"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




Mostrando entradas con la etiqueta Muerte. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Muerte. Mostrar todas las entradas

viernes, 20 de abril de 2012

Crónica de una muerte anunciada

La vida ha vuelto a su cauce, o al menos eso parece. La oposición pasó, y los resultados vendrán cuando los sapos bailen flamenco, o cuando a la Consejería de Educación le plazca, que es lo mismo. Opositar en Madrid es como jugar al Cluedo: se investiga, se formulan conjeturas, se desmienten rumores gracias a las pistas y cuando por fin crees tener la solución descubres la carta del asesino y... ¡zasca! Te has equivocado, y a empezar de nuevo.Pero eso sí, al final hay recompensa, ser funcionaria me va a cambiar la vida y por el monte las sardinas, tralará. En fin.

En estas semanas a mi cole ha llegado un niño famoso, de padres muy famosos y abuelos híperfamosos. Es divertido, el muchacho falta a clase una barbaridad porque al parecer está malito y no se acaba de recuperar, y luego le vemos en el Hola a bordo de un yate en Miami. Lo guay es que los padres se creen su micromundo de mariposas, así que lo mismo a la vuelta nos dicen que se fueron hasta allí a comprar el vaso de yogur que les hemos pedido para plantar una judía (experimento asqueroso donde los haya, y quien no lo crea que pruebe a oler ese algodón en el que fermenta una alubia cualquiera comprada en Mercanona). Lo que mola de ña gente que tiene imaginación es que te hace volar y meterte en historias fantásticas y maravillosas, así que me voy a comprar un trikini no sea que al niño le de por "coger la gripe" y nos inviten a las Maldivas a pasar la convalecencia con él (yo por mi alumnado lo que sea).

Recuperando mi nueva vida (o como me decía R., viviendo mi vida de siempre), he retomado la rutina, y por eso he bajado esta mañana a sentirme una marquesa. En realidad he bajado a comprar tabaco al estanco de debajo de mi casa, pero como el tabaco se ha puesto a precio de caviar, me siento una marquesa. Y comprar un cartón me genera una sensación de despilfarro que parece que me voy a comprar un coche a plazos.

Tener un estanco en el portal me convierte automáticamente en una privilegiada. Mi casa es la mejor del mundo por razones de variada naturaleza, pero principalmente porque tiene cinco cosas básicas en mi vida y en la de cualquiera a menos de 10 metros: un kiosco, un estanco, un bar,una tienda de chinos y una boca de metro. A pocos metros más tiene un Mercadona, un banco, un parque, una farmacia y un restaurante chino, por lo que creo que este entorno, en el que todos los servicios de primera necesidad están a tiro de piedra, es inmejorable para vivir, pernoctar y criar a los hijos. No me diréis que no.

Mi estanquera lleva muchos años vendiéndome tabaco, pero como es un ser de naturaleza rancia, solemos cruzar pocas palabras. Yo le tengo un rencor abierto porque jamás me ha regalado un mechero, y creo que ella me lo tiene a mí porque a veces le he sido infiel comprando tabaco en otros estancos del mundo. Yo quiero una relación abierta y ella quiere que sea su fiel clienta, pero la vida es dura y no se puede tener todo, así que nos sonreímos mucho pero luego nos cruzamos por la calle y nos miramos con rencorcillo. En verano ya nos odiamos abiertamente, porque vamos a la misma piscina, y yo la envidio porque ella tiene la mejor silla plegable del planeta pero ella me odia a mí porque me queda mejor el bikini (o eso quiero creer, porque no es que yo tenga buen cuerpo, es que ella tiene 60 años). Una relación rara, ya digo.

Lo único que me encanta de ella es su perro. Tiene un chucho feo como escupir en el suelo, pero le adora, tiene puesto un cojín en la ventana del estanco, y desde ahí el perrillo mira la vida pasar. Lo que no habrá visto la criatura, madre mía. Confieso que los primeros días en que empecé a vivir ahí creía que el perro era de porcelana, pero al tiempo le ví moverse y supe que respiraba como cualquier ser vivo que se precie. Esta mujer, que aparte de rancia es seca a más no poder, resplandece de orgullo cuando saca al perro a pasear, y estoy segura de que es el amor de su vida, porque juro que veo como el corazón le late más fuerte cuando el perrito la recibe meneando el rabo.

Cada vez que yo paso por el estanco le guiño, un ojo al perro, que por cierto, jamás he sabido como se llama. El perro nunca ha contestado a mi guiño, pero sé que me lo agradece, y que en el fondo de su ser él sí me habría regalado un mechero, así que le tengo aprecio, para qué negarlo.

Esta mañana he pasado y no le he visto, pero la estanquera, esa mujer de hierro, la Tatcher de mi barrio, estaba llorando amargamente. Entonces he hilado sucesos (y a esas horas de la mañana no era fácil): el estandarte del estanco y de la vida de la estanquera, solterona y amargada, se ha ido. Y por primera vez esa mujer ha dejado de ser un cuerpo detrás de un mostrador para ser una persona, que hoy estará más sola que nunca.

Estaba claro que el perro no iba a ser eterno, como nada en la vida. Ni la crisis, ni las personas ni la juventud, nada es para siempre. La estanquera empieza hoy una etapa distinta, quien sabe si con otro perro que pueda ocupar el cojín de la ventana para otear el horizonte, o quizás sola, enfrentando por primera vez el día a día sin unos ojitos emocionados que la miren pacientemente esperando salir a pasear.

Yo, por si acaso, seguiré guiñando el ojo al pasar por ahí, aunque sea a ella. Quizá una muerte que llevaba tiempo anunciada, sea para la estanquera el comienzo de una nueva vida.

domingo, 11 de marzo de 2012

El abuelo

Hace poco me decía Raquel, la formadora de un curso, que "lo único seguro en esta vida es que tod@s, en algún momento, vamos a pasar a otro plano". Estoy de acuerdo, si alguna certeza tenemos en esta vida es que antes o después, la muerte va a venir a hacernos una visita. Yo creo que no es el hecho de morirnos en sí lo que nos inquieta, sino dudar de lo que vendrá después. El ser humano necesita certezas a las que agarrarse.

Cuando yo he pensado en la muerte en algún momento de mi vida, siempre se me ha venido a la mente mi abuelo Patricio. Mi abuelo es el padre de mi padre, y a sus 95 años es la persona con más paz que conozco. Mi abuela Isidora, su mujer, falleció hace casi 5 años, y fue la primera de mis cuatro abuelos en marchar. Tod@s creímos que tras más de 70 años juntos mi abuelo duraría pocas semanas más, pero lo cierto es que lo que duró poco fue el luto, que se quitó voluntariamente cuando, pocos meses después, vio nacer a su primera bisnieta, y digo primera porque hasta hoy ha visto nacer a otros 4 más y ha recibido la noticia de un quinto que viene en camino.

Mi abuelo Patricio nació el mismo día que yo pero muchos años antes, quizá por eso es mi padrino. Vivió muchos años en un pueblo perdido en la sierra de Gredos, es una casa maravillosa entre ovejas y jornaleros. Tuvo muchos hermanos, ni siquiera acertaría a decir cuántos, sólo se que uno de ellos mató a otro durante la Guerra civil, durante la que cada uno estuvo en un bando. Las guerras siempre son crueles y rompen familias.

En algún momento de su vida conoció a mi abuela, hija de un terrateniente pudiente del pueblo, y se casó con ella. Juntaron las tierras que uno y otra tenían y se trasladaron a vivir a casa de ella, donde podían guardar cómodamente a los animales y acoger a los jornaleros que en períodos de recolecta pasaban por allí.

En los siguientes años tuvieron cuatro hijos. Los chavales se hicieron mayores, y llegado un momento se instalaron em Madrid en busca de nuevas oportunidades. Años más tarde, mis abuelos se vinieron a vivir también a la capital, aunque cada año regresaban durante varios meses a su aldea natal a reencontrarse con sus raíces.

Mi abuela era una mujer fuerte, temperamental, amable en su rectitud, y a la que la vida fue consumiendo hasta el final de sus días. Murió como decía hace casi cinco años en su pueblo, la parca le pilló en su retiro anual.

Mi abuelo, sin embargo, fue siempre un hombre sonriente, amable, cariñoso. La paz de la que hablaba era asombrosa, siempre sentado en su sofá, sin oír nada, sonriendo a todo el mundo, lanzando besos. Todo el vecindario le conoce, es un gusto verle salir a la calle con su bastón y su sonrisa para pararse cada medio metro a saludar a gente mayor, joven, de toda la vida del barrio, de nueva incorporación, y allá donde se oye su nombre sigue un abrazo. Nunca se quejó de la vida como hace la gente mayor, que ve venir la muerte.

A sus 95 años ha visto morir a sus hermanos, a sus amigos, a su mujer, pero no por ello ha tirado nunca la toalla. "La vida merece la pena, hijitas" se leía en sus ojos. Cada año nos hemos felicitado el cumpleaños de la misma forma: "yo también cumplo, hijita, pero alguno más", y yo sonrío pensando en cuánta serenidad hay en alguien que cumpliendo tantos años sigue disfrutando de ello.

El viernes, mi abuelo pasó a ese otro plano que Raquel hablaba. Murió después de comer, durmiendo la siesta, como todo español quisiera morir, habiendo dado su paseo matinal y habiendo regalado sonrisas a quienes tuvieron la suerte de cruzarse con él.

Ayer le llevamos por última vez a su casa, a su aldea, a sus raíces. Fue maravilloso ver como de repente el pueblo se llenó de gente a la que no conozco, pero que en algún momento de la vida se cruzó en su camino y que ayer quiso estar. Supongo que eso es a lo que todo el mundo aspira, a dejar huella. Volver de nuevo a la tierra en un último atardecer en la sierra de Gredos rodeado de pensamientos bonitos, de recuerdos felices y de sonrisas y lágrimas.

Al final es cierto que todo lo que somos vuelve. Mi abuelo fue amor, y su adiós terrenal no podía ser de otra forma. Estoy segura que en el cielo se ha encontrado con mi abuela, y lo han visto todo juntos, con las manos entrelazadas, como siempre caminaban, y sus sonrisas puestas. Seguro que el cielo tiene hasta sofás orejeros para que puedan merendar tranquilamente.

Sea como sea, confío en tener, algún día, la paz con la que vivió. Así sí que merece la pena volver a vivir. Morir dejando una lección que aprender es más de lo que puede aspirar una humilde maestra.

Gracias, de verdad, y hasta siempre, abuelo Patricio.