"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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martes, 11 de diciembre de 2012

Tres Patas para un Banco

Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.

Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.

Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.

Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.

Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.

Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían  la perfección.

El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.

El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.

Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.

Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.

Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.

La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.

Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.

Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.

Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra.  Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.

Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.



 

domingo, 18 de noviembre de 2012

La huelga, Elsa Punset y el rasero de la felicidad

Sin paños calientes: llevo 15 días convaleciente, encerrada en el torreón de un castillo de gotelé y trece pisos de alto. Ni siquiera tengo dos largas trenzas para lanzarlas por la ventana, porque me las cortó un peluquero moderno cuando decidí cambiar de look, de aires y de vida. Lo medio conseguí, pero ahora estoy encerrada en lo alto y cual Rapunzel del siglo XXI, pero sin nada que lanzar a alguien que pase por debajo de mi ventana a caballo, y sólo puedo hablar con la bruja a través del whatsapp. Qué vida más dura.

Hace un par de semanas me operaron para extirparme un sobrante del cuerpo, que es un gustazo, porque llevaba tiempo dándome la lata, cada vez más. En estas dos semanas he escrito al menos cuatro o cinco veces el inicio de este post, y cada día lo hacía desde una perspectiva, ahora al borde de la depresión por el encierro, ahora contenta porque había tenido una visita inesperada, ahora enfadada por las molestias y los dolores, ahora enternecida por aquella llamada tan bonita que me hicieron desde un lago. Menos mal que lo dejé reposar todo para llegar hasta este momento y poder contar un poco todo, tranquila.

En estos días he tenido todo tipo de estímulos positivos, pese a todo: visitas, regalos, llamadas, mensajes, flores, bombones y kilos de cosas ricas de comer que no sé si esta convalecencia no me va a quitar un sobrante y me lo va a rellenar de colesterol del malo, del que atacan los soldaditos del Danacol, porque quienes me conocen dan en el clavo y claro, me paso el día matando las penas a golpe de azúcares y grasas saturadas de todo tipo y pelaje.

Mis amigas de toda la vida trajeron a mi torreón su(s) visita(s) y me rodearon de sonrisas, de M&M´s (lo dije, son malvadas, por su culpa llevo una semana comiéndolos casi compulsivamente) y de historias de toda la vida para levantarme el ánimo. Como añadidura trajeron un libro de Elsa Punset, Una mochila para el universo. La verdad es que la familia Punset nos gusta bastante, especialmente porque nos da juego para miles de conversaciones pseudotrascendentales, así que tener el libro en mi poder me convirtió en una especie de gurú de los temas de conversación de las próximas treinta o cuarenta cañas que quedemos a tomarnos.

El tiempo acompañó mucho a la lectura en los días sucesivos, y me sorprendí pasando las horas enteras sentada en un sofá que tengo en la habitación porque mi padre decidió que era perfecto para mí pero que a mí no me ha conquistado hasta ahora. Esa es una filosofía que tengo muy desarrollada en varias facetas de mi vida: casi nunca descambio ni desprecio regalos que me hacen (ropa, libros, muebles, música, lo que sea) porque aunque ahora no me guste demasiado sé por experiencia que no soy una tía que se cierre en banda a nada y que llegará el día en que ese objeto tenga un hueco perfecto en mi vida. En el caso del sofá ha resultado ser maravilloso para la postura que tengo que mantener durante el postoperatorio, así que estoy feliz de no haber tirado el sofá a tomar por culo en todo este tiempo, cuando sólo estorbaba y me ponía de los nervios.

El libro me duró como un par de días, y básicamente habla de la inmensidad de la vida, del quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos pero en bata y zapatillas, es decir, desde una perspectiva muy de andar por casa. Bueno, en realidad aborda especialmente la felicidad, como todo lo filosófico, y como es lógico empieza preguntando: ¿qué es ser feliz? Lo decimos con mucha alegría: "soy feliz". "No soy feliz". "Podría ser más feliz". "No podría ser más feliz". "Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
La felicidad es un tema muy recurrente en cualquier contexto, para nutrir la fe, para alimentar el espíritu, pero nadie sabe qué coño es.

Elsa Punset define la felicidad como "el grado de satisfacción y/o de bienestar de una persona". Fácil, sencillo de entender y de medir: ¿te sientes bien contigo pese a que tu curro sea una mierda? Eres feliz. ¿Tienes el trabajo de tus sueños pero no te acabas de hallar en él? No eres feliz. Y eso hablando de trabajo, que es para mí un tema banal: nos ponemos a hablar de las familias o de las parejas y te caes para atrás.

El caso es que los primeros días de mi convalecencia casi me ahogo, pero literalmente. Me veía como un pez en una pecera cerrada, sin poder "hacer nada": sin poder salir, sin poder pasear, sin poder ir a tomar algo, sin poder hacer la compra, sin poder quedar con mi gente adorada, sin poder ir al cine, ni al teatro, y en fin, sin poder ser yo. Cualquier comentario que contradijese mi sensación me ponía de peor humor, y mi vida se basaba en escuchar a cantautores suicidas y mirar por la ventana en pijama contando los minutos para que terminase esa hora, y luego la siguiente, y luego la siguiente, y así.

Habrá quien piense que exagero, pero es muy fuerte la sensación de "imprductividad" que genera mi cerebro cuando no estoy haciendo "lo que se espera que yo haga". Hablándolo con P. (alias Cabaretera woman) me explicaba que era normal que en mis dos o tres primeras semanas como desempleada me sintiese totalmente inútil y desesperada. Nacemos y crecemos en una sociedad que excluye a quien no genera dinero. Yo no he parado de moverme desde que terminó mi último curro, sigo estudiando, haciendo cursos, leyendo, saliendo, aprendiendo, viajando, conociendo gente, haciendo mil cosas, y sin embargo no terminaba de sentirme bien por no estar haciendo nada que aportase, a mí o a cualquiera, una remuneración. El sueldo se había convertido en el colchón de mi bienestar mucho más que mi misma persona, y sin darme yo cuenta había sido educada (y educaba yo también, joder) para producir, y producir y producir, pero siempre con intercambio monetario. Qué horror.

Pues igual que el sueldo era el rasero de mi aparente felicidad, lo era estos días la vida social. "Si no curras al menos mueve el culo", parecían decirme hasta los cojines del salón. Ni siquiera quería aceptar que entre los dolores y la incomodidad NECESITABA, física, emocional y mentalmente, descansar. Estar tirada en la cama me parecía el colmo de la falta de respeto al Universo. He buscado, incluso, excusas para levantarme cuando realmente no hacía falta que lo hiciese.

Así estuve hasta que el miércoles, día 14, España llevó a cabo la huelga general que llevaba tiempo convocada. Yo secundé la huelga como pude desde casa, y esto es tratando de no consumir o hacerlo en la medida justa y necesaria, que en el caso de una enferma es un poco más de lo normal en cualquier otro caso. Sin embargo, apagué la tele, las luces que siempre andan de fondo en todas las habitaciones de mi casa, la radio que también está encendida intentando hacerme compañía y decidí incluso ignorar el teléfono, que en realidad no me hacía ni falta.

Ese fue el día en que descubrí el sofá y su comodidad. A la luz de la magnífica claridad que entra por mis ventanas estuve toda la mañana disfrutando del silencio de mi casa y del libro de la Punset. A ratos paraba, me estiraba, me asomaba por la ventana y observaba la quietud de mi barrio, no sé si por la hora, por la huelga o por los coches de policía que patrullaban por aquí a cada rato.

Comí y me eché una siesta relajada, placentera, sin prisa por hacer nada (total, no podía ir a la manifestación posterior, sin móvil no iba a contactar con nadie, sin tele no me interesaba despertarme para ver una peli ni un programa), y descansé como llevaba semanas sin hacerlo. Me desperté, merendé y aproveché la última luz del día para leer. Tuve una visita sorpresa, disfruté de una conversación y una cena estupendas y me acosté habiendo disfrutado de un día en el que yo y mis apetencias habíamos sido protagonistas.

Qué placer.

Desde ese día, mi vida de convaleciente ha dado una vuelta. Mi amiga Brendi me decía en una de mis épocas más bajas:

- Haz el favor de no estar todo el día pendiente de lo que NO tienes. Fíjate en lo que tienes, que es mucho, y no te pases las horas quejándote.

También lo dice Elsa Punset: el cerebro humano, para equilibrarse, necesita cinco estímulos positivos por cada uno negativo, y necesita vivirlos intensamente. Olvidarse del mundo y dejarse llevar. Mi profe de yoga lo llama "meditar en lo cotidiano". Al final todo el mundo tiene razón y yo estoy por patentar un especial del programa "21 días" que se llame "21 días negando la realidad" o simplemente "21 días en la parra".

Así que me he dedicado estos últimos días a disfrutar de todo lo que me ofrece el reposo en casa: pasar un buen rato cocinando, reciclar ropa a base de imaginación, aguja e hilo, leer sin prisa en mi sofá redescubierto, escribir todo lo que se me pasa por la cabeza, pintar con acuarelas, mirar cómo caen las hojas por la ventana, tocar la guitarra compitiendo con el capullo de mi vecino y su piano (que no termina de dominar) y sobre todo escucharme y hacerme caso cuando me apetece hacer algo.

Y el caso es que me estoy recuperando mucho más rápido desde el miércoles, me lo ha dicho mi cirujana. "Eso es que comes mejor" me ha comentado. Si supiera que sobrevivo a base de M&M´s...
Estoy más tranquila, duermo mejor, como mejor, disfruto de los cambios de mi cuerpo durante estos días.

Lo mejor de todo es que me encuentro estupendamente. Casi no tengo dolores. Estoy más tranquila: el otro día me despertaron dos veces de la siesta los de Atención al Cliente de Vodafone y no tuve ganas de matarles. Eso es que estoy cambiando sí o sí.

Y estoy bastante satisfecha. Ha subido mi nivel de bienestar. Debe ser que estoy haciendo eso que llaman "crecer",o quizá sea que a pesar de estar hecha un guiñapo y estar loca por que me den el alta, voy siendo cada día, según palabras de Elsa Punset, un poquito más feliz.





jueves, 8 de marzo de 2012

Feliz día, mujeres (un año más)

Mi abuela siempre cuenta a modo de anécdota de domingoenlasobremesadespuésdelapaella, que durante la guerra (todas las abuelas del mundo han vivido "la guerra")ocurrían muchas cosas, todas ellas horribles y disparatadas. En ese momento entra al quite mi abuelo contando cosas de la misma guerra, y son cosas diferentes.

¿Será que vivieron guerras distintas?

Mi excuñado es deportista profesional, el orgullo de la familia, vaya, la envidia de toda la gente de nuestra edad, que sería feliz viviendo de algo que le llenase. Ser tan bueno le ha llevado a fichar por un equipo de fuera de su ciudad y a trasladarse para poder realizarse profesionalmente.
Mi amiga A. también ha sido deportista profesional. Es una máquina, de verdad, contagia las ganas de echar a correr, disfruta tanto jugando... Es el quebradero de cabeza de familiares y amig@s, que una y otra vez le comen la cabeza para que "estudie algo, que el deporte está fatal". Al final estudió Empresariales y menos mal, porque con lo que cobra como deportista, por buena que sea, no le da la vida. Las becas ya no se conceden y los equipos no tienen tanta facilidad como para moverse por todo el mundo.


¿Será que no es el mismo "deporte" para ambos?


En un colegio de Madrid no muy lejos del mío, el profesorado tiene pautas de vestimenta. Los profesores no pueden llevar vaqueros y las mujeres no pueden llevar pantalones.
Ante la queja de ellas por lo difícil que es dar clase de Ed. Física con falda, el argumento del colegio es que "la falda viste más". ¿No sería más lógico que ni ellas ni ellos pudiesen llevar vaqueros y ya está?

¿Será que no son considerados y consideradas de la misma forma?



El año pasado escribí un post dedicado al día de la mujer tal día como hoy (si quieres leerlo, pincha aquí) que suscitó bastantes comentarios acerca del sentido de celebrar este día.

Mientras las mujeres demos una versión de la Historia diferente a la de los hombres, mientras las mujeres demos una visión diferente del deporte a la de los hombres, mientras las mujeres tengamos normas diferentes a las de los hombres SOLO POR EL HECHO DE SER MUJERES, merecerá la pena celebrar este día.


Así que a todas vosotras, mujeres trabajadoras, luchadoras, valientes, siempre dispuestas a estar, a crecer y a ser, feliz día.

Y a todos vosotros hombres conscientes, comprometidos, luchadores, feliz día también.

Porque estar con las mujeres nunca fue estar contra los hombres.

El mundo cambiará tanto el día que nos quitemos las etiquetas y de verdad, simplemente, seamos...

Lo dicho, feliz día, mujeres.

domingo, 12 de febrero de 2012

Motivar la motivación

He tenido una semana de emociones bastante intensas, algo bastante común en mí, por cierto, porque yo todo lo vivo al límite. Por casualidad se añade que me la he pasado casi íntegra con bebés de 15 meses, experiencia que por cierto os recomiendo si queréis daros un baño de besos, abrazos, babas, mocos y juguetes mordidos.Yo lo vivo con auténtico amor, a lo mejor vosotr@s no, pero al menos probad la experiencia. Emociones fuertes casi con seguridad.

En los momentos de crisis o de sacudidas fuertes, todos los seres humanos tendemos a buscar un anclaje: en tu niñez suele ser uno o varios objetos (el chupete, el osito, la manta, el calcetín, la lámpara con forma de gusano), en tu adolescencia puede versar entre ser una sustancia (de cualquier índole) o un objeto multimedia (preferentemente un móvil o un ordenador) y cuando llegas a esta etapa que se califica de edad adulta aunque abarque un espectro tan amplio de tiempo, sueles tirar de personas, de lugares, de situaciones.

Yo tengo por el mundo distribuídos diferentes lugares de los que ya he hablado algunas veces: el mar urbano, el sofá de M. y D, el hombro de mi amiga cabaretera, mi coche, El Parque, la clase de Cris, El Bar del cole, en fin, diversos espacios en los que sé que entro y me dejo la mitad del conflicto fuera. La otra mitad la suelo dejar en estos sitios, sin freno de mano y con la marcha puesta para que puedan rodar y rodar hasta perderse en la lejanía.

Quiso la casualidad que esta semana, al buscar asilo en estos lugares, algunos de esos lugares me buscaran a mí, y me encontré en días consecutivos sentada frente a dos personas diferentes, en dos lugares diferentes, con dos problemas diferentes y hablando de un mismo tema: la motivación.

La motivación es ese impulso que te hace levantarte cada mañana al son del toniquete hortera que emana del móvil(nota mental:¿quién cojones compone las melodías de un móvil, en serio? ¿qué tiene contra la Humanidad? ¿por qué no se salva ni una? Preguntas que jamás podremos responder...) y abrir los ojos y los brazos para recibir un nuevo día que te apetece vivir.

La motivación es la llave que abre la puerta de cada oficina, cada despacho, cada salita, cada consulta, cada clase de este mundo y nos brinda la oportunidad de ser, un día más, aquellas personas que queremos ser.

La motivación es la boca que fuerza una sonrisa cuando las cosas no salen. La motivación es el juguete que te ayuda a pasar un domingo con tus sobris aunque te mueras de sueño perdido la noche anterior.

La motivación es el brazo que te levanta del sofá cuando estás al borde del sopor pero has quedado. La motivación es la espada y el escudo con la que lidias cada día los conflictos de familia, de pareja, de trabajo.

La motivación es el café que te mantiene alerta para estudiar interminables tochos de apuntes. La motivación es la canción que hace que se te vayan los pies a la pista cuando estaban marchándose a casa.

La motivación es todo en esta vida, insisto. Para mí la motivación es el motor que mueve casi todo lo que hago, y si tuviese un frasco daría unas gotas a todo el mundo. Estoy segura de que con menos desazón y más motivación la crisis no sería tan crisis, las personas pelearían sin rendirse hasta ser felices, y para quienes manejan el cotarro no sería tan fácil mangonear a la masa, sencillamente. La falta de motivación aplatana.

Por eso, porque no puedo dar gotas de un frasco que no existe, intento transmitir a mis criaturas el afán por buscar una motivación. Puede ser entrar, salir, patinar, bailar, jugar al fútbol o ese vecino con el que te has cruzado varios días en el portal y que te mira cada vez con menos disimulo. Puedes vivir sin casi todo lo que tienes menos sin ganas de seguir viviendo.

Así que busquemos la motivación. Y si no la encontramos, generémosla. Al fin y al cabo, no hay nada más nuestro que lo que sale de nosotr@s mism@s.

Palabrita de maestra.



Pd: Están los tiempos fastidiados, y sé que much@s estáis de mudanzas, cambios de decoración e incluso de vida, y los bolsillos se estiran pero no tanto. Por eso, las alternativas son todas válidas, así que si me entero de alguna, os voy diciendo. Por lo pronto, siempre ha habido clases y clásicos, así que mientras nos caen cosillas del cielo, podéis echar un vistazo en http://www.tablondeanuncios.com/ y confiar en encontrar... ;)

martes, 13 de septiembre de 2011

El corazón de Hasa

El curso empezó hace una semana, y hace un rato, en la cena, se me han caído cinco pestañas del tirón. El estrés hace mella poco a poco, y el período de adaptación se hace tan cuesta arriba como se nos hizo el fin de curso. Hoy me preguntaba una amiga que si el período de adaptación era más necesario para las criaturas o para sus profes, y la verdad, casi opto por lo segundo. Los niños y las niñas lloran porque quieren volver a casa, y yo haría lo mismo si no fuese una persona adulta a la que la censura social ya no le permite patalear en el suelo, pero lo que nos cuesta es aguantar tantos llantos y tanta angustia, y no al revés.

En medio de todo este jaleo de lágrimas y gritos, llegó ayer a la hora de comer una llamada. Una mujer preguntaba por la directora, quería matricular a su nieta en el colegio.

- El curso ya ha empezado- decía Ara, la secretaria-, supongo que está al corriente.

- Sí - contestó la mujer-, pero éste es un caso especial. Si os parece mañana me acerco sobre las cuatro al colegio y os la presento.

De esa forma esta tarde, a las cuatro, unos preciosos ojos negros, con cierto deje de tristeza pero penetrantes y llenos de brillo, han entrado por la puerta del colegio de la mano de su abuela. Su piel de ébano brillaba con el sol de los últimos días de verano, y sus rizos, suaves y largos, estaban perfectamente recogidos dejando ver una cara que examinaba el mundo nuevo que se abría ante ella.

Así es como hemos conocido a Hasanatu, Hasa para l@s amig@s, nuestra nueva compañera, aunque sólo podremos disfrutar con ella durante un mes y medio. Hasa es una niña guineana que ha llegado hasta España de la mano de una ONG para operarse del corazón. Si te fijas un poco, se advierte la enorme cicatriz que le recorre el pecho y que llega casi hasta la garganta. La operación es muy reciente pero todo ha salido mejor que bien.

Una de las doctoras del equipo que la ha operado, y que colabora con la ONG habitualmente, ha acogido a la pequeña Hasa mientras cuidan de que el postoperatorio se desarrolle con normalidad. Gracias a su infinita generosidad, Hasa podrá llevar una vida normal, aunque por ahora tiene que privarse de jugar a rodar como una croqueta en el patio y evitar un balonazo en la tripa para cuidar su cicatriz y curarse cuanto antes.

Hasa lleva pocas semanas en Madrid, y Amparo, su abuela de acogida, quiere darle lo mejor mientras su hija, la mamá de acogida de Hasa, cura a otros niños y niñas durante el día. Por eso quieren matricularla en el colegio, porque no hay nada mejor que ofrecerle a una niña que amigos y amigas con quienes jugar.

Cuando Hasa llegó a su casa de Madrid y comenzó a explorar todo lo que allí había, fue a dar con el fregadero de la cocina, y levantó aquello que parecía una tapita encima de un tubo. Inmediatamente, un chorro de agua fresca brotó del grifo, y Hasa se quedó unos segundos mirándolo maravillada. Acto seguido lo cerró, y nunca ha vuelto a abrirlo por capricho. Se lava los dientes con un dedo de agua, por más que sus padres y su abuela le insten a llenar el vaso para enjuagarse. Ahorra cada gota como si fuese la última.

Hasa es muy limpia. En cuanto se mancha de arena o polvo jugando se sienta en un banco y se limpia con las manos de forma tremendamente ágil. Su carita siempre está limpia y sus manos impecables. Sin embargo, es extraño que siempre esté tan limpia, porque es asombrosamente hábil haciendo castillos y figuras de arena, así que puede pasar horas jugando en el arenero.


Al poco tiempo de llegar a Madrid, después de la operación, Amparo llevó a Hasa al supermercado. Querían hacer la compra de la semana y aprovechar para que la niña diese un paseo, había salido poco por estar convaleciente. Iban a dar un pequeño festín culinario para celebrar que todo estaba saliendo bien. Cuando entró, Hasa se quedó quieta en la puerta, sin dar crédito:

- ¿Todo ésto es para nosotras?- preguntó.

- Sólo lo que compremos- contestó Amparo divertida.

- Pues quiero comprar muchas cosas para mi familia y mis amigos- dijo la niña mientras cogía bolsas y envases de las estanterías.

- Ahora no, Hasa- le decía Amparo-; podrás comprar todo lo que quieras cuando vayas a volver a Guinea, así te lo puedes llevar en el avión para dárselo a tu familia y a tus amigos.

- Yo no quiero, no quiero ir en avión- lloriqueaba Hasa.

- ¡¡Pero si ya viniste!! ¡No me digas que te da miedo!- reía Amparo.

- No me da miedo- contestó la niña- pero no quiero ir en avión. No quiero volver. Quiero que vengan mis amigos y mi familia en avión aquí a vivir conmigo.

Y Amparo lloraba y lloraba emocionada pensando en el futuro de Hasa, la niña que volvió a nacer gracias a las manos de su madre de acogida y que va a pasar un mes con nosotr@s, ayudándonos a volver a nacer también. Hasa, la niña de mirada triste, seguramente porque no es fácil tener una dolencia cardíaca en el seno de una familia humilde de Guinea. No somos capaces de imaginar el sufrimiento de la pequeña y de su familia, y que ha marcado los ojos de Hasa. Seguro que tampoco podemos hacernos una idea de la felicidad que su padre y su madre, sus hermanos y hermanas, sus amigos y toda la gente que le quiere sintió cuando supo que existía la posibilidad de enviarla a España a coger un pasaporte para una vida sana.

Dentro de un mes, Hasa volverá a Guinea, a disfrutar de su corazón, que ahora funciona.

Lo que me da miedo ahora es el mío, mi corazón. Creo que me lo ha robado.





miércoles, 8 de junio de 2011

La madurez

Desde mis profes de la infancia hasta Concha Velasco en los anuncios de compresas, pasando por supuesto por mi padre y mi madre, toda la gente adulta que ha pasado por mi vida, en primera persona o en formato anuncio, siempre ha coincidido en enviarme el mismo mensaje: en la vida hay que madurar. Y madurar es duro.

Si me voy a la definición que da la RAE del término madurar (yo en cuanto tengo una mínima duda tiro de diccionario), aparece lo siguiente:

2. tr. Poner en su debido punto con la meditación una idea, un proyecto, un designio, etc.
 5. intr. Adquirir pleno desarrollo físico e intelectual.

Normalmente una se queda casi como estaba después de ver las definiciones, aunque en este caso, ocurre que ninguna de las dos se corresponde con lo que yo entendía que era la madurez.

Pensando en la teoría universal de la acción-reacción, se me ocurrió que si recordaba los momentos en que la palabra madurar ha aparecido en mi vida en boca de otras personas como resultado de mis acciones, podría extraer el significado del término por mí misma. Parece complejo, pero ésto es la reflexión de la merienda, con el zumo y el bocata.


Durante toda mi infancia, e incluso durante mi adolescencia, cada vez que hacía algo que a mis profes o a mis padres les parecía inadecuado, me soltaban la misma frase:


- A ver si haces el favor de madurar, que eres una inmadura.


Lo mismo daba que me pillasen copiando, que llegase tarde o que me dejase los bordes de los filetes en la comida. Como pillase al/la adult@ de turno con el karma revirado, me caía la frase como si fuese un dogma de fe.


El tiempo pasó en mi vida, dejé de copiar, intenté ser más puntual y consentí comerme las ternillas asquerosas del filete (aunque aún las aparto cuando nadie me ve). Pensé que así sería un ejemplo de madurez, pero parece el término se modifica según vas creciendo, y la dichosa palabra seguía apareciendo en otros contextos.

Cuando estaba en la universidad encontré un trabajo en el que curraba de tarde y de noche, me dejaba la piel y me pagaban el salario mínimo interprofesional siguiendo el rasero de lo que paga Amancio Ortega a sus trabajador@s de Bután. 
Muchas veces me quejaba con mis compis del curro de lo poco que ganábamos, y casi siempre me decían lo mismo:


- Es que la vida es así, los salarios son una mierda y en el trabajo nos explotan. Pero es lo que hay, y mejor que te acostumbres, porque va a ser así siempre. Ésto te va a ayudar a madurar, ya verás.


Entendí entonces que lo estaba haciendo mal, y que tenía que resignarme a trabajar mil horas por un precio indigno que no me permitía ni comprarme el abono mensual, pero si aquello iba a servir para madurar, bienvenido fuese. Además de ser puntual, no copiar en los exámenes y comerme las ternillas de los filetes, ahora iba a currar con una sonrisa de oreja a oreja, agradecida por la oportunidad de tener un trabajo.


Hace poco, en un día de esos infernales en los que la cabeza no te da para más, y que estás a punto de echarte a llorar desconsolada, una persona me dijo en el colegio:


- Es que un puesto de responsabilidad es así, no permite parones. No te puedes detener cada vez que estés cansada ni dedicarte a quejarte, porque hay mucho trabajo aún por hacer. Ya lo entenderás cuando madures.

Como resultado, extraje que madurar era resignarse a comer lo que no gusta, aceptar un sueldo deplorable por un trabajo extenuante y además no permitirse fallar ni venirse abajo. Joder con la madurez, no sabía yo si los seres humanos podríamos soportarlo, pero había aprendido a no venirme abajo y a poder con absolutamente todo.

Ayer me encontré con una antigua compañera de trabajo por la calle. Me estuvo contando que se casó y tuvo un hijo, y acaba de meterse en una hipoteca a 40 años para pagar un chalet a las afueras. Su marido y ella hacen malabares de fuego para llegar a fin de mes.

- Pero así es la vida, hija, al final hay que madurar y sentar la cabeza, no queda otra - me decía.

Así que eso era, por fín tuve mi ansiada definición de madurez. Parece ser que madurar consiste en resignarse ante lo que nos viene impuesto, y lo mejor es darse prisa, buscarse una pareja millonaria, casarse, tener un churumbel, hipotecarse para toda la vida en un piso en el que refugiarse de las collejas (porque lo de "comprarse una casa" sólo está al alcance de ciertas personas privilegiadas, pero qué más da, al final hay que resignarse también a ésto) y encima ponerle una sonrisa a todo ésto, porque lo que diferencia a una persona infeliz de una persona madura es simplemente eso, la fachada. Pues vaya mierda lo de la madurez, para eso no quiero ser adulta.

Estaba a punto de apostatar del tema de la madurez y reafirmarme así como una eterna inmadura, cuando anoche me topé con un artículo tiulado "¿Qué es madurar?". Otra vez las casualidades. Es increíble.

Lo que leí me dejó descuadrada. No se parecía en nada a lo que yo había aprendido de la madurez. Empezaba así:

Cuando sé que comienzo a madurar Cuando ya no tengo dudas de mí, cuando paso por la vida segura de mí misma, cuando mis pasos me llevan al lugar que quiero, cuando ya no lloro por pequeñas cosas, cuando mi vida empieza tener sentido, cuando ya no dudo de lo que soy capaz… entonces sé que he madurado.









¡Osea,  que era ésto! Que madurar en realidad significa ser consciente, aquí y ahora, de quien soy. Interesante... Seguí leyendo:




Es común cuestionarse cuándo empezamos a madurar, y no es una cuestión de edad. Se puede ser muy joven y a la vez tener una madurez extraordinaria, también hay personas mayores que nunca maduran, viven la vida como niños y se visten como tales. Personas que hacen de su vida una fiesta, no tienen propósitos. Ni planes de vida. Por eso la madurez no es un estado mental, es una actitud, no es cuestión de edad, es de tener sentido común ante la vida.

Quién podría decir nada de tus pensamientos, sólo los conoces tú; pero al hacerte la pregunta ya estás empezando a tomar conciencia de qué es la madurez en nuestras vidas.

ESTÁS CRECIENDO.






Segundo descubrimiento: la madurez no es una cuestión temporal. No va a llegar un momento en el que por ciencia infusa me llegue el tiempo de ser madura. La madurez se trabaja, en segundo lugar, tomando conciencia de que crecemos.
Continué:


¿Cuando reconozco que he madurado?

  1. Cuando ya no espero nada de mi pareja, cuando  no le busco si me hace infeliz y pienso detenidamente que no vale mi desgaste emocional quien no sabe apreciarme.
  2. Me siento madura cuando veo que ya puedo caminar sin muletas, que soy capaz de enfrentar la vida sin miedos porque los he podido superar. Ya no le temo a la vida. Es y será como yo quiero que sea.
  3. Maduro cuando a pesar del dolor que me ha causado la muerte de lo más querido, me vuelvo a levantar y ya no lloro, sino que su recuerdo es comparado a un campo de rosas de paz y tranquilidad, cuando su recuerdo me produce sensación de bienestar, porque aunque se que ya nunca más le vuelva a ver, lo tuve en mi vida y lo amé tamo que ese amor durará hasta el último día de mi vida. Acepto su partida porque la vida es así… nadie lo puede cambiar.
  4. Cuando le tomo el valor al dinero, cuando ya no derrocho ni despilfarro, cuando lo material no ocupa gran parte de mi vida sé que voy creciendo como persona.
  5. Maduro cuando veo las injusticias, los malos tratos, cuando quiero correr y decir que basta, que todo eso pasará, que mañana será otro día en el que se podrá volver una nueva luz en su camino. Me hacen madurar, y mucho, el sufrimiento ajeno porque me doy cuenta que vivo en una sociedad y debo ser una componente activa en ella.
  6. Cuando en mi trabajo ya me pongo en mi nivel y le puedo decir a mi jefa/e que es un abusivo conmigo, que me trata mal, que no es justo que me haga la vida imposible; aun con miedo de perder mi trabajo, lo digo con mucha delicadeza porque sé que estoy en una situación delicada y él/ella vive buscando donde no hay. Ya no le temo a nada.
  7. Maduro en cada golpe que la vida me da. Maduro si pese a los golpes que recibo, no permito que ello me haga una persona dura y fría, sino que me convierto en una persona que da amor, que va ayudando a quien lo necesita, dando palabras de aliento a quien se me acerca. No me quedo pegada en ese dolor, salgo adelante y crezco como persona.
  8. He madurado cuando he aprendido a no sentirme obligada a ir con mis amigos y amigas cuando me invitan a salir, sin temor a que se molesten por ello o a lo que piensen de mí.
  9. Cuando digo NO a quien me deja y me toma cuando quiere, haciéndome daño. Ya no acepto cosas de segunda mano, ni pedacitos de felicidad. No merezco eso, y mientras más vivo más exigente soy respecto a mis relaciones. Aun con el corazón destrozado digo NO, porque no quiero esa vida para mí, he crecido en mi autoestima.





Estaba aprendiendo muchas cosas. Resulta que madurar, lejos de suponer resignación, implica luchar, pelear, abrirse camino por ser una misma. Aceptar las cosas, sí, pero sólo las que suponen leyes naturales que no se pueden cambiar. Acepto que mi cuerpo cambia, porque es una cuestión física. Acepto que la gente muere, porque es algo inherente al ser humano. No acepto todo aquello que me hace infeliz pero que tiene un resquicio por el que cabe mi voluntad. Y sobre todo, por encima de todo, la aceptación de lo que ocurre en mi vida, aunque sea negativo, no me hace un ser frío y dolido: me hace disfrutar de cada momento y estar agradecida por haberlo vivido. Me hace querer dar todo el amor del mundo a quienes me rodean para que también disfruten.

 El final del artículo estaba cerca:


Habré madurado cuando me levante y sonría mirando la vida con optimismo a pesar de haber llorado toda la noche. Porque envejecer es una obligación y madurar es opcional. Me decido por madurar para poder mirar a mi alrededor y descubrir qué es lo que más me hace feliz. Hoy sólo busco vivir en completa paz y felicidad, para dar a los que me rodean el mismo nivel de afecto.
Muchas personas necesitan de ti…

¡Que grande y maravillosa eres!



Y al leer el final, me dí cuenta de una cosa: todo el tiempo que había pasado intentando adivinar qué coño era la madurez, estaba madurando.
Cuando tomaba decisiones por mí misma.
Cuando sonreía recordando momentos bonitos de mi vida.
Cuando me permitía cagarla porque sabía que eso me enseñaría a hacer las cosas mejor.
Cuando me felicitaba por mis logros y me perdonaba mis fracasos.
Cuando me liberaba de algunas personas, de algunas situaciones, de aquello que me impedía crecer.
Cuando buscaba ser feliz por encima de todo.






Va a ser que al final, después de todo, estaba madurando. 








lunes, 7 de marzo de 2011

Canción de amor propio

"A veces me desdoblo, y me digo al oído: qué bueno respirar, sentirse vivo. ¡Qué suerte que te cruces por mi camino! (...) Qué grato es encontrarme, vaya donde vaya, por más que me cuento mis chistes siempre me hacen gracia, si me voy, si me duermo, la vida se apaga, qué potra saber que siempre me seré fiel, ¡qué suerte desde un principio caerme tan bien...!".

Esta reflexión no es mía (que ya me gustaría) sino de Ismael Serrano en su tema "Canción de amor propio" (si te apetece escucharla, puedes hacerlo pinchando aquí). Esa canción empieza como ha empezado esta entrada y es, en resumen, una oda a mí misma. Si la escuchas tú, será un homenaje a tí, porque se trata de elogiarse a un@ mism@, que es algo que no hacemos muy a menudo.

Adoro esta canción porque habitualmente, la música habla de otras personas: personas de las que te has enamorado, o personas a las que quieres, o a las que odias, o hablan de la familia, o de l@s amig@s... sin embargo, hay pocas canciones dedicadas a hablarle con amor a un@ mism@, y esta es una de esas canciones.

Reconozco que soy de esas personas que adoran estar rodeadas de gente; durante muchos años de mi vida, he pasado verdadero terror estando sola. No era una cuestión de sentirme sola, sino de estarlo de verdad, de no tener a nadie cerca si me pasaba algo, de no escuchar más voces que la mía, de no poder pedir ayuda si la necesitaba. Mis mayores terrores se enfocaban a momentos de soledad: terror nocturno si dormía completamente sola, imposibilidad total de quedarme sola en casa, pánico a caminar sola por la calle de noche... incluso el silencio me hacía sentir incómoda.

Paralelamente, he vivido todos estos años admirando a gente y queriendo parecerme a esas personas. Ser "tan buena como...", "tan trabajadora como...", "tan guapa como...", "tan feliz como...". Y de repente, un día, todo eso cambió.

Cambió el día en que me conocí.

No es redundar, no, señores y señoritas. Una puede convivir toda la vida consigo misma sin conocerse. Resulta que yo, por suerte, me conocí. Y me gusté.

Me gustaron mis manías, me parecieron racionales y soportables (yo, desde luego, las soporto perfectamente).
Me gustaron mis gustos, mis pequeños placeres, mis formas de disfrutar. Me gustó mi sensibilidad, no es mucha, ni poca, pero es la mía. Y me gusta.
Me gustaron mis miedos, porque tenerlos significa cuestionarme muchas cosas y afrontarlas. Me gustó aceptar que están ahí, esperando a ser superados.
Me gustó mi rutina, porque la he elegido yo. Me gustó mi pasión por mi trabajo, por dedicarme a lo que me gusta.
Me gustó el amor que encontré dentro de mí. Me hizo feliz descubrir que quiero a mucha gente y que me siento querida por otras tantas personas. Me gustó saber que no me siento sola (o no siempre).

Me gusté, en definitiva. Me caí bien.

Y decidí que lo más inteligente, lo más sabio, lo más natural, es cuidar lo que a una le gusta. Como se cuida a los buenos amigos y amigas, a la familia, como se cuida una parcela de la vida, como se cuida un puesto de trabajo o un jersey al que se le tiene cariño. Como se cuida a una pareja a la que se quiere, como se cuida a un hijo o a una hija porque es fruto de una misma.

Así que, en consecuencia, decidí cuidarme. Decidí apoyarme, estar conmigo siempre, porque en definitiva, soy mi mejor compañera de viaje. La gente va, viene, desaparece y vuelve, pero yo voy a estar conmigo hasta el fin de mis días.

Decidí creer en mí, siempre, ante cualquier circunstancia. Darme un voto de confianza, permitirme intentar las cosas. Decidí no regañarme si no lo consigo, no hacer que la desilusión se apodere de mí cuando las cosas no me salen, o no como yo quiero.

Decidí respetarme, no hacerme daño. No decirme cosas que pudieran herirme, no machacarme con errores pasados o incertidumbres futuras. Serme fiel, siempre, en todo momento, no traicionarme nunca.

Pero sobre todo, por encima de todo, decidí quererme. Quererme tanto que, en caso de entrar en conflicto conmigo misma, siempre ganase mi amor por mí, por valorarme por ser quien soy y por quien quiero ser.

De ahí nació mi "Canción de amor propio". Y me la canto siempre que puedo, porque no hay nada como recordarme a mí misma que soy feliz de tenerme cerca.

"A veces me desdoblo, y me digo al oído: ¡Qué bueno respirar, sentirse vivo...!"