La vida ha vuelto a su cauce, o al menos eso parece. La oposición pasó, y los resultados vendrán cuando los sapos bailen flamenco, o cuando a la Consejería de Educación le plazca, que es lo mismo. Opositar en Madrid es como jugar al Cluedo: se investiga, se formulan conjeturas, se desmienten rumores gracias a las pistas y cuando por fin crees tener la solución descubres la carta del asesino y... ¡zasca! Te has equivocado, y a empezar de nuevo.Pero eso sí, al final hay recompensa, ser funcionaria me va a cambiar la vida y por el monte las sardinas, tralará. En fin.
En estas semanas a mi cole ha llegado un niño famoso, de padres muy famosos y abuelos híperfamosos. Es divertido, el muchacho falta a clase una barbaridad porque al parecer está malito y no se acaba de recuperar, y luego le vemos en el Hola a bordo de un yate en Miami. Lo guay es que los padres se creen su micromundo de mariposas, así que lo mismo a la vuelta nos dicen que se fueron hasta allí a comprar el vaso de yogur que les hemos pedido para plantar una judía (experimento asqueroso donde los haya, y quien no lo crea que pruebe a oler ese algodón en el que fermenta una alubia cualquiera comprada en Mercanona). Lo que mola de ña gente que tiene imaginación es que te hace volar y meterte en historias fantásticas y maravillosas, así que me voy a comprar un trikini no sea que al niño le de por "coger la gripe" y nos inviten a las Maldivas a pasar la convalecencia con él (yo por mi alumnado lo que sea).
Recuperando mi nueva vida (o como me decía R., viviendo mi vida de siempre), he retomado la rutina, y por eso he bajado esta mañana a sentirme una marquesa. En realidad he bajado a comprar tabaco al estanco de debajo de mi casa, pero como el tabaco se ha puesto a precio de caviar, me siento una marquesa. Y comprar un cartón me genera una sensación de despilfarro que parece que me voy a comprar un coche a plazos.
Tener un estanco en el portal me convierte automáticamente en una privilegiada. Mi casa es la mejor del mundo por razones de variada naturaleza, pero principalmente porque tiene cinco cosas básicas en mi vida y en la de cualquiera a menos de 10 metros: un kiosco, un estanco, un bar,una tienda de chinos y una boca de metro. A pocos metros más tiene un Mercadona, un banco, un parque, una farmacia y un restaurante chino, por lo que creo que este entorno, en el que todos los servicios de primera necesidad están a tiro de piedra, es inmejorable para vivir, pernoctar y criar a los hijos. No me diréis que no.
Mi estanquera lleva muchos años vendiéndome tabaco, pero como es un ser de naturaleza rancia, solemos cruzar pocas palabras. Yo le tengo un rencor abierto porque jamás me ha regalado un mechero, y creo que ella me lo tiene a mí porque a veces le he sido infiel comprando tabaco en otros estancos del mundo. Yo quiero una relación abierta y ella quiere que sea su fiel clienta, pero la vida es dura y no se puede tener todo, así que nos sonreímos mucho pero luego nos cruzamos por la calle y nos miramos con rencorcillo. En verano ya nos odiamos abiertamente, porque vamos a la misma piscina, y yo la envidio porque ella tiene la mejor silla plegable del planeta pero ella me odia a mí porque me queda mejor el bikini (o eso quiero creer, porque no es que yo tenga buen cuerpo, es que ella tiene 60 años). Una relación rara, ya digo.
Lo único que me encanta de ella es su perro. Tiene un chucho feo como escupir en el suelo, pero le adora, tiene puesto un cojín en la ventana del estanco, y desde ahí el perrillo mira la vida pasar. Lo que no habrá visto la criatura, madre mía. Confieso que los primeros días en que empecé a vivir ahí creía que el perro era de porcelana, pero al tiempo le ví moverse y supe que respiraba como cualquier ser vivo que se precie. Esta mujer, que aparte de rancia es seca a más no poder, resplandece de orgullo cuando saca al perro a pasear, y estoy segura de que es el amor de su vida, porque juro que veo como el corazón le late más fuerte cuando el perrito la recibe meneando el rabo.
Cada vez que yo paso por el estanco le guiño, un ojo al perro, que por cierto, jamás he sabido como se llama. El perro nunca ha contestado a mi guiño, pero sé que me lo agradece, y que en el fondo de su ser él sí me habría regalado un mechero, así que le tengo aprecio, para qué negarlo.
Esta mañana he pasado y no le he visto, pero la estanquera, esa mujer de hierro, la Tatcher de mi barrio, estaba llorando amargamente. Entonces he hilado sucesos (y a esas horas de la mañana no era fácil): el estandarte del estanco y de la vida de la estanquera, solterona y amargada, se ha ido. Y por primera vez esa mujer ha dejado de ser un cuerpo detrás de un mostrador para ser una persona, que hoy estará más sola que nunca.
Estaba claro que el perro no iba a ser eterno, como nada en la vida. Ni la crisis, ni las personas ni la juventud, nada es para siempre. La estanquera empieza hoy una etapa distinta, quien sabe si con otro perro que pueda ocupar el cojín de la ventana para otear el horizonte, o quizás sola, enfrentando por primera vez el día a día sin unos ojitos emocionados que la miren pacientemente esperando salir a pasear.
Yo, por si acaso, seguiré guiñando el ojo al pasar por ahí, aunque sea a ella. Quizá una muerte que llevaba tiempo anunciada, sea para la estanquera el comienzo de una nueva vida.
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