje, porque la gente se desatina mucho cuando no la están vigilando, pero por ahora cierro esta crónica con la sensación de que el brazo se me levanta solo cuando oigo: "¿Alguien quiere acompañar voluntariamente al grupo en el viaje de fin de curso?"


NOTA: La foto es auténtica y verídica de mí misma. Esto es lo que yo estaba haciendo el día y a la hora en que hubiera estado dando las fracciones por millonésima vez si me hubiera quedado en el cole... ¿compensa o no?