(NOTA: Tregua a los posts dramáticos. En breve volveré a incorporarlos, disculpen las molestias).
El otro día me preguntaba la madre de una de mis alumnas que si los chavales y chavalas que salen en Hermano mayor eran así de verdad o si estaban actuando. Para quien no lo sepa, Hermano mayor es un programa de televisión (cómo no) que emiten en una cadena a la que no le hago propaganda y menos gratis, no por nada, sino porque yo no soy sponsor, soy maestra, y bastante tengo con lo que no tengo.
En ese programa, un ex jugador español de waterpolo mal avenido en los 80 por las malas compañías, los malos consejos y las buenas drogas (que se rehabilitó para deleite de su madre y de la prensa), se dedica a meter en vereda a adolescentes de todo tipo que tienen en común un aparente hijoputismo destacable. Su predecesora es mi adorada Supernanny, esa psicóloga que es la Ramos-Paul y que al margen de lo bien o mal que caiga me parece una tía que aguanta con bastante entereza las situaciones que le provocan en su programa (que también se emite en abierto) para disfrute del resto de madres y padres del mundo, que se vanaglorian desde sus sofás de que sus pequeñuelos/as no hayan salido tan gentuza como los de la tele.
El caso es que en Hermano mayor salen unos ejemplares de padreymuyseñormío. Adolescentes con caracteres agresivos, posesivos, violentos, manipuladores, egoístas y aparentemente malvados que ponen en jaque a abuelas y madres (y algunos padres) a cada minuto de sus vidas.
A mucha gente se le pasa por la cabeza ese bofetón que sus progenitores/as le dieron en su día y creen que de aplicarse a cada protagonista de Hermano mayor no hubiera existido nunca Hermano mayor: craso error, porque la teoría de "un bofetón a tiempo resuelve cualquier problema" es tan real como la de "no te bañes mientras tienes la regla que se te corta".
Otra gente piensa que el bofetón habría que habérselo dado a las madres, padres y abuelas (casi nunca ha salido un abuelo) que tutorizan a el/la adolescente insoportable. Otro error, la teoría "esa familia tiene toda la culpita de que su criatura eche espumarajos por la boca" es tan generalizable como la de "todas las rubias son tontas".
El caso es que entre estereotipos y prejuicios echa la familia media española enfrente del televisor la tarde del viernes, o del sábado, o del domingo, depende de si lo ve en directo o está viendo la reposición.
Lo que a mí más me llama la atención es la mera existencia del programa en sí, tanto de Hermano mayor como de Supernanny. A las madres y padres les mete tantas ideas en la cabeza esta sociedad española tan nuestra y tan nacida de la posguerra, gestada en la dictadura y envejecida en la democracia, que parece que no hay directrices con las que educar. El mundo nos vende que es más fácil tener en tu casa a un miniBárcenas que a una miniGhandi, y lo peor, puest@s a elegir estoy segura de que decenas de familias prefieren un hijo que lleve dinero a casa, aunque no sea suyo, a una hija metida en conflicto día sí día también por defender los derechos ajenos y propios.
El problema es que entre que nace y que llega con los sobres se te ha convertido en un hijoputa y claro, a llamar a Supernanny y a Hermano mayor y a preguntarse: "¿Pero qué hicimos mal, dinos Hermano mayor? Supernanny, ¿dónde nos equivocamos?". "En la concepción", diría yo a más de un@.
Yo no sé si las criaturas que salen en estos programas actúan o no, si exageran o son así, si lo guionizan o dejan que surja. Sin embargo he aquí, desde mi experiencia, 10 consejos para que vuestros hijos e hijas sean protagonistas de estos programas que nos muestran las consecuencias potenciales de la educación en los cánones del siglo XXI, al menos según mi visión. No digáis que no avisé.
Diez consejos infalibles para que tu hij@ salga en Supernanny
1.- A poder ser, ten un hijo o una hija aunque no estés preparad@, no tengas los medios adecuados para su cuidado y mantenimiento o estés en crisis con tu pareja. En España está muy mal visto interrumpir un embarazo, si eso mira en Londres, pero vamos, que en esta lista de consejos se te recomienda que lo tengas.
2.- Cuando nazca, durante las primeras semanas, asume que tu hijo o hija es todo lo que hay en tu vida; recuerda que lo contrario es de ser egoísta, gentuza y mala madre o mal padre. Olvídate de tu relación de pareja, de tus amigos y amigas, de tu familia y de tí. Así, cuando no tengas vida, tendrás algo que echarle en cara.
3.- Olvídate de darle el pecho, de cogerte permiso por maternidad y/o paternidad y de cogerle en brazos. Está claro que eso hace a los bebés vulnerables, dependientes y en general flojuchos. Mano firme en los primeros meses, reprime tus ganas de comerte a besos a tu criatura.
4.- Prohíbele ser niño/a: que no corra por si se tropieza, que no pinte por si se mancha, que no beba por si se atraganta, que no toque un animal por si se contagia de vete a saber qué enfermedades, que no juegue con otros/as niños/as por si le pegan y en fin, que no TODO. Ya sabemos que, a diferencia del resto de niños/as del mundo, tu criatura es de cristal de Bohemia.
5.- Cuando tu hijo/a sea completamente dependiente y no sepa ni respirar sin tu ayuda, estarás hasta el mismísimo de ir detrás de él/ella (el punto anterior es muy costoso). En ese momento métele en casa durante todo el día y ahí sí, déjale que haga lo que le venga en gana. A poder ser, sin supervisión de nadie.
6.- Ponle la tele en su tiempo libre desde el minuto uno hasta el día en que cumpla 16 años, le dejen entrar en discotecas y ya no tenga tiempo libre en casa. En la tele se aprende mucho. Los libros ya que se los hagan leer en el colegio, que para eso pagas.
7.- Cómprale muchas consolas, ordenadores y acuérdate de que tenga su primer móvil antes de tener su primer diente. JUGAR con otros seres humanos está demodé.
8.- Dale siempre la razón, piensa y actúa por él/ella, no le hagas pensar de forma autónoma, ni reflexionar, ni tomar decisiones. Hazlo tú por él/ella y luego utiliza ésto en su contra ("¿por qué has hecho eso?"). Recuerda el punto 4: es de cristal.
9.- Cuando crezca, procura que tenga el día súper ocupado: mándale a un colegio de mucho prestigio en el que le fundan a deberes y le hagan pensar que es imbécil (y a tí también: échaselo en cara). Cuando acabe las clases apúntale a más clases de tenis, inglés nativo, flauta travesera, esgrima, apoyo de matemáticas, lengua, iniciación al chino mandarín y claquet. Que llegue a casa con el tiempo justo de hacer sus miles de deberes y morir, así ni da guerra, ni tenéis que hablar ni nada.
10.- Y por último, por encima de todo, jamás le digas cómo te sientes. Tampoco lo compartas con tu pareja: todo eso es de gente floja. No menciones a tu hij@ que le quieres, que confías en él/ella y que es un ser maravilloso: eso que se lo cuente Supernanny cuando llegue.
Sigue mis consejos al pie de la letra y habrás criado una criatura maravillosa, totalmente adaptada para vivir en el siglo XXI y darte grandes alegrías cuando sea mayor. En menos de cinco años desde su nacimiento tienes a Supernanny paseando por tu salón con el cuadernito de notas en la mano. Vas a ser la envidia del vecindario, lo importante es salir en la tele, qué más da para qué.
Eso sí, recuerda: no críes demasiados, o nuestra sociedad se llenará de gente vacía y sin inquietudes tan absorbida por la televisión y los bienes materiales que no sea capaz siquiera de relacionarse en familia.
Y si no estás de acuerdo, hazlo aunque sea por no saturar los recursos. Recuerda que Supernanny, como madre, no hay más que una.
"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."
Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry
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Mostrando entradas con la etiqueta familia. Mostrar todas las entradas
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viernes, 15 de marzo de 2013
miércoles, 2 de enero de 2013
El 2013 se llama Pilar
Llevaba bastante tiempo dándole vueltas y recopilando ideas acerca de qué escribir para cerrar el año, y luego a qué escribir para abrirlo. Es una reacción muy natural del ser humano recopilar, recopilar sobras de la cena para comer al día siguiente, recopilar fotos para hacer álbumes que jamás volvemos a ver (salvo en los tiempos muertos de las cenas familiares, que ahí sí que son buena excusa para pasar el rato), recopilar recuerdos amontonados en cajas y paredes, recopilar momentos para hacer listas interminables de cosas que han pasado en el año que termina y cosas que esperamos que pasen en el venidero. Esta última lista es la de propósitos que jamás cumplimos, y no lo hacemos porque esa lista la está haciendo nuestro "yo" de las circunstancias, el que hace las cosas "que toca hacer", pero que en cualquier otro momento jamás dejaría de fumar, ni se pondría a dieta ni se propondría correr todos los días. Mi "yo" interno, de hecho, piensa que correr es de cobardes.
Han pasado tantas cosas en 2012 que es complicado hacer una recopilación: se nos quedaría una lista larguísima y pesadísima de desasosiegos, angustias, recortes brutales, pérdidas de derechos adquiridos, mamoneos varios, paro, inflacción y demás dramas sociales parapetados por mensajes pseudopositivistas rollo Campofrío que lejos de subirnos la moral a mí personalmente me suben el ácido láctico. En fin.
Al final de todo, mientras pensaba, el 2012 me dejó un momento que tapó por completo mis ansias de recopilar y rebuscar en los cajones de mis miserias personales (y las colectivas, que no estoy yo peor que la mayoría de la gente), y me lo dejó de la mano de quien siempre tiene un punto de sabiduría más que el que podamos tener entre toda la juventud humana: mi abuela.
Mi abuela Maruja es la madre de mi madre, y es la única de mis abuelos que aún puede hacer una vida mínimamente autónoma. Los padres de mi padre fallecieron (y de hecho este pasado 2012 nos dejó mi abuelo Patricio, puedes recordar cómo lo viví pinchando aquí) y el padre de mi madre vive, pero el hombre está ya en una silla de ruedas, con su cabeza y su salud en perfecto estado pero sin movilidad ni autonomía. Mi abuela es la única que aún va a la peluquería, y a la compra, y a tomarse unas cañitas, y al cine todos los miércoles de la vida ahí llueva, nieve o truene. Mi abuela es una crack.
Mi familia cercana (véase mi padre, mi madre, mi hermana y yo) vamos a verles una vez a la semana, aunque no necesariamente todos juntos el mismo día. El caso es que hace un par de semanas estaba yo tomando el aperitivo tan feliz con ella en la terraza cuando me dijo:
- Oye hija, este año me haría mucha ilusión que me llevaras a conocer a Pilar.
Pilar es la asistente de Teleasistencia que les corresponde a mis abuelos. El servicio de Teleasistencia es eso que mis abuelos llaman "el botón rojo", ese pulsador que los abuelos del mundo llevan colgado del cuello y que pulsan veinte veces al día por equivocación, pero que en realidad está pensado para las emergencias y para comunicarse con ellos.
Las operadoras y operadores de Teleasistencia llaman además a los abuelos y abuelas del mundo varias veces a la semana para charlar, contarse batallas, recordarles que no abran la puerta a gente extraña, que beban agua, que se tomen el pastel de medicinas que les receta el médico (a partir de ahora, por cierto, previo pago de un euro por receta), que hagan ejercicio, que no se pongan al sol y todas las recomendaciones que se dan para preservar las vidas ancianas.
La mujer que llama a mis abuelos varias veces a la semana se llama Pilar, como digo. Mi abuela, como todas las abuelas y abuelos de este mundo, disfruta infinito de las conversaciones con Pilar, porque aunque hable con mi madre y con nosotras treinta veces al día, nosotras siempre hablamos de las mismas cosas, nos tenemos muy vistas. Sin embargo, con Pilar cada día es una conversación nueva, porque no se conocen: que si el tiempo en primavera, que si cómo está mi abuelo, que si no se qué nueva medicina, que si las nietas, que si mis hijas, en fin, lo que a nosotras no nos cuenta porque es hablar de lo pesadas que somos.
Pues mi abuela, a su ochenta y tantos años, tenía una ilusión para este año que ha terminado: ponerle cara a Pilar. A veces jugábamos, por la voz, a intentar imaginarla: mi abuela decía que sería bajita, gordita y con cara de simpática. Mi padre que tendría unos cuarenta y tantos años y que era tan dulce porque tenía dos hijos no muy mayores. Mi tía se la imaginaba un poco anticuada vistiendo, con lo entrañable de las personas que no le dan importancia a la ropa porque exceden a las modas. Yo la imaginaba muy blanquita de piel, con ojos claros y sonrisa tierna.
Por fin nos armamos de valor y averiguamos la dirección del servicio de Teleasistencia. Quedamos al día siguiente para conocer, por fin a Pilar, después de haberla interrogado discretamente en sucesivas llamadas acerca de la posibilidad de ir a verla ("sí, sí, por favor, venid cuando queráis") y de cuándo podríamos acercarnos ("yo es que sólo tengo horario de tarde, Maruja").
Mi abuela estaba radiante cuando llegué a buscarla, con su pañuelo azul cielo y su camisa blanca. Mi abuela es una mujer guapísima y elegantísima con cualquier cosa que se ponga, pero es que además va siempre impecable. Llevaba dos cajas de bombones y una felicitación navideña que no le dio la gana de escribir a ella ("tengo muy mala letra", pero era vaguería, vamos, porque ella tiene la clásica letra redondilla típica de quien aprendió a escribir con métodos tipo "Rubio" y jamás volvió a escribir de corrido) y que terminé rellenando yo. Nos cogimos mi coche y fuimos en busca de Pilar.
Para no liarla puse el GPS, que es algo que sólo hago si voy con prisa y no me quiero perder. A mí es que a veces me gusta perderme, es la mejor forma de descubrir sitios interesantes, pero esta no era la mejor ocasión, porque mi abuela ya iba nerviosa y no queríamos dar vueltas infinitas por todas las callejuelas, a riesgo además de llegar tarde y perdernos a Pilar. El corazón de mi abuela y el mío, que funcionan a golpe de susto porque somos muy dramáticas y hemos visto juntas muchas telenovelas, no hubieran aguantado esa situación.
Mi abuela iba flipando con el GPS, y se iba quejando de lo desagradable que era la voz que indica la dirección. La pusimos a parir entre las dos, que qué pito, que qué borde, que qué mal vocalizaba; en una de estas la vocecilla me indicó:
- En la siguiente rotonda, gire a la derecha. Gire a la derecha. GIRE A LA DERECHA.
Yo estaba en un semáforo parada, no podía girar aún, pero claro, eso la voz del GPS no lo entiende, así que a la tercera vez que me lo dijo me puse nerviosa y dije elevando la voz:
-¡QUE SÍ! ¡QUE TE HE OÍDO! ¡QUE AHORA GIRO!
Y justo se abrió el semáforo, giré, la voz se calló y la vida siguió. Mi abuela me miraba desencajada:
- ¡Anda! ¡No me digas que la señorita que habla nos está oyendo...! Y nosotras diciendo todo ésto...
Yo me empecé a reír:
- Abuela, no nos oye, es una grabación...
Y ella:
- Pues le has hablado y se ha callado.
Podríamos haber debatido durante horas sobre la tecnología, pero por fin habíamos llegado a la sede de Teleasistencia. Después de poner el ticket del parquímetro entramos a la sede, y nos recibieron decenas de caras maravillosamente sonrientes. Preguntamos por Pilar, pero estaba descansando, así que nos invitaron a sentarnos en la una silla a esperarla.
Durante un rato, mi abuela y yo jugamos a intentar adivinar quién era: esa mujer de pelo corto y alta que nos sonríe... no, no es. Aquella otra de la larga trenza rubia que parece que se acerca... pues tampoco es, mira, se sienta. Igual es ésta que viene, la de la melenita pelirroja que nos mira intrigada... pero no, se va a la calle.
Así estuvimos un rato hasta que se abrió la puerta y entró Pilar. Supimos que era ella.
Era todo lo que habíamos imaginado: con la piel blanca y los ojos claros, como yo pensaba, con sonrisa encantadora, como decía mi abuela, con la ternura de los ojos de las madres, como decía mi padre, aunque no era anticuada vistiendo, sino sorprendentemente elegante y sencilla. Se acercó a nosotras, y mi abuela se echó a llorar. No les hizo falta decirse más. Se abrazaron un rato mientras yo observaba la escena sin saber bien si unirme al abrazo, si salir, si llorar, si reír. Al final esperé un segundo y cuando mi abuela la liberó, me uní al abrazo.
Lo demás fue como esperábamos: le estuvimos contando nuestras vidas, y ella la suya en Teleasistencia, claro, porque no va a contarnos la pobre mujer su vida personal. Conocimos las instalaciones y a otras asistentes (encantadoras todas ellas) y mi abuela les contó lo encantada que estaba, y ellas le dijeron que qué guapa, que qué joven, que no se la imaginaban así, que cómo estaba mi abuelo. Les dio los bombones y se le iluminaron los ojos cuando ellas le dieron las gracias. Faltaba un querubín rubio lanzando pétalos de rosa desde una nube algodonosa en el techo de aquel despachito. Fue una tarde genial.
Mientras salíamos por la puerta y mi abuela se ponía el abrigo, Pilar nos dio las gracias por la visita y mi abuela le dio las gracias por ser tan maravillosa; entonces me dí la vuelta, abracé a Pilar y le dije al oído:
- Gracias, gracias, gracias, por hacer a mis abuelos tan felices, pero sobre todo gracias por haber hecho crecer nuestra familia, y la de tanta gente que no tiene la suerte de tener una. Sois increíbles.
Y ella me dijo:
- Gracias a tí, por hacer crecer la nuestra y hacer que tu abuela se permita disfrutar tantio.
Y entonces Pilar y yo compartimos una lagrimilla que no hemos contado a nadie (yo al menos no lo he hecho, no sé si Pilar lo habrá comentado) porque formó parte de aquel momento, y nos miramos con la esperanza de encontrarnos de nuevo.
Después de este episodio reflexioné, y decidí que mi deseo para este 2013 iba a ser éste: conocer a tantas Pilares que hay por el mundo, y generar familias nuevas, y estar pendientes de todas ellas, y generar redes, que al final son lo único importante, lo único que está siempre, por encima de la crisis, la recesión y nuestros dramas de telenovela.
Mi abuela, una mujer que ha vivido tanto y con tanta gente, sólo quería, al final de este año, ponerle cara a todos los corazones que hay en su vida.
Que el 2013 os traiga la figura de Pilar a tod@s vosotr@s y a tanta gente que está (o se siente) sola y que aún así, como dice mi amigo Mario, enfrenta con tanto valor la vida cada día.
Os quiero.
Han pasado tantas cosas en 2012 que es complicado hacer una recopilación: se nos quedaría una lista larguísima y pesadísima de desasosiegos, angustias, recortes brutales, pérdidas de derechos adquiridos, mamoneos varios, paro, inflacción y demás dramas sociales parapetados por mensajes pseudopositivistas rollo Campofrío que lejos de subirnos la moral a mí personalmente me suben el ácido láctico. En fin.
Al final de todo, mientras pensaba, el 2012 me dejó un momento que tapó por completo mis ansias de recopilar y rebuscar en los cajones de mis miserias personales (y las colectivas, que no estoy yo peor que la mayoría de la gente), y me lo dejó de la mano de quien siempre tiene un punto de sabiduría más que el que podamos tener entre toda la juventud humana: mi abuela.
Mi abuela Maruja es la madre de mi madre, y es la única de mis abuelos que aún puede hacer una vida mínimamente autónoma. Los padres de mi padre fallecieron (y de hecho este pasado 2012 nos dejó mi abuelo Patricio, puedes recordar cómo lo viví pinchando aquí) y el padre de mi madre vive, pero el hombre está ya en una silla de ruedas, con su cabeza y su salud en perfecto estado pero sin movilidad ni autonomía. Mi abuela es la única que aún va a la peluquería, y a la compra, y a tomarse unas cañitas, y al cine todos los miércoles de la vida ahí llueva, nieve o truene. Mi abuela es una crack.
Mi familia cercana (véase mi padre, mi madre, mi hermana y yo) vamos a verles una vez a la semana, aunque no necesariamente todos juntos el mismo día. El caso es que hace un par de semanas estaba yo tomando el aperitivo tan feliz con ella en la terraza cuando me dijo:
- Oye hija, este año me haría mucha ilusión que me llevaras a conocer a Pilar.
Pilar es la asistente de Teleasistencia que les corresponde a mis abuelos. El servicio de Teleasistencia es eso que mis abuelos llaman "el botón rojo", ese pulsador que los abuelos del mundo llevan colgado del cuello y que pulsan veinte veces al día por equivocación, pero que en realidad está pensado para las emergencias y para comunicarse con ellos.
Las operadoras y operadores de Teleasistencia llaman además a los abuelos y abuelas del mundo varias veces a la semana para charlar, contarse batallas, recordarles que no abran la puerta a gente extraña, que beban agua, que se tomen el pastel de medicinas que les receta el médico (a partir de ahora, por cierto, previo pago de un euro por receta), que hagan ejercicio, que no se pongan al sol y todas las recomendaciones que se dan para preservar las vidas ancianas.
La mujer que llama a mis abuelos varias veces a la semana se llama Pilar, como digo. Mi abuela, como todas las abuelas y abuelos de este mundo, disfruta infinito de las conversaciones con Pilar, porque aunque hable con mi madre y con nosotras treinta veces al día, nosotras siempre hablamos de las mismas cosas, nos tenemos muy vistas. Sin embargo, con Pilar cada día es una conversación nueva, porque no se conocen: que si el tiempo en primavera, que si cómo está mi abuelo, que si no se qué nueva medicina, que si las nietas, que si mis hijas, en fin, lo que a nosotras no nos cuenta porque es hablar de lo pesadas que somos.
Pues mi abuela, a su ochenta y tantos años, tenía una ilusión para este año que ha terminado: ponerle cara a Pilar. A veces jugábamos, por la voz, a intentar imaginarla: mi abuela decía que sería bajita, gordita y con cara de simpática. Mi padre que tendría unos cuarenta y tantos años y que era tan dulce porque tenía dos hijos no muy mayores. Mi tía se la imaginaba un poco anticuada vistiendo, con lo entrañable de las personas que no le dan importancia a la ropa porque exceden a las modas. Yo la imaginaba muy blanquita de piel, con ojos claros y sonrisa tierna.
Por fin nos armamos de valor y averiguamos la dirección del servicio de Teleasistencia. Quedamos al día siguiente para conocer, por fin a Pilar, después de haberla interrogado discretamente en sucesivas llamadas acerca de la posibilidad de ir a verla ("sí, sí, por favor, venid cuando queráis") y de cuándo podríamos acercarnos ("yo es que sólo tengo horario de tarde, Maruja").
Mi abuela estaba radiante cuando llegué a buscarla, con su pañuelo azul cielo y su camisa blanca. Mi abuela es una mujer guapísima y elegantísima con cualquier cosa que se ponga, pero es que además va siempre impecable. Llevaba dos cajas de bombones y una felicitación navideña que no le dio la gana de escribir a ella ("tengo muy mala letra", pero era vaguería, vamos, porque ella tiene la clásica letra redondilla típica de quien aprendió a escribir con métodos tipo "Rubio" y jamás volvió a escribir de corrido) y que terminé rellenando yo. Nos cogimos mi coche y fuimos en busca de Pilar.
Para no liarla puse el GPS, que es algo que sólo hago si voy con prisa y no me quiero perder. A mí es que a veces me gusta perderme, es la mejor forma de descubrir sitios interesantes, pero esta no era la mejor ocasión, porque mi abuela ya iba nerviosa y no queríamos dar vueltas infinitas por todas las callejuelas, a riesgo además de llegar tarde y perdernos a Pilar. El corazón de mi abuela y el mío, que funcionan a golpe de susto porque somos muy dramáticas y hemos visto juntas muchas telenovelas, no hubieran aguantado esa situación.
Mi abuela iba flipando con el GPS, y se iba quejando de lo desagradable que era la voz que indica la dirección. La pusimos a parir entre las dos, que qué pito, que qué borde, que qué mal vocalizaba; en una de estas la vocecilla me indicó:
- En la siguiente rotonda, gire a la derecha. Gire a la derecha. GIRE A LA DERECHA.
Yo estaba en un semáforo parada, no podía girar aún, pero claro, eso la voz del GPS no lo entiende, así que a la tercera vez que me lo dijo me puse nerviosa y dije elevando la voz:
-¡QUE SÍ! ¡QUE TE HE OÍDO! ¡QUE AHORA GIRO!
Y justo se abrió el semáforo, giré, la voz se calló y la vida siguió. Mi abuela me miraba desencajada:
- ¡Anda! ¡No me digas que la señorita que habla nos está oyendo...! Y nosotras diciendo todo ésto...
Yo me empecé a reír:
- Abuela, no nos oye, es una grabación...
Y ella:
- Pues le has hablado y se ha callado.
Podríamos haber debatido durante horas sobre la tecnología, pero por fin habíamos llegado a la sede de Teleasistencia. Después de poner el ticket del parquímetro entramos a la sede, y nos recibieron decenas de caras maravillosamente sonrientes. Preguntamos por Pilar, pero estaba descansando, así que nos invitaron a sentarnos en la una silla a esperarla.
Durante un rato, mi abuela y yo jugamos a intentar adivinar quién era: esa mujer de pelo corto y alta que nos sonríe... no, no es. Aquella otra de la larga trenza rubia que parece que se acerca... pues tampoco es, mira, se sienta. Igual es ésta que viene, la de la melenita pelirroja que nos mira intrigada... pero no, se va a la calle.
Así estuvimos un rato hasta que se abrió la puerta y entró Pilar. Supimos que era ella.
Era todo lo que habíamos imaginado: con la piel blanca y los ojos claros, como yo pensaba, con sonrisa encantadora, como decía mi abuela, con la ternura de los ojos de las madres, como decía mi padre, aunque no era anticuada vistiendo, sino sorprendentemente elegante y sencilla. Se acercó a nosotras, y mi abuela se echó a llorar. No les hizo falta decirse más. Se abrazaron un rato mientras yo observaba la escena sin saber bien si unirme al abrazo, si salir, si llorar, si reír. Al final esperé un segundo y cuando mi abuela la liberó, me uní al abrazo.
Lo demás fue como esperábamos: le estuvimos contando nuestras vidas, y ella la suya en Teleasistencia, claro, porque no va a contarnos la pobre mujer su vida personal. Conocimos las instalaciones y a otras asistentes (encantadoras todas ellas) y mi abuela les contó lo encantada que estaba, y ellas le dijeron que qué guapa, que qué joven, que no se la imaginaban así, que cómo estaba mi abuelo. Les dio los bombones y se le iluminaron los ojos cuando ellas le dieron las gracias. Faltaba un querubín rubio lanzando pétalos de rosa desde una nube algodonosa en el techo de aquel despachito. Fue una tarde genial.
Mientras salíamos por la puerta y mi abuela se ponía el abrigo, Pilar nos dio las gracias por la visita y mi abuela le dio las gracias por ser tan maravillosa; entonces me dí la vuelta, abracé a Pilar y le dije al oído:
- Gracias, gracias, gracias, por hacer a mis abuelos tan felices, pero sobre todo gracias por haber hecho crecer nuestra familia, y la de tanta gente que no tiene la suerte de tener una. Sois increíbles.
Y ella me dijo:
- Gracias a tí, por hacer crecer la nuestra y hacer que tu abuela se permita disfrutar tantio.
Y entonces Pilar y yo compartimos una lagrimilla que no hemos contado a nadie (yo al menos no lo he hecho, no sé si Pilar lo habrá comentado) porque formó parte de aquel momento, y nos miramos con la esperanza de encontrarnos de nuevo.
Después de este episodio reflexioné, y decidí que mi deseo para este 2013 iba a ser éste: conocer a tantas Pilares que hay por el mundo, y generar familias nuevas, y estar pendientes de todas ellas, y generar redes, que al final son lo único importante, lo único que está siempre, por encima de la crisis, la recesión y nuestros dramas de telenovela.
Mi abuela, una mujer que ha vivido tanto y con tanta gente, sólo quería, al final de este año, ponerle cara a todos los corazones que hay en su vida.
Que el 2013 os traiga la figura de Pilar a tod@s vosotr@s y a tanta gente que está (o se siente) sola y que aún así, como dice mi amigo Mario, enfrenta con tanto valor la vida cada día.
Os quiero.

martes, 11 de diciembre de 2012
Tres Patas para un Banco
Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.
Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.
Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.
Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.
Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.
Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían la perfección.
El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.
El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.
Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.
Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.
Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.
La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.
Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.
Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.
Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra. Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.
Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.
Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.
Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.
Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.
Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.
Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían la perfección.
El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.
El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.
Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.
Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.
Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.
La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.
Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.
Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.
Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra. Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.
Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.

miércoles, 21 de marzo de 2012
Papá
En medio de todo este maremágnum de circunstancias potencialmente peligrosas para la supervivencia de una maestra, pasó el día 19, que como todos los 19 de marzo del mundo, es el Día del Padre. Hace tiempo escribí sobre mi madre, como puedes leer aquí, y no quería dejar pasar la oportunidad de hacer lo propio y presentar a mi padre.
Mi padre es un hombre que nació con bigote. Seguramente los documentos gráficos de su nacimiento contradigan este dato,pero lo cierto es que cuando conoció a mi madre, allá por los 70, ya venía con él. Mis padres se conocieron en La Central, un bar que hay en la plaza de Chueca donde cada año volvemos a tomarnos un vino y una tapa de atún. Parece que ella, una pitiminí de libro, hija de sastres y afincada en lo que entonces era la zona pijo-castiza de Madrid, celebraba su cumpleaños allí, y que mi padre y sus hermanos, provincianos de pueblo de los de celebrar la matanza, iniciaron la clásica maniobra del acople, algo por cierto muy dado aún en las noches de fiesta madrileña, en las que como te descuides se te han metido dos o tres grupos de tíos entre las filas y no te has dado ni cuenta.
Parece que después de muchos dimes y diretes y otros avatares, se casaron, y tiempo después me engendraron a mí. Mi padre siempre dice que como ellos eran cuatro hermanos, él siempre quiso tener hijas, y espero que el resto pensase lo mismo porque todos mis tíos tienen chicas. Cuando yo nací debe ser que fui el juguete que mi padre esperaba: me convirtió en su alter-ego en femenino y en pequeño, aunque sin bigote. Me cortaba el pelo a lo chico con estilo y elegancia y me vestía de alternativa, con pantalones anchos y americanas con chapas. Por aquel entonces era yo una niña riquísima, con mis hoyuelos y mi sonrisa, y a mi padre se le caía la baba. Siempre hemos ido juntos a todas partes.
Mi padre es ese tío valiente que cuando se prejubiló cumplió su amenaza de toda la vida: cortarse el bigote. Mi madre le estuvo mirando con cara rara y luego riéndose como si no se lo creyera durante semanas, y aún mi amiga Chari me dice cuando le ve que no parece él.
Mi padre es ese hombre que nos pintó un cuadro a cada una, como ya conté, y que hace que el cuarto de estar de su casa parezca la trastienda del Prado con tanto bodegón y retrato.
Mi padre es ese hombre que nos repite diez mil veces al día que "no se dejan los cables enchufados a la corriente sin conectar el aparato, que un día salimos ardiendo" cuando ve las regletas de la casa, llenas de enchufes y con todos los cables tirados.
Mi padre es ese hombre al que le decimos: "Papá, que dice mi hermana que le traigas unos crispis que son como integrales pero que no lo son, con chocolate pero que no son todos, vienen algunos sí y otros no, y que sea chocolate negro belga 100%, y a mí tráeme pan integral con semillas, pero del que no lleva fibra, que luego no paro de ir al baño, y mamá dice no se qué de que le traigas sus barritas de centeno, pero no las de la otra vez, las de hace tres o cuatro semanas, gracias" y el tipo se recorre el mundo entero para atender a nuestras descripciones y tratar de satisfacernos. Cuando le mando al herbolario debe de ser de traca.
Y cuando por fin aparece con todo perfecto siempre nos dice: "Me tendríais que estar haciendo constantemente la ola, eso es lo que tendríais que hacer".
Mi padre es el hombre creativo y con recursos que el día aciago en que mi madre perdió un pendiente de esos que son reliquia familiar cara-carísima, y en su depresión post pérdida le dio el otro a mi padre, mi padre se lo engarzó en un anillo para que pudiese seguir llevándolo en solitario y nunca más lo perdiera.
Mi padre es un hombre con tanto estilo y tanta elegancia que nos compra ropa, como él define, de "rabiosísima actualidad", que la ves y dices: "yo esto no me lo pongo", pero te lo pruebas y resulta que es lo más cómodo del mundo, o lo que mejor te queda, o ambas cosas. Mi padre antes vestía sólo de negro, como Karl Lagerfield, pero mi madre le ha convencido de que "pareces un cucaracho" y ahora es una explosión de color.
Mi padre es el hombre que pacientemente nos ha escuchado, arreglado todo lo que nos cargamos habitualmente, resuelto todos los problemas en los que le hemos pedido ayuda, y confirmado que sí, que estaba loco por tener dos hijas.
Hace un par de años, mi hermana le regaló un cuadrito en el que ponía:
"Todos los hombres pueden ser padres, pero hay que ser muy especial para poder ser papá".
Mi padre es un papá. Le adoro.
Feliz día, papá. Feliz vida.
PD: Edito para decir que el análisis de algunas de las frases de mi padre lo ha hecho mi hermana, alias Neita, los derechos de autora son lo primero (esto lo hago bajo presión de ella misma y su amenaza de denunciarme por no citaría, ahí queda Litel)
Mi padre es un hombre que nació con bigote. Seguramente los documentos gráficos de su nacimiento contradigan este dato,pero lo cierto es que cuando conoció a mi madre, allá por los 70, ya venía con él. Mis padres se conocieron en La Central, un bar que hay en la plaza de Chueca donde cada año volvemos a tomarnos un vino y una tapa de atún. Parece que ella, una pitiminí de libro, hija de sastres y afincada en lo que entonces era la zona pijo-castiza de Madrid, celebraba su cumpleaños allí, y que mi padre y sus hermanos, provincianos de pueblo de los de celebrar la matanza, iniciaron la clásica maniobra del acople, algo por cierto muy dado aún en las noches de fiesta madrileña, en las que como te descuides se te han metido dos o tres grupos de tíos entre las filas y no te has dado ni cuenta.
Parece que después de muchos dimes y diretes y otros avatares, se casaron, y tiempo después me engendraron a mí. Mi padre siempre dice que como ellos eran cuatro hermanos, él siempre quiso tener hijas, y espero que el resto pensase lo mismo porque todos mis tíos tienen chicas. Cuando yo nací debe ser que fui el juguete que mi padre esperaba: me convirtió en su alter-ego en femenino y en pequeño, aunque sin bigote. Me cortaba el pelo a lo chico con estilo y elegancia y me vestía de alternativa, con pantalones anchos y americanas con chapas. Por aquel entonces era yo una niña riquísima, con mis hoyuelos y mi sonrisa, y a mi padre se le caía la baba. Siempre hemos ido juntos a todas partes.
Mi padre es ese tío valiente que cuando se prejubiló cumplió su amenaza de toda la vida: cortarse el bigote. Mi madre le estuvo mirando con cara rara y luego riéndose como si no se lo creyera durante semanas, y aún mi amiga Chari me dice cuando le ve que no parece él.
Mi padre es ese hombre que nos pintó un cuadro a cada una, como ya conté, y que hace que el cuarto de estar de su casa parezca la trastienda del Prado con tanto bodegón y retrato.
Mi padre es ese hombre que nos repite diez mil veces al día que "no se dejan los cables enchufados a la corriente sin conectar el aparato, que un día salimos ardiendo" cuando ve las regletas de la casa, llenas de enchufes y con todos los cables tirados.
Mi padre es ese hombre al que le decimos: "Papá, que dice mi hermana que le traigas unos crispis que son como integrales pero que no lo son, con chocolate pero que no son todos, vienen algunos sí y otros no, y que sea chocolate negro belga 100%, y a mí tráeme pan integral con semillas, pero del que no lleva fibra, que luego no paro de ir al baño, y mamá dice no se qué de que le traigas sus barritas de centeno, pero no las de la otra vez, las de hace tres o cuatro semanas, gracias" y el tipo se recorre el mundo entero para atender a nuestras descripciones y tratar de satisfacernos. Cuando le mando al herbolario debe de ser de traca.
Y cuando por fin aparece con todo perfecto siempre nos dice: "Me tendríais que estar haciendo constantemente la ola, eso es lo que tendríais que hacer".
Mi padre es el hombre creativo y con recursos que el día aciago en que mi madre perdió un pendiente de esos que son reliquia familiar cara-carísima, y en su depresión post pérdida le dio el otro a mi padre, mi padre se lo engarzó en un anillo para que pudiese seguir llevándolo en solitario y nunca más lo perdiera.
Mi padre es un hombre con tanto estilo y tanta elegancia que nos compra ropa, como él define, de "rabiosísima actualidad", que la ves y dices: "yo esto no me lo pongo", pero te lo pruebas y resulta que es lo más cómodo del mundo, o lo que mejor te queda, o ambas cosas. Mi padre antes vestía sólo de negro, como Karl Lagerfield, pero mi madre le ha convencido de que "pareces un cucaracho" y ahora es una explosión de color.
Mi padre es el hombre que pacientemente nos ha escuchado, arreglado todo lo que nos cargamos habitualmente, resuelto todos los problemas en los que le hemos pedido ayuda, y confirmado que sí, que estaba loco por tener dos hijas.
Hace un par de años, mi hermana le regaló un cuadrito en el que ponía:
"Todos los hombres pueden ser padres, pero hay que ser muy especial para poder ser papá".
Mi padre es un papá. Le adoro.
Feliz día, papá. Feliz vida.
PD: Edito para decir que el análisis de algunas de las frases de mi padre lo ha hecho mi hermana, alias Neita, los derechos de autora son lo primero (esto lo hago bajo presión de ella misma y su amenaza de denunciarme por no citaría, ahí queda Litel)
domingo, 11 de marzo de 2012
El abuelo
Hace poco me decía Raquel, la formadora de un curso, que "lo único seguro en esta vida es que tod@s, en algún momento, vamos a pasar a otro plano". Estoy de acuerdo, si alguna certeza tenemos en esta vida es que antes o después, la muerte va a venir a hacernos una visita. Yo creo que no es el hecho de morirnos en sí lo que nos inquieta, sino dudar de lo que vendrá después. El ser humano necesita certezas a las que agarrarse.
Cuando yo he pensado en la muerte en algún momento de mi vida, siempre se me ha venido a la mente mi abuelo Patricio. Mi abuelo es el padre de mi padre, y a sus 95 años es la persona con más paz que conozco. Mi abuela Isidora, su mujer, falleció hace casi 5 años, y fue la primera de mis cuatro abuelos en marchar. Tod@s creímos que tras más de 70 años juntos mi abuelo duraría pocas semanas más, pero lo cierto es que lo que duró poco fue el luto, que se quitó voluntariamente cuando, pocos meses después, vio nacer a su primera bisnieta, y digo primera porque hasta hoy ha visto nacer a otros 4 más y ha recibido la noticia de un quinto que viene en camino.
Mi abuelo Patricio nació el mismo día que yo pero muchos años antes, quizá por eso es mi padrino. Vivió muchos años en un pueblo perdido en la sierra de Gredos, es una casa maravillosa entre ovejas y jornaleros. Tuvo muchos hermanos, ni siquiera acertaría a decir cuántos, sólo se que uno de ellos mató a otro durante la Guerra civil, durante la que cada uno estuvo en un bando. Las guerras siempre son crueles y rompen familias.
En algún momento de su vida conoció a mi abuela, hija de un terrateniente pudiente del pueblo, y se casó con ella. Juntaron las tierras que uno y otra tenían y se trasladaron a vivir a casa de ella, donde podían guardar cómodamente a los animales y acoger a los jornaleros que en períodos de recolecta pasaban por allí.
En los siguientes años tuvieron cuatro hijos. Los chavales se hicieron mayores, y llegado un momento se instalaron em Madrid en busca de nuevas oportunidades. Años más tarde, mis abuelos se vinieron a vivir también a la capital, aunque cada año regresaban durante varios meses a su aldea natal a reencontrarse con sus raíces.
Mi abuela era una mujer fuerte, temperamental, amable en su rectitud, y a la que la vida fue consumiendo hasta el final de sus días. Murió como decía hace casi cinco años en su pueblo, la parca le pilló en su retiro anual.
Mi abuelo, sin embargo, fue siempre un hombre sonriente, amable, cariñoso. La paz de la que hablaba era asombrosa, siempre sentado en su sofá, sin oír nada, sonriendo a todo el mundo, lanzando besos. Todo el vecindario le conoce, es un gusto verle salir a la calle con su bastón y su sonrisa para pararse cada medio metro a saludar a gente mayor, joven, de toda la vida del barrio, de nueva incorporación, y allá donde se oye su nombre sigue un abrazo. Nunca se quejó de la vida como hace la gente mayor, que ve venir la muerte.
A sus 95 años ha visto morir a sus hermanos, a sus amigos, a su mujer, pero no por ello ha tirado nunca la toalla. "La vida merece la pena, hijitas" se leía en sus ojos. Cada año nos hemos felicitado el cumpleaños de la misma forma: "yo también cumplo, hijita, pero alguno más", y yo sonrío pensando en cuánta serenidad hay en alguien que cumpliendo tantos años sigue disfrutando de ello.
El viernes, mi abuelo pasó a ese otro plano que Raquel hablaba. Murió después de comer, durmiendo la siesta, como todo español quisiera morir, habiendo dado su paseo matinal y habiendo regalado sonrisas a quienes tuvieron la suerte de cruzarse con él.
Ayer le llevamos por última vez a su casa, a su aldea, a sus raíces. Fue maravilloso ver como de repente el pueblo se llenó de gente a la que no conozco, pero que en algún momento de la vida se cruzó en su camino y que ayer quiso estar. Supongo que eso es a lo que todo el mundo aspira, a dejar huella. Volver de nuevo a la tierra en un último atardecer en la sierra de Gredos rodeado de pensamientos bonitos, de recuerdos felices y de sonrisas y lágrimas.
Al final es cierto que todo lo que somos vuelve. Mi abuelo fue amor, y su adiós terrenal no podía ser de otra forma. Estoy segura que en el cielo se ha encontrado con mi abuela, y lo han visto todo juntos, con las manos entrelazadas, como siempre caminaban, y sus sonrisas puestas. Seguro que el cielo tiene hasta sofás orejeros para que puedan merendar tranquilamente.
Sea como sea, confío en tener, algún día, la paz con la que vivió. Así sí que merece la pena volver a vivir. Morir dejando una lección que aprender es más de lo que puede aspirar una humilde maestra.
Gracias, de verdad, y hasta siempre, abuelo Patricio.
Cuando yo he pensado en la muerte en algún momento de mi vida, siempre se me ha venido a la mente mi abuelo Patricio. Mi abuelo es el padre de mi padre, y a sus 95 años es la persona con más paz que conozco. Mi abuela Isidora, su mujer, falleció hace casi 5 años, y fue la primera de mis cuatro abuelos en marchar. Tod@s creímos que tras más de 70 años juntos mi abuelo duraría pocas semanas más, pero lo cierto es que lo que duró poco fue el luto, que se quitó voluntariamente cuando, pocos meses después, vio nacer a su primera bisnieta, y digo primera porque hasta hoy ha visto nacer a otros 4 más y ha recibido la noticia de un quinto que viene en camino.
Mi abuelo Patricio nació el mismo día que yo pero muchos años antes, quizá por eso es mi padrino. Vivió muchos años en un pueblo perdido en la sierra de Gredos, es una casa maravillosa entre ovejas y jornaleros. Tuvo muchos hermanos, ni siquiera acertaría a decir cuántos, sólo se que uno de ellos mató a otro durante la Guerra civil, durante la que cada uno estuvo en un bando. Las guerras siempre son crueles y rompen familias.
En algún momento de su vida conoció a mi abuela, hija de un terrateniente pudiente del pueblo, y se casó con ella. Juntaron las tierras que uno y otra tenían y se trasladaron a vivir a casa de ella, donde podían guardar cómodamente a los animales y acoger a los jornaleros que en períodos de recolecta pasaban por allí.
En los siguientes años tuvieron cuatro hijos. Los chavales se hicieron mayores, y llegado un momento se instalaron em Madrid en busca de nuevas oportunidades. Años más tarde, mis abuelos se vinieron a vivir también a la capital, aunque cada año regresaban durante varios meses a su aldea natal a reencontrarse con sus raíces.
Mi abuela era una mujer fuerte, temperamental, amable en su rectitud, y a la que la vida fue consumiendo hasta el final de sus días. Murió como decía hace casi cinco años en su pueblo, la parca le pilló en su retiro anual.
Mi abuelo, sin embargo, fue siempre un hombre sonriente, amable, cariñoso. La paz de la que hablaba era asombrosa, siempre sentado en su sofá, sin oír nada, sonriendo a todo el mundo, lanzando besos. Todo el vecindario le conoce, es un gusto verle salir a la calle con su bastón y su sonrisa para pararse cada medio metro a saludar a gente mayor, joven, de toda la vida del barrio, de nueva incorporación, y allá donde se oye su nombre sigue un abrazo. Nunca se quejó de la vida como hace la gente mayor, que ve venir la muerte.
A sus 95 años ha visto morir a sus hermanos, a sus amigos, a su mujer, pero no por ello ha tirado nunca la toalla. "La vida merece la pena, hijitas" se leía en sus ojos. Cada año nos hemos felicitado el cumpleaños de la misma forma: "yo también cumplo, hijita, pero alguno más", y yo sonrío pensando en cuánta serenidad hay en alguien que cumpliendo tantos años sigue disfrutando de ello.
El viernes, mi abuelo pasó a ese otro plano que Raquel hablaba. Murió después de comer, durmiendo la siesta, como todo español quisiera morir, habiendo dado su paseo matinal y habiendo regalado sonrisas a quienes tuvieron la suerte de cruzarse con él.
Ayer le llevamos por última vez a su casa, a su aldea, a sus raíces. Fue maravilloso ver como de repente el pueblo se llenó de gente a la que no conozco, pero que en algún momento de la vida se cruzó en su camino y que ayer quiso estar. Supongo que eso es a lo que todo el mundo aspira, a dejar huella. Volver de nuevo a la tierra en un último atardecer en la sierra de Gredos rodeado de pensamientos bonitos, de recuerdos felices y de sonrisas y lágrimas.
Al final es cierto que todo lo que somos vuelve. Mi abuelo fue amor, y su adiós terrenal no podía ser de otra forma. Estoy segura que en el cielo se ha encontrado con mi abuela, y lo han visto todo juntos, con las manos entrelazadas, como siempre caminaban, y sus sonrisas puestas. Seguro que el cielo tiene hasta sofás orejeros para que puedan merendar tranquilamente.
Sea como sea, confío en tener, algún día, la paz con la que vivió. Así sí que merece la pena volver a vivir. Morir dejando una lección que aprender es más de lo que puede aspirar una humilde maestra.
Gracias, de verdad, y hasta siempre, abuelo Patricio.
domingo, 8 de mayo de 2011
De cuando Lita llegó a nuestras vidas. Capítulo I
Mis padres no querían tener hijos (ni hijas), eso es información de dominio público. Se conocieron en un bar de Chueca hace unos 40 años y tuvieron un noviazgo de 8 años plagado de viajes, salidas y fiestas. Más tarde se casaron y tuvieron una vida matrimonial plagada de viajes, salidas y fiestas, pero también de mucho trabajo. Ambos tenían jornadas maratonianas en una farmacéutica y una agencia de viajes respectivamente y el tiempo libre que sacaban lo invertían en potenciar su de por sí agitada vida social.
Por razones que nunca han sido del todo esclarecidas, allá por los años 80, mi madre se quedó embarazada. Aquello pudo trastocar ligeramente su ideal de vida, pero no del todo, porque cuando un 24 de agosto vine al mundo, lo primero que hicieron fue contratar a una muchacha que se quedase conmigo en los tiempos en los que ni mi madre ni mi padre podían estar en casa. Aquella chica veinteañera se llamaba Virginia, vivía en mi casa y entre sus principios de cuidado de un bebé se encontraban cantarme canciones de Sinead O´Connor y Simon&Garfunkel, montarme en los caballitos y jugar conmigo incansablemente. Una Mary Poppins del siglo XX, vaya (siglo XX porque aún no habíamos dado el salto cuántico al actual siglo XXI).
Virginia pronto descubrió que podía tocar esferas más altas y con todo el dolor de su corazón (bueno, no sé si fue tan dramático pero me gusta pensar que le dolió en lo más profundo de su ser separarse de un bebé tan maravilloso como yo) se marchó de nuestro hogar. Días más tarde, llegó una nueva chica a mi casa. Se llamaba Lidia, y era el polo opuesto a Virginia: veinteañera también, eso sí, pero más parecida a la Teniente O´Neal que a una inocente niñera con paraguas. Coincidió además que por aquel entonces estaba yo en la etapa en la que mi mente generó una mejor amiga imaginaria (rubia y con coletas, que yo he sido siempre muy fetichista), y como mis padres de pedagogía evolutiva no saben mucho, pensaron que me sentía sola y decidieron tener otra hija para que me hiciese compañía. Nació así mi hermana, que pasó a ser el ojito derecho de Lidia, y yo quedé relegada a un segundo plano del que nunca llegué a salir con ella.
Lidia también siguió su curso vital, y cuando se quedó embarazada de su primer hijo decidió abandonar nuestro hogar, que fue el suyo durante 15 años. Como ya estábamos creciditas para necesitar que nadie se hiciera cargo de nosotras, mis padres contrataron por primera vez a una clásica empleada del hogar. Llegó en aquel momento a nuestras vidas Lita.
Lita era una mujer de unos 60 años, filipina, con la sonrisa tatuada en la cara. De español sabía poco y hablaba menos, pero al principio no importó mucho porque era bastante agradable y no nos importaba repetirle las cosas mil veces.
Los primeros problemas llegaron nada más empezar en el plano gastronómico. Lita cocinaba relativamente bien, pero sólo platos que contenían dos ingredientes básicos: pasta y soja. Puede parecer en los inicios (y de hecho nos lo pareció) muy exótico comer pasta y soja en todas sus variantes casi a diario, pero a los dos meses necesitábamos una tortilla de patatas como los peces necesitan el agua para poder seguir viviendo.
Por más que le explicábamos que nosotros éramos de aceite de oliva y dieta mediterránea, ella seguía erre que erre con la soja y la pasta hasta en la sopa. Hablando de sopa, el concepto en sí pierde su atractivo cuando llegas a la mesa y te encuentras una sopa con unos cuantos macarrones flotando en la superficie. Como la mujer no entendía, lo mismo le daba "fideo" que "macarrón" que "espagueti", si todo era pasta alargada.
Mi madre decidió dejar de comprar soja para evitar que nuestros estómagos la aborreciesen, pero los platos seguían, misteriosamente, sabiendo a lo mismo.
Un día, entrando a la cocina, la cazamos en plena acción: ella no estaba dispuesta a que dejásemos de comer al estilo oriental, así que se traía cada día un bote de soja en el bolso y ale, a condimentar la comida. Nos costó muchos disgustos explicarle que, aunque su comida era maravillosa, estábamos al borde de la úlcera gástrica, y aunque al final cedió, de cuando en cuando caía un chorro de su salsa favorita en cualquier plato insospechado.
El siguiente conflicto llegó poco tiempo después, y para no variar, me ví inmersa del todo en él. Estaba yo a punto de salir por ahí y mientras hacía acopio de todos los trastos para marcharme, me llamó mi padre:
- Te he dejado los 20 euros que me prestaste encima de la mesa.
Busqué en la mesa, pero allí no había nada.
- Aquí no hay nada, papá.
- Cómo no va a haber nada, busca bien.
-Busco y te llamo- y colgué.
Me puse a buscar como una loca y nada, que allí no aparecía. Llamé a Lita por el pasillo:
- Lita, ¿tú has visto 20 euros que dice mi padre que me ha dejado?
Lita me miró por el rabillo del ojo, y negando con la cabeza, se dio la vuelta y se fue. Yo insistí:
- Es que dice mi padre que ha dejado el billete encima de mi mesa, ¿no me lo habrás guardado en algún lado para limpiar?
La callada fue una vez más su respuesta. Decidí arriesgar por tercera vez:
- Lo digo porque lo mismo estaba por el medio y para que no se mojase con el Cristasol me lo has colocado en otro lado.
Por tercera vez pasó de mí en estéreo y se dio la vuelta. Diez minutos más tarde, la oí arrastrar unas bolsas por el pasillo. Me asomé y la ví con todas sus cosas guardadas en varios petates, llorando a todo llorar y saliendo en dirección a la calle:
- ¡¡LITA NO LADRONA!! ¡¡NO ROBA!!
Salí corriendo detrás de ella:
- ¡Que no, Lita, que no decía eso! ¡Espera un momento!
Ella seguía llorando amargamente y repitiendo una y otra vez el mismo discurso:
-¡¡LITA NO TOCA DINERO!! ¡¡NO COGE!!
Y yo intentando tranquilizarla:
- De verdad, Lita, perdóname, deja que te explique.
Pero Lita no me hizo ni puto caso y sacó la llave para marcharse. En ese momento sólo se me ocurrió contactar con un ser superior: llamé a mi madre. La mujer estaba en una reunión, pero al saber que estábamos en código rojo se salió y me dijo muy claramente con el mismo tono con el que me hablaba cuando llegaban a casa las notas:
- Busca la forma de que te entienda, pero por dios, que no se marche de casa y menos creyendo que la has llamado ladrona.
Entre mi madre vía telefónica (diciéndome lo que tenía que decirle, a modo mediadora de la ONU) y yo vía presencial, conseguimos que aguantase hasta la tarde. Después convocamos un claustro familiar con su marido de traductor simultáneo, y con mucha suavidad y mucho tacto conseguimos hacerle entender que no la estábamos llamando ladrona y que queríamos que se quedase. Aquella noche dormimos como benditos.
Este sólo fue el principio de la historia, la entrada triunfal de Lita en nuestras vidas. Lo mejor estaba por llegar...
Por razones que nunca han sido del todo esclarecidas, allá por los años 80, mi madre se quedó embarazada. Aquello pudo trastocar ligeramente su ideal de vida, pero no del todo, porque cuando un 24 de agosto vine al mundo, lo primero que hicieron fue contratar a una muchacha que se quedase conmigo en los tiempos en los que ni mi madre ni mi padre podían estar en casa. Aquella chica veinteañera se llamaba Virginia, vivía en mi casa y entre sus principios de cuidado de un bebé se encontraban cantarme canciones de Sinead O´Connor y Simon&Garfunkel, montarme en los caballitos y jugar conmigo incansablemente. Una Mary Poppins del siglo XX, vaya (siglo XX porque aún no habíamos dado el salto cuántico al actual siglo XXI).
Virginia pronto descubrió que podía tocar esferas más altas y con todo el dolor de su corazón (bueno, no sé si fue tan dramático pero me gusta pensar que le dolió en lo más profundo de su ser separarse de un bebé tan maravilloso como yo) se marchó de nuestro hogar. Días más tarde, llegó una nueva chica a mi casa. Se llamaba Lidia, y era el polo opuesto a Virginia: veinteañera también, eso sí, pero más parecida a la Teniente O´Neal que a una inocente niñera con paraguas. Coincidió además que por aquel entonces estaba yo en la etapa en la que mi mente generó una mejor amiga imaginaria (rubia y con coletas, que yo he sido siempre muy fetichista), y como mis padres de pedagogía evolutiva no saben mucho, pensaron que me sentía sola y decidieron tener otra hija para que me hiciese compañía. Nació así mi hermana, que pasó a ser el ojito derecho de Lidia, y yo quedé relegada a un segundo plano del que nunca llegué a salir con ella.
Lidia también siguió su curso vital, y cuando se quedó embarazada de su primer hijo decidió abandonar nuestro hogar, que fue el suyo durante 15 años. Como ya estábamos creciditas para necesitar que nadie se hiciera cargo de nosotras, mis padres contrataron por primera vez a una clásica empleada del hogar. Llegó en aquel momento a nuestras vidas Lita.
Lita era una mujer de unos 60 años, filipina, con la sonrisa tatuada en la cara. De español sabía poco y hablaba menos, pero al principio no importó mucho porque era bastante agradable y no nos importaba repetirle las cosas mil veces.
Los primeros problemas llegaron nada más empezar en el plano gastronómico. Lita cocinaba relativamente bien, pero sólo platos que contenían dos ingredientes básicos: pasta y soja. Puede parecer en los inicios (y de hecho nos lo pareció) muy exótico comer pasta y soja en todas sus variantes casi a diario, pero a los dos meses necesitábamos una tortilla de patatas como los peces necesitan el agua para poder seguir viviendo.
Por más que le explicábamos que nosotros éramos de aceite de oliva y dieta mediterránea, ella seguía erre que erre con la soja y la pasta hasta en la sopa. Hablando de sopa, el concepto en sí pierde su atractivo cuando llegas a la mesa y te encuentras una sopa con unos cuantos macarrones flotando en la superficie. Como la mujer no entendía, lo mismo le daba "fideo" que "macarrón" que "espagueti", si todo era pasta alargada.
Mi madre decidió dejar de comprar soja para evitar que nuestros estómagos la aborreciesen, pero los platos seguían, misteriosamente, sabiendo a lo mismo.
Un día, entrando a la cocina, la cazamos en plena acción: ella no estaba dispuesta a que dejásemos de comer al estilo oriental, así que se traía cada día un bote de soja en el bolso y ale, a condimentar la comida. Nos costó muchos disgustos explicarle que, aunque su comida era maravillosa, estábamos al borde de la úlcera gástrica, y aunque al final cedió, de cuando en cuando caía un chorro de su salsa favorita en cualquier plato insospechado.
El siguiente conflicto llegó poco tiempo después, y para no variar, me ví inmersa del todo en él. Estaba yo a punto de salir por ahí y mientras hacía acopio de todos los trastos para marcharme, me llamó mi padre:
- Te he dejado los 20 euros que me prestaste encima de la mesa.
Busqué en la mesa, pero allí no había nada.
- Aquí no hay nada, papá.
- Cómo no va a haber nada, busca bien.
-Busco y te llamo- y colgué.
Me puse a buscar como una loca y nada, que allí no aparecía. Llamé a Lita por el pasillo:
- Lita, ¿tú has visto 20 euros que dice mi padre que me ha dejado?
Lita me miró por el rabillo del ojo, y negando con la cabeza, se dio la vuelta y se fue. Yo insistí:
- Es que dice mi padre que ha dejado el billete encima de mi mesa, ¿no me lo habrás guardado en algún lado para limpiar?
La callada fue una vez más su respuesta. Decidí arriesgar por tercera vez:
- Lo digo porque lo mismo estaba por el medio y para que no se mojase con el Cristasol me lo has colocado en otro lado.
Por tercera vez pasó de mí en estéreo y se dio la vuelta. Diez minutos más tarde, la oí arrastrar unas bolsas por el pasillo. Me asomé y la ví con todas sus cosas guardadas en varios petates, llorando a todo llorar y saliendo en dirección a la calle:
- ¡¡LITA NO LADRONA!! ¡¡NO ROBA!!
Salí corriendo detrás de ella:
- ¡Que no, Lita, que no decía eso! ¡Espera un momento!
Ella seguía llorando amargamente y repitiendo una y otra vez el mismo discurso:
-¡¡LITA NO TOCA DINERO!! ¡¡NO COGE!!
Y yo intentando tranquilizarla:
- De verdad, Lita, perdóname, deja que te explique.
Pero Lita no me hizo ni puto caso y sacó la llave para marcharse. En ese momento sólo se me ocurrió contactar con un ser superior: llamé a mi madre. La mujer estaba en una reunión, pero al saber que estábamos en código rojo se salió y me dijo muy claramente con el mismo tono con el que me hablaba cuando llegaban a casa las notas:
- Busca la forma de que te entienda, pero por dios, que no se marche de casa y menos creyendo que la has llamado ladrona.
Entre mi madre vía telefónica (diciéndome lo que tenía que decirle, a modo mediadora de la ONU) y yo vía presencial, conseguimos que aguantase hasta la tarde. Después convocamos un claustro familiar con su marido de traductor simultáneo, y con mucha suavidad y mucho tacto conseguimos hacerle entender que no la estábamos llamando ladrona y que queríamos que se quedase. Aquella noche dormimos como benditos.
Este sólo fue el principio de la historia, la entrada triunfal de Lita en nuestras vidas. Lo mejor estaba por llegar...
viernes, 7 de enero de 2011
Fuerza
Parecía un presagio, y de hecho lo fue, el post que escribí anoche a estas horas acerca de pintarse la cara. Me explico.
Esta mañana me ha levantado mi madre a las 10.30 de la mañana, porque ella es así, como las madres del mundo. Supongo que cuando vas a la Escuela de Madres te enseñan, entre otras cosas, que la hora a la que tú amanezcas es perfectamente adecuada para que pongas en pie al resto de la familia, ya sean las 9 o las 12, ya sea en persona o por teléfono, ya haga frío o calor, da igual. Tú te levantas y automáticamente tocas la trompeta y que se prepare el que tenga sueño, porque se aguanta.
Total, que a esas horas intempestivas para una persona que está de vacaciones, me ha dado la luz y al grito de "¡¡HAN VENIDO LOS REYEEEEES!!" me ha puesto en pie cuando yo no sabía ni qué día era ni a qué Reyes se refería.
Cuando he recuperado un poco la consciencia me he ido a la puerta del salón, porque así somos en mi familia. Cada año nos venimos a dormir aquí y cuando nos levantamos nos ponemos en la puerta del salón y entramos todos a la vez para lanzarnos sin compasión a los paquetes envueltos. Qué le vamos a hacer, nos gusta la conciliación familiar en estos momentos tradicionales.
En esas estábamos, abriendo la puerta, cuando he vislumbrado, al fondo del salón, un paquete muy grande con un cartel en el que ponía "Fuerza" y una nota con mi nombre. Al minuto he visto a mi madre llorar a lágrima viva y a mi padre mirarme con sonrisilla de padre emocionado, y todo ésto cuando yo estaba saliendo todavía de la fase REM del sueño que tenía.
He ido hacia el paquete, sin entender mucho, y he quitado despacio el papel que lo envolvía. Cuando lo he abierto no me lo podía creer: un retrato moderno de mí misma. Tendré que ir hacia atrás en el tiempo para explicar lo que esto significa.
Resulta que, cuando mi padre se jubiló, tardamos 15 segundos en decidir que o se dedicaba a canalizar su energía de alguna manera, o aquello podía acabar en tragedia de las que salen en España Directo a las 7 de la tarde. Cuando un padre o una madre se jubila, la familia sufre ligeramente, porque pasas de verle un rato al día a buscar un rato en el que no esté presente, ya sea en casa o fuera, con familia o sin familia, con tiempo o sin tiempo. Son como pequeños entes que vagan por la casa redescubriendo espacios y sin saber bien qué hacer, y claro, se dedica a meterse en todo lo que tú haces, a corregirte, en definitiva, a tocarte las narices hasta que te dan ganas de cometer un crimen con premeditación y alevosía contra tu propio progenitor/a.
Él había sido siempre muy mañoso dibujando, pero no pasaba de las caricaturas en las servilletas de los bares cuando salíamos por ahí. Cuando se jubiló y la familia entro en crisis decidió dar rienda suela a su creatividad y apuntarse a un estudio para pintar.
Desde ese día, la casa es como la trastienda del Prado. Decenas de bodegones, naturalezas muertas y paisajes se amontonan por todas partes como si de obras maestras se trataran. No hay paredes para tanto cuadro, pero no importa, porque aunque sean lienzos, él dice que son ensayos y como nosotras no tenemos ni idea, le creemos y le secundamos alegremente, porque una cosa es que adoremos su afición por la pintura, y otra muy diferente es tener la casa plagada de bodegones de manzanas.
Llevamos tiempo dándole la chapa con que en sus cuadros sólo hay vegetales y algún animal solitario, pero él nos explica que todavía no ha llegado a la fase de pintar personas, porque eso es muy complicado. La fase retrato es algo que, al menos en su estudio, sólo hacen los profes. Cuando puedes pintar un buen retrato se considera que no te hace falta seguir acercándote a clases a aprender, sino sólo a perfeccionarte.
Resulta que el hombre ha estado meses llendo a clases dobles e incluso triples para que le ayudaran a pintarme un retrato. Cuando digo que me lo ha pintado en plan moderno quiero decir que está hecho en tonos negros, rojos y plateados, y no puedo describir lo espectacular que es, no sólo técnicamente, sino cómo ha captado todo lo que yo soy y lo que yo emito a l@s demás.
Lo ha titulado "Fuerza" porque dice que eso es lo que yo represento para él, lo que yo soy ante las dificultades, "lo flamenca que te pones" me ha dicho.
Mi madre lloraba a lágrima viva emocionada y yo me pregunto si es que éste año he sido más buena que nunca para que los Reyes hayan dejado tanto amor en mi casa.

Parece ser que así es...
PD: Lo suyo sería colgar una foto del retrato, pero no cuelgo fotos personales aquí, así que sintiéndolo mucho, dejo que vuestra imaginación vuele...
Esta mañana me ha levantado mi madre a las 10.30 de la mañana, porque ella es así, como las madres del mundo. Supongo que cuando vas a la Escuela de Madres te enseñan, entre otras cosas, que la hora a la que tú amanezcas es perfectamente adecuada para que pongas en pie al resto de la familia, ya sean las 9 o las 12, ya sea en persona o por teléfono, ya haga frío o calor, da igual. Tú te levantas y automáticamente tocas la trompeta y que se prepare el que tenga sueño, porque se aguanta.
Total, que a esas horas intempestivas para una persona que está de vacaciones, me ha dado la luz y al grito de "¡¡HAN VENIDO LOS REYEEEEES!!" me ha puesto en pie cuando yo no sabía ni qué día era ni a qué Reyes se refería.
Cuando he recuperado un poco la consciencia me he ido a la puerta del salón, porque así somos en mi familia. Cada año nos venimos a dormir aquí y cuando nos levantamos nos ponemos en la puerta del salón y entramos todos a la vez para lanzarnos sin compasión a los paquetes envueltos. Qué le vamos a hacer, nos gusta la conciliación familiar en estos momentos tradicionales.
En esas estábamos, abriendo la puerta, cuando he vislumbrado, al fondo del salón, un paquete muy grande con un cartel en el que ponía "Fuerza" y una nota con mi nombre. Al minuto he visto a mi madre llorar a lágrima viva y a mi padre mirarme con sonrisilla de padre emocionado, y todo ésto cuando yo estaba saliendo todavía de la fase REM del sueño que tenía.
He ido hacia el paquete, sin entender mucho, y he quitado despacio el papel que lo envolvía. Cuando lo he abierto no me lo podía creer: un retrato moderno de mí misma. Tendré que ir hacia atrás en el tiempo para explicar lo que esto significa.
Resulta que, cuando mi padre se jubiló, tardamos 15 segundos en decidir que o se dedicaba a canalizar su energía de alguna manera, o aquello podía acabar en tragedia de las que salen en España Directo a las 7 de la tarde. Cuando un padre o una madre se jubila, la familia sufre ligeramente, porque pasas de verle un rato al día a buscar un rato en el que no esté presente, ya sea en casa o fuera, con familia o sin familia, con tiempo o sin tiempo. Son como pequeños entes que vagan por la casa redescubriendo espacios y sin saber bien qué hacer, y claro, se dedica a meterse en todo lo que tú haces, a corregirte, en definitiva, a tocarte las narices hasta que te dan ganas de cometer un crimen con premeditación y alevosía contra tu propio progenitor/a.
Él había sido siempre muy mañoso dibujando, pero no pasaba de las caricaturas en las servilletas de los bares cuando salíamos por ahí. Cuando se jubiló y la familia entro en crisis decidió dar rienda suela a su creatividad y apuntarse a un estudio para pintar.
Desde ese día, la casa es como la trastienda del Prado. Decenas de bodegones, naturalezas muertas y paisajes se amontonan por todas partes como si de obras maestras se trataran. No hay paredes para tanto cuadro, pero no importa, porque aunque sean lienzos, él dice que son ensayos y como nosotras no tenemos ni idea, le creemos y le secundamos alegremente, porque una cosa es que adoremos su afición por la pintura, y otra muy diferente es tener la casa plagada de bodegones de manzanas.
Llevamos tiempo dándole la chapa con que en sus cuadros sólo hay vegetales y algún animal solitario, pero él nos explica que todavía no ha llegado a la fase de pintar personas, porque eso es muy complicado. La fase retrato es algo que, al menos en su estudio, sólo hacen los profes. Cuando puedes pintar un buen retrato se considera que no te hace falta seguir acercándote a clases a aprender, sino sólo a perfeccionarte.
Resulta que el hombre ha estado meses llendo a clases dobles e incluso triples para que le ayudaran a pintarme un retrato. Cuando digo que me lo ha pintado en plan moderno quiero decir que está hecho en tonos negros, rojos y plateados, y no puedo describir lo espectacular que es, no sólo técnicamente, sino cómo ha captado todo lo que yo soy y lo que yo emito a l@s demás.
Lo ha titulado "Fuerza" porque dice que eso es lo que yo represento para él, lo que yo soy ante las dificultades, "lo flamenca que te pones" me ha dicho.
Mi madre lloraba a lágrima viva emocionada y yo me pregunto si es que éste año he sido más buena que nunca para que los Reyes hayan dejado tanto amor en mi casa.

Parece ser que así es...
PD: Lo suyo sería colgar una foto del retrato, pero no cuelgo fotos personales aquí, así que sintiéndolo mucho, dejo que vuestra imaginación vuele...
sábado, 18 de diciembre de 2010
Cómo ir a la nieve (y no morir en el intento)
Hoy traigo una historia bastante navideña, porque la nieve no deja de ser muy representativa de christmas, estampas festivas y belenes (hago aquí una pausa para reflejar mi estupor por la nieve que la gente pone en los belenes, porque digo yo que en Palestina, nieve, lo que se dice nieve, no hay mucha que digamos. En otro post hablaremos de las incongruencias de los belenes, porque puest@s a ser fieles a la historia, me cuesta mucho imaginar a un niño palestino que sea rubio, con ojos azules y mejillas sonrosadas, pero a fin de cuentas, como era el hijo de Dios, supongo que sería como a él le apeteciese, como si lo hubiese querido hacer pelirrojo, o gótico. Dentro de nada, veremos un niño Jesús gótico, fijo).
Decía que la nieve es muy representativa de los paisajes navideños, aunque a mí me cueste mucho apreciar este estado del agua que tantos disgustos me trae.
Hay gente a la que se le llama por el camino del equilibrio, el deporte, la aventura y el riesgo.
Bien, a mí se me llamó por otros caminos.
No digo que no me guste el deporte, que me gusta, pero no tengo especiales habilidades para desenvolverme en según que terrenos, y si en suelo firme suelo acabar rodando, en superficies resbaladizas pierdo el poco equilibrio que tengo y la poca vergüenza residual que de vez en cuando me inunda.
Corría el año 2000 (creo) cuando fui por primera vez a la nieve. He de decir que había visto la nieve, pero cuando hablo de "ir a la nieve" me refiero a una estación de esquí, con sus pistas, sus telesillas y sus atascos kilométricos de la entrada.
Estábamos en mi pueblo (aprovecho para darle bombo desde aquí, se llama Navamorisca y llamarlo "pueblo" es una osadía, porque allí no viven durante el año más de 12 personas, pero es un paraíso terrenal para l@s amantes de la vida montañera y la estufa de leña), y como el invierno es duro en la Sierra de Gredos, nos dijimos "vamos a explorar territorios desconocidos".
Lo primero que hace alguien que decide ir a la nieve, es buscar ropa de abrigo para soportar las gélidas temperaturas montañeras.
Debo reseñar antes que, siendo mi pueblo tan pequeño y recóndito, cuando vamos allí a pasar unos días perdemos las formas y la compostura en cuanto a vestimenta se refiere, y denominamos el estilismo puebleril como "ropa de p´aquí". La expresión "p´aquí" es muy usada en el pueblo para definir un espacio, por ejemplo, ayer vinimos "p´aquí", nos quedamos unos días de vacaciones y el lunes nos volvemos "p´allí".
La ropa de "p´aquí" es toda esa ropa que jamás te pondrías en tu ciudad natal pero que da pena tirarla, y la mandas para el pueblo. Cantidades industriales de camisas de franela, camisetas de propoganda y chándales fluorescentes pueblan nuestros armarios como si de escaparates de moda setentera se tratase.
Con este percal nos pusimos a buscar algo decente que ponernos para ir a la nieve, y encontramos un pequeño problema de base: o superponíamos capas, o moríamos en el intento, porque claro, una no sale de su casa de Madrid con intencion de ir a la nieve, y en ese momento Quechua no estaba tan extendido como lo está ahora.
Tras una noche de intensa búsqueda y varias tentativas de tirar la toalla, la estampa que formamos fue la siguiente:
- Mi prima L. (de mi edad) : arrasando con la moda reivindicativa, iba abrigada con un gorro y una bufanda monísimos con el eslógan "Día de la mujer trabajadora, 1992". Sus alegres gafas iban pegadas con cinta aislante a las gafas de sol que le había prestado su padre y que llevaba superpuestas encima de las de ver, por si la nieve la deslumbraba. Un pantalón de chándal rosa fluorescente, de los de madre de hacer aeróbic de la época de Jane Fonda, y un plumas verde fluorescente, muy a juego con la indumentaria general.
- Mi prima P (5 años mayor que yo): exactamente la misma estampa de L. (son hermanas), pero con gorro y bufanda de propaganda de cualquier comercio de barrio. El pantalón de chándal idéntico, pero azul, porque una madre no compra un pantalón de chándal sin comprar otro exactamente igual para ponérselo mientras lava el primero.
- YO: Como mi madre hacía aeróbic en mallas, el pantalón de chándal no estaba disponible en mi hogar, así que hubo que improvisar. Mi padre dijo emocionado que tenía "un pantalón impermeable de cuando era joven". Cuando lo sacó, efectivamente era de cuando era joven, tendría aproximadamente 7 años cuando se lo puso por última vez, y cabe destacar que yo tengo una altura considerable. Ahí surgió la moda de los pantalones pirata en mi casa (mis padres son muy visionarios).
Como me quedaba pesquero-raquítico (es decir, por la rodilla), mi madre me buscó algo para ponerme debajo, y no se cómo me acabó convenciendo de que un pantalón de pijama de franela era lo más abrigado que podía llevar, y que total, no se iba a notar. En un cuarto oscuro no se hubiera notado, desde luego. La nieve era otra cosa.
En la parte superior, una sudadera de "Curro se va al Caribe" ilustraba mi tronco, y como colofón, unos guantes de esos de dedos de muñecos de cuando era pequeña, porque jamás se nos ocurrió llevar un buen par de guantes a un pueblo donde la temperatura habitual es de menos de 10º. Previsora que es una.
El espectáculo que daba mi indumentaria era para cobrar entrada.

También iban otros familiares, pero no merece la pena describir todos los atuendos. Con esos tres es suficiente para hacerse una idea de por qué jamás hicimos fotos de ese momento.
Con estas condiciones nos montamos en el coche y partimos rumbo a la estación de esquí convencidas de que íbamos a salir esquiando como unas auténticas Fernández Ochoa.
Al llegar, las personas que estaban regulando el telesilla ya nos ficharon, pero se abstuvieron de comentar. Nos pusimos los esquís y nos montamos en el telesilla, yo con mi prima L., que no podía apenas moverse ni veía un pijo por ninguno de los dos pares de gafas que llevaba, tan bien sujetos por su precavido padre que no le llegaba el riego sanguíneo al cerebro.
Nosotras nos montamos en el telesilla y partimos rumbo a la montaña, girándonos cada poco para ver cómo los trabajadores del telesilla nos hacían gestos con las manos, levantándolas en el aire y gritándonos algo. Pensamos que eran muy majetes y nos pegamos todo el camino saludándoles, hasta que descubrimos, una vez que volvimos a subir en el telesilla de bajada, que subíamos sin haber bajado la barrera de seguridad, y que nos advertían del peligro de morir por caída libre. Yo debo ser como un gato pero con unas cuantas vidas más, porque mira que me la juego.
Bajar del telesilla ya fue otro tema: nosotras nos lanzamos como pudimos, pero mi prima P. y mi prima B. decidieron darse una vuelta al ruedo y repetir el recorrido, porque no se veían seguras. Los del telesilla de arriba también nos ficharon. El cuadro que estábamos dando en conjunto ya era apoteósico.
Mientras mi familia trataba de unirse, yo empecé a deslizarme sin quererlo por mi propio impulso, y para cuando mi instructora se quiso dar cuenta, yo bajaba la pendiente cuesta abajo mientras gritaba que no sabía frenar. Como no se me ocurría qué hacer, y soy una tía resolutiva, decidí hacer lo que había visto en la tele: agacharme y echar los bastones hacia atrás. Decir que cogí velocidad es poco decir, porque ya dudaba sobre si esquiar y levitar era lo mismo. Iba tan feliz que no me dí cuenta de que la pista se terminaba y una cola inmensa de gente que esperaba para subir a otra pista me miraba horrorizaba por el choque inminente. Empecé a oír voces como en off que gritaban:
- ¡¡Haz cuña!! ¡¡Haz cuña!! ¡¡HAZ CUÑAAAAAA!!
Qué fácil.
¿Qué cojones era la cuña?
Como no quería mentir, y yo soy de decir verdades en momentos tensos, grité como pude:
- ¡¡¡¡¡¡¡NO SÉEEEEEEE!!!!!!!!
Y me agaché otro poco para hacer tiempo mientras me estampaba.
El final de mi bajada fue tan como lo habíamos previsto, y todo el camino resonaba la voz de mi madre con su frase favorita: "lo estaba viendo venir". Cuando una madre ve venir algo, las posibilidades de que esto ocurra se elevan a la enésima potencia, y como yo tenía su cara en mi mente, la regla se cumplió. Me estampé contra la cola de personas que esperaban pacientemente. Me dijeron de todo menos bonita.
Dada mi primera experiencia, y a modo de conciliación grupal, decidí intentar integrarme en aquella cola de gente que esperaba para subir más arriba para no sentirme discriminada. Cuando oí la palabra "percha", y entendí que era lo que había que usar para subir a una pista más elevada, no imaginé el infernal artefacto.

Por fácil que pueda parecer, subirse en ese chisme es tan fácil como resolver integrales de cabeza, así que el resultado volvió a ser una vez más el esperado. Una de las veces conseguí quedarme colgando de una pierna y decidí que era mejor subir de esa guisa que morir en el intento; por más que el personal de la estación me amenazó chungamente con cosas que me podían pasar si no me bajaba, no fue hasta que una piedra me golpeó la cabeza que entendí que aquello no llevaba a ningún sitio.
El resto del día fue como lo que acabo de contar pero en dejá vu constante, las mismas historias se repetían una y otra vez. Gorros de la Mujer Trabajadora, guantes de muñecos, esquís y otros objetos (incluso las gafas sujetas a una cabeza con cinta aislante) sobrevolaban una y otra vez nuestras cabezas mientras nos sacábamos la nieve de la boca. Yo llegué a pensar que igual era normal pasar el 90% del tiempo con la cabeza enterrada y los esquís en lo alto.
Cuando (¡¡¡por fin!!!) se terminó el día de "esquí", volvimos al telesilla para bajar y cuando llegábamos abajo oímos a los trabajadores decir: "Mira, ahí vuelven las primas". Con eso lo resumo todo.
En definitiva, no morí en el intento pero estuve bastante cerca unas cuantas veces. Ahora soy más de la teoría de mi prima P., que después de bajar del telesilla (esta vez a la primera) y maldecir en arameo a los cientos de niñ@s que pasaban con sus súper equipaciones a toda velocidad a nuestro lado, se quitó los esquís, los tiró al suelo y sentenció:
- Mi sitio en este lugar está sin duda en la cafetería.
Decía que la nieve es muy representativa de los paisajes navideños, aunque a mí me cueste mucho apreciar este estado del agua que tantos disgustos me trae.
Hay gente a la que se le llama por el camino del equilibrio, el deporte, la aventura y el riesgo.
Bien, a mí se me llamó por otros caminos.
No digo que no me guste el deporte, que me gusta, pero no tengo especiales habilidades para desenvolverme en según que terrenos, y si en suelo firme suelo acabar rodando, en superficies resbaladizas pierdo el poco equilibrio que tengo y la poca vergüenza residual que de vez en cuando me inunda.
Corría el año 2000 (creo) cuando fui por primera vez a la nieve. He de decir que había visto la nieve, pero cuando hablo de "ir a la nieve" me refiero a una estación de esquí, con sus pistas, sus telesillas y sus atascos kilométricos de la entrada.
Estábamos en mi pueblo (aprovecho para darle bombo desde aquí, se llama Navamorisca y llamarlo "pueblo" es una osadía, porque allí no viven durante el año más de 12 personas, pero es un paraíso terrenal para l@s amantes de la vida montañera y la estufa de leña), y como el invierno es duro en la Sierra de Gredos, nos dijimos "vamos a explorar territorios desconocidos".
Lo primero que hace alguien que decide ir a la nieve, es buscar ropa de abrigo para soportar las gélidas temperaturas montañeras.
Debo reseñar antes que, siendo mi pueblo tan pequeño y recóndito, cuando vamos allí a pasar unos días perdemos las formas y la compostura en cuanto a vestimenta se refiere, y denominamos el estilismo puebleril como "ropa de p´aquí". La expresión "p´aquí" es muy usada en el pueblo para definir un espacio, por ejemplo, ayer vinimos "p´aquí", nos quedamos unos días de vacaciones y el lunes nos volvemos "p´allí".
La ropa de "p´aquí" es toda esa ropa que jamás te pondrías en tu ciudad natal pero que da pena tirarla, y la mandas para el pueblo. Cantidades industriales de camisas de franela, camisetas de propoganda y chándales fluorescentes pueblan nuestros armarios como si de escaparates de moda setentera se tratase.
Con este percal nos pusimos a buscar algo decente que ponernos para ir a la nieve, y encontramos un pequeño problema de base: o superponíamos capas, o moríamos en el intento, porque claro, una no sale de su casa de Madrid con intencion de ir a la nieve, y en ese momento Quechua no estaba tan extendido como lo está ahora.
Tras una noche de intensa búsqueda y varias tentativas de tirar la toalla, la estampa que formamos fue la siguiente:
- Mi prima L. (de mi edad) : arrasando con la moda reivindicativa, iba abrigada con un gorro y una bufanda monísimos con el eslógan "Día de la mujer trabajadora, 1992". Sus alegres gafas iban pegadas con cinta aislante a las gafas de sol que le había prestado su padre y que llevaba superpuestas encima de las de ver, por si la nieve la deslumbraba. Un pantalón de chándal rosa fluorescente, de los de madre de hacer aeróbic de la época de Jane Fonda, y un plumas verde fluorescente, muy a juego con la indumentaria general.
- Mi prima P (5 años mayor que yo): exactamente la misma estampa de L. (son hermanas), pero con gorro y bufanda de propaganda de cualquier comercio de barrio. El pantalón de chándal idéntico, pero azul, porque una madre no compra un pantalón de chándal sin comprar otro exactamente igual para ponérselo mientras lava el primero.
- YO: Como mi madre hacía aeróbic en mallas, el pantalón de chándal no estaba disponible en mi hogar, así que hubo que improvisar. Mi padre dijo emocionado que tenía "un pantalón impermeable de cuando era joven". Cuando lo sacó, efectivamente era de cuando era joven, tendría aproximadamente 7 años cuando se lo puso por última vez, y cabe destacar que yo tengo una altura considerable. Ahí surgió la moda de los pantalones pirata en mi casa (mis padres son muy visionarios).
Como me quedaba pesquero-raquítico (es decir, por la rodilla), mi madre me buscó algo para ponerme debajo, y no se cómo me acabó convenciendo de que un pantalón de pijama de franela era lo más abrigado que podía llevar, y que total, no se iba a notar. En un cuarto oscuro no se hubiera notado, desde luego. La nieve era otra cosa.
En la parte superior, una sudadera de "Curro se va al Caribe" ilustraba mi tronco, y como colofón, unos guantes de esos de dedos de muñecos de cuando era pequeña, porque jamás se nos ocurrió llevar un buen par de guantes a un pueblo donde la temperatura habitual es de menos de 10º. Previsora que es una.
El espectáculo que daba mi indumentaria era para cobrar entrada.
También iban otros familiares, pero no merece la pena describir todos los atuendos. Con esos tres es suficiente para hacerse una idea de por qué jamás hicimos fotos de ese momento.
Con estas condiciones nos montamos en el coche y partimos rumbo a la estación de esquí convencidas de que íbamos a salir esquiando como unas auténticas Fernández Ochoa.
Al llegar, las personas que estaban regulando el telesilla ya nos ficharon, pero se abstuvieron de comentar. Nos pusimos los esquís y nos montamos en el telesilla, yo con mi prima L., que no podía apenas moverse ni veía un pijo por ninguno de los dos pares de gafas que llevaba, tan bien sujetos por su precavido padre que no le llegaba el riego sanguíneo al cerebro.
Nosotras nos montamos en el telesilla y partimos rumbo a la montaña, girándonos cada poco para ver cómo los trabajadores del telesilla nos hacían gestos con las manos, levantándolas en el aire y gritándonos algo. Pensamos que eran muy majetes y nos pegamos todo el camino saludándoles, hasta que descubrimos, una vez que volvimos a subir en el telesilla de bajada, que subíamos sin haber bajado la barrera de seguridad, y que nos advertían del peligro de morir por caída libre. Yo debo ser como un gato pero con unas cuantas vidas más, porque mira que me la juego.
Bajar del telesilla ya fue otro tema: nosotras nos lanzamos como pudimos, pero mi prima P. y mi prima B. decidieron darse una vuelta al ruedo y repetir el recorrido, porque no se veían seguras. Los del telesilla de arriba también nos ficharon. El cuadro que estábamos dando en conjunto ya era apoteósico.
Mientras mi familia trataba de unirse, yo empecé a deslizarme sin quererlo por mi propio impulso, y para cuando mi instructora se quiso dar cuenta, yo bajaba la pendiente cuesta abajo mientras gritaba que no sabía frenar. Como no se me ocurría qué hacer, y soy una tía resolutiva, decidí hacer lo que había visto en la tele: agacharme y echar los bastones hacia atrás. Decir que cogí velocidad es poco decir, porque ya dudaba sobre si esquiar y levitar era lo mismo. Iba tan feliz que no me dí cuenta de que la pista se terminaba y una cola inmensa de gente que esperaba para subir a otra pista me miraba horrorizaba por el choque inminente. Empecé a oír voces como en off que gritaban:
- ¡¡Haz cuña!! ¡¡Haz cuña!! ¡¡HAZ CUÑAAAAAA!!
Qué fácil.
¿Qué cojones era la cuña?
Como no quería mentir, y yo soy de decir verdades en momentos tensos, grité como pude:
- ¡¡¡¡¡¡¡NO SÉEEEEEEE!!!!!!!!
Y me agaché otro poco para hacer tiempo mientras me estampaba.
El final de mi bajada fue tan como lo habíamos previsto, y todo el camino resonaba la voz de mi madre con su frase favorita: "lo estaba viendo venir". Cuando una madre ve venir algo, las posibilidades de que esto ocurra se elevan a la enésima potencia, y como yo tenía su cara en mi mente, la regla se cumplió. Me estampé contra la cola de personas que esperaban pacientemente. Me dijeron de todo menos bonita.
Dada mi primera experiencia, y a modo de conciliación grupal, decidí intentar integrarme en aquella cola de gente que esperaba para subir más arriba para no sentirme discriminada. Cuando oí la palabra "percha", y entendí que era lo que había que usar para subir a una pista más elevada, no imaginé el infernal artefacto.
Por fácil que pueda parecer, subirse en ese chisme es tan fácil como resolver integrales de cabeza, así que el resultado volvió a ser una vez más el esperado. Una de las veces conseguí quedarme colgando de una pierna y decidí que era mejor subir de esa guisa que morir en el intento; por más que el personal de la estación me amenazó chungamente con cosas que me podían pasar si no me bajaba, no fue hasta que una piedra me golpeó la cabeza que entendí que aquello no llevaba a ningún sitio.
El resto del día fue como lo que acabo de contar pero en dejá vu constante, las mismas historias se repetían una y otra vez. Gorros de la Mujer Trabajadora, guantes de muñecos, esquís y otros objetos (incluso las gafas sujetas a una cabeza con cinta aislante) sobrevolaban una y otra vez nuestras cabezas mientras nos sacábamos la nieve de la boca. Yo llegué a pensar que igual era normal pasar el 90% del tiempo con la cabeza enterrada y los esquís en lo alto.
Cuando (¡¡¡por fin!!!) se terminó el día de "esquí", volvimos al telesilla para bajar y cuando llegábamos abajo oímos a los trabajadores decir: "Mira, ahí vuelven las primas". Con eso lo resumo todo.
En definitiva, no morí en el intento pero estuve bastante cerca unas cuantas veces. Ahora soy más de la teoría de mi prima P., que después de bajar del telesilla (esta vez a la primera) y maldecir en arameo a los cientos de niñ@s que pasaban con sus súper equipaciones a toda velocidad a nuestro lado, se quitó los esquís, los tiró al suelo y sentenció:
- Mi sitio en este lugar está sin duda en la cafetería.
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