"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




Mostrando entradas con la etiqueta momentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta momentos. Mostrar todas las entradas

martes, 2 de septiembre de 2014

Olga

Reconozco que el post de vuelta de las vacaciones se me había atascado un pelín. Llevaba tiempo pensando acerca de qué escribir para celebrar mi vuelta a los ruedos, y la temporada estival, y mi vigésimo séptimo cumpleaños, y las vacaciones en Tailandia, y viajando por España, y resumir los festivales y las acampadas, los baños en el mar y en los ríos.

Éste es el octavo intento de escribir algo decente, pero sé que va a ser el bueno así que desde aquí os felicito y me felicito por estar leyendo este trocito de mí a través de mis teclas y de las pantallas de vuestros modernísimos dispositivos electrónicos.

Para este octavo y definitivo intento he elegido, para no variar, hablar de mí, pero hacerlo en este caso, pasa por hablar de Olga.

Para empezar, quiero hacer constar que yo ya hablé de ella. Bueno, en realidad hablé de su chalet, pero quiero decir que ya apareció en mi blog por tanto no pilla de nuevas a nadie. Si queréis recordar aquel post, lo tenéis pinchando aquí: http://cuento-chino.blogspot.com.es/2011/03/el-chalet-de-olga.html

(Nota: desde que uso el editor de Blogger para Ipad porque soy fina y dinámica y si no no sé qué hacer con este trasto, no pongo enlaces, entre otras muchas cosas porque ni sé ni me apetece buscarlo. Se ruega me disculpen).

Hablar de Olga no tiene mérito de ningún tipo. Hablan de ella en la radio, en las redes sociales, le dedican vídeos, conciertos, canciones... Le escriben libros. Es muy fuerte, porque siempre decidimos que nos íbamos a hacer famosas juntas (en un reality show al que ella iría de concursante y yo de defensora de mi amiga) y la muy petarda se ha hecho famosa antes que yo, pero vamos que se lo perdono porque sé que tiene el alma de artista mega desarrollada y porque sé que el día en que la llevemos a un programa hortera de la tele a darle una sorpresa seré yo, por derecho adquirido, la que la recibiré en plató para hacer real nuestro sueño, ese que llevamos planeando unos 15 años.

Si alguien no la conoce, se preguntará qué hace de Olga una tía tan importante como para que tanta gente quiera tenerla cerca, qué le hace tan especial. Lo que voy a contar de Olga pone los pelos de punta porque es muy fuerte, y a mi madre le emociona cada vez que lo seguimos contando. Es una historia de vida y de esperanza y una lección para mí y para toda la gente que me rodea. Entenderéis rápido por que quiero comenzar mi año hablando de ella.

Conocí a Olga cuando llegué al colegio, con apenas tres años de edad. Yo era entonces una niña preciosa como ya sabe todo el mundo, aunque con los años fui perdiendo. Era una niña buena, cariñosa e inocente, feliz en mi vida de hija única y sin la perversión maligna que traen las hermanas pequeñas y que te borran de un plumazo esa creencia en el ser humano que se tiene en la infancia.

Ella era una polvorilla. Era movida, pequeñita, con unos ojos medio traviesos medio divertidos que la hacían una compañía ideal en ese inframundo de plastilina y arena dura que es un patio de Infantil.
No sé por qué nos hicimos amigas, pero sí sé que durante muchos años me comí parte de su bocadillo en el recreo. Su madre le ponía un pequeño extra para mi regocijo y ella lo compartía invariablemente conmigo, así que puede que fuese eso lo que nos unió del todo.

Olga era LA alumna. LA compañera. LA amiga. No sólo mía, ojo: de todo el colegio. La conocían allá donde iba, seguramente porque era buena alumna, buena chica y se quedaba a comer. El Comedor daba un estatus al que el resto no podíamos llegar, forjado a base de comida de rancho y patios interminables, así que ella, entre trozos de pan duro y bandejas metálicas se fue ganando la amistad de todo el colegio.

Crecimos, y mientras yo me hacía un hueco en las recuperaciones de septiembre, Olga se seguía haciendo huecos en corazones. Nuestro curso se le fue quedando pequeño y amplió sus amistades en cursos superiores e inferiores. Nuestra ciudad se le quedó pequeña y empezó a hacer amigos y amigas en otros pueblos, en otros colegios, en otras ciudades. Era un centro de relaciones humanas, muy fuerte. Tanto fue, que dio el discurso final el día que nos fuimos del colegio. En un mundo en el que nos matábamos por el protagonismo, no sólo nadie se lo discutió sino que no dudamos en que era la mejor para representarnos.

Terminó el colegio y llegamos a la Universidad. Como cabía esperar, allí se convirtió en la reina del mambo indiscutible, la amiga de todos y todas, la entrenadora del equipo de fútbol, el perejil de todas las salsas. Se hizo amiga de mis amigas, algunas con las que coincidió en la clase. Me encontraba con ellas y me hablaban de Olga. No sabías nada de ella pero ya te lo contaba todo el mundo, aunque estuvieses ocupada e hiciese dos semanas que no veías a nadie. Era la conexión con el mundo.

Se echó un novio, como cabía esperar, el novio perfecto. Hacen (¡HACEN! Siguen juntos HOY EN DÍA, que es lo más complejo que conozco después de los bolillos y hacer una buena paella) la pareja ideal y sólo podemos pensar que hay cuatro o cinco novios así repartidos por todo el Universo y uno lo tiene ella, cubriendo así el cupo de nuestro grupo, que no puede más que alegrarse por la pareja, a ver, es lo suyo.

¿Qué es entonces lo que, aparte de todo, la hace tan especial a mis ojos?

Pues que ayer, señores y señoras, mientras yo me quejaba amargamente porque aún no tengo trabajo y estoy de bajoncillo, Olga me escuchaba al otro lado del teléfono pacientemente. Porque la reina del mambo, la amiga de todos, la novia ideal, la entrenadora, el centro de todos los círculos sociales, lleva veinticuatro años de su vida cogiendo el teléfono y escuchando las absurdeces mundanas de mi día a día, las mías y las del resto del mundo.

Porque una persona tan querida, tan solicitada, a la que todo el mundo le escribe, le canta y le baila, le dedica y le pide, nunca ha dejado, en todos estos años, de pasar de todo eso (en el buen sentido) para sacar un huequito para mí. Porque ella, la del bocadillo exquisito, se traía un extra para darme el gusto. Porque ella, la del chalet maravilloso, lo abría cada dos por tres para que pudiéramos hacer fiestas. Porque ella, la de la vida social ajetreada, tiene siempre un hueco para atender a las mismas tonterías de siempre.

Porque es tremendamente generosa, divertida y atenta. Porque tiene muy mal pronto, y a veces se enfada y le dan caprichos, pero es de las pocas que lo acepta, y lo lleva bien, y qué cojones, se ríe de ello.

Porque se remangaba la falda delante de las monjas y no la pillaban. Porque aunque era la alumna ideal no dejaba de unirse de vez en cuando a nuestras gamberradas, aunque eso le supusiese una bronca. Porque nunca faltaba a la clase de piscina, que era la imposible en el frío invierno. Porque hacía los deberes y los prestaba (no como el resto de las empollonas de mi clase, desde aquí os maldigo), porque no le importaba llevar a nadie en su coche. Porque te deja ver su IPhone de cerca sin generarte una tensión horrible por si se te cae, porque hace las mejores medias noches del planeta. 

Porque es discreta, prudente, sabe esperar.

Porque ha esperado este post durante 24 años sin esperarlo, y que ahora es el momento de que vea la luz. Después de que medio mundo le haya escrito, ahora, por fin, le escribo yo.

Ésto es lo que a mí me pone el pelo de punta, y emociona a mi madre, y es una historia de vida, de una vida joven pero que hace tan feliz a tanta gente y que, por tanto, merece un hueco en mi blog y en nuestros corazones. Porque la cotidianidad merece ser reconocida, y no hay nada más, NADA, que haga más importante o más especial a mi amiga Olga en su vida y que yo no haya contado aquí. Todo lo demás es sólo una circunstancia, pero Olga lleva toda una vida siendo grande, y como tal merece que se tenga en cuenta que ella es más grande que sea cual sea su realidad cada día.

Por eso este post va dedicado a tí como persona, porque eres más que las etiquetas y que los retos que la vida te ponga.

Gracias por estar, ayer, hoy y siempre, Olga. 

Gracias por ser.


Pd. Se me olvidaba comentar que Olga es una de esas personas que pelean a diario con una circunstancia de salud muy dura, pero ante la que ha hecho una promesa. Si alguien quiere leer acerca de ello, puede hacerlo en teprometoquemevoyaponerbien.blogspot.com.





lunes, 11 de agosto de 2014

Pollito y La Luna (cuento)

9 meses y tres colegios después, he vuelto. Sin prisa, sin pausa, como después de otros muchos impasses que ha vivido este blog, la maleta donde voy guardando todo lo que aprendo está a rebosar de cosas que he ido viviendo, y pasa como a la vuelta de vacaciones, que abres la maleta, todo está revuelto y usado, metido a presión con prisa antes de que saliese el avión, y da una pereza terrible deshacer el equipaje.

Cada camiseta que te dispones a echar a la lavadora tiene una historia en sus arrugas; cada pantalón, una aventura vivida entre sus manchas. Los botes de gel a medias (si es que los trajiste de vuelta, yo nunca lo hago) recuerdan a las llegadas después de pateos interminables. Los calcetines arrugados evocan los caminos recorridos, perdiéndose a veces, encontrándose otras.

En resumen: la maleta es vida, cómoda a veces, rebuscada e incierta todas las demás. Cada latido tiene precio y no me pongo más profunda porque cavó un túnel y aparezco en Australia, que por otro lado estaría bien porque allí está N., retomando su aventura.

Para mi vuelta he elegido lo único que sé contar: un cuento. No es un cuento bonito ni feo, pero es un cuento de viaje, de los que sirven para contar durante el camino y hacer el tiempo más ligero y el paisaje más ameno. El cuento que hasta ahora no ha habido en éste hogar, con éste nombre, y eso no se puede consentir.

Este cuento tiene de protagonista a un pollito, que por la mera sencillez de la historia se llamaría así, Pollito. La mayúscula siempre ha dado mucha entidad.

Pollito era un pollito de nuestro tiempo: un pollito que escuchaba la radio, un pollito que navegaba en Google, un pollito que iba al Cole de los pollitos en la línea 4 del metro de Madrid, que no sólo no vuela sino que en líneas como esta no hay cobertura. Una vida normal de pollito, vaya.


Pollito era relativamente feliz, era pequeño todavía para preocuparse de los problemas de los gallos y gallinas. Él disfrutaba de los paseos, de los partidos de fútbol, de los zumos de naranja del desayuno. Lo que más le gustaba a Pollito era asomarse por las noches a la ventana del corral  y mirar al cielo para ver, allí arriba, en lo alto, a la Luna. Esa Luna grande, brillante, redonda a veces, con forma de sillita otras veces, esa Luna que una vez cada poco desaparecía pero que siempre estaba ahí (Pollito lo sabía) era lo más bonito del mundo.
Sí Pollito había tenido un mal día, o estaba cansado, o triste, o angustiado, miraba la Luna y se le pasaban todos los males.

Y así fue que un día, Pollito decidió aprender a volar.



Pollito nunca había querido volar, no lo había necesitado. Él era un pollito independiente, que había rechazado las costumbres del corral, que no quería hacer las cosas por hacer. Que soñaba con salir, algún día, y viajar, y conocer el mundo, pero no necesariamente a través de sus alas. Al fin y al cabo, sólo eran alas, y en su cuerpo había también dos patas fuertes y recias con las que saltar, correr, esquivar, dar patadas, y un pico, y dos ojos, y muchas plumas impermeables y firmes para protegerle del mundo.

Pero la Luna, tan alta, merecía ese esfuerzo Al fin y al cabo, ¿quién no intentaría verla de cerca si pudiese hacerlo?

Así que un día Pollito se propuso, definitivamente, intentarlo. Se pasó todo un día observando a otros pollitos más y menos jóvenes que estaban aprendiendo. Desde su terraza en el corral les veía, cómo se caían, como se volvían a subir, como desplegaban sus alitas al viento, como se mecían los pollitos expertos y se tambaleaban los principiantes. Horas y horas estuvo Pollito sin atreverse a lanzarse. Parecía qué, según se iba dando cuenta de lo que suponía volar, empezaba a entender la complejidad del tema.

Pero no era para él. No lo veía claro.

Pasaban los días y Pollito estaba más y más triste. Por las noches se asomaba y miraba al cielo buscando a la Luna, grande y redonda a veces, con forma de sillita otras, y la veía tan brillante, tan resplandeciente, tan blanca... Pero no podía verla de cerca, enorme. Pollito no sabía qué hacer.

De repente, tuvo una idea: ¿y si le pedía a algún ave grande y fuerte que le subiese hacia arriba montado en su cuerpo?

Pollito pensó en la Cigüeña, en el Buitre, en la Paloma. Ninguna de convencía, hasta que por fin, se atrevió a pensar en el ave más señorial de todas: el Águila.

El Águila era un ave grande, fuerte, que daba miedo al resto al pasar. El Águila no pagaba los cafés con leche en el bar ni tenía miramientos para aparcarse en zonas reservadas a aves ancianas. El Águila abusaba de que todo el mundo la admiraba, no miraba a nadie a los ojos, adelantaba por la derecha. Nadie se atrevía con el Águila... Salvo Pollito.

Pero Pollito era consciente de que una cosa era ser valiente y otra ser poco listo, y sabía que la osadía se pagaba cara, así que buscó una forma de colarse en el Árbol del Águila. Cuando llegó la noche y el Águila salió para dar una vuelta de inspección desde los cielos, Pollito se subió de un saltito a su espalda y, como era tan pequeño, el Águila no lo notó.

El Águila planeaba de una forma que Pollito sabía que no hacían otras aves que él conocía. Volaba alto, suave, se dejaba mecer por el viento y llegaba alto, alto... Pero no hasta la Luna. Pollito se sintió decepcionado, porque había confiado en las posibilidades del Águila, y aunque esperó disfrutando del vuelo. no pudo ver de cerca, gigante, a la Luna. Cuando el Águila volvió al suelo firme, Pollito bajó muy sigiloso y volvió al corral. El papá y la mamá de Pollito vivían lejos, así que Pollito estaba a cargo del corral, pero nadie le ponía límites. Pollito hacía lo que podía.

El pobre Pollito estaba desesperado. Subía a los árboles más altos del bosque, se lamentaba de no tener patas más largas, alas más grandes, de no saber volar. Le molestaban su pico, demasiado pequeño para utilizarlo como apoyo, sus plumas, demasiado suaves para agarrarse a los troncos. Todo lo que antes le enorgullecía ahora le pesaba. Era un rollo ser pollito. Era un rollo ser Pollito.

Tan triste estaba Pollito que ya nada le consolaba. Había dejado de ser tan feliz como lo era antes, ni siquiera cuando estaba triste lo estaba como al principio. Pollito iba y venía al cole, se montaba en el metro, jugaba al fútbol, pero lo hacía por inercia. Por las noches se asomaba a la ventana a ver la Luna, pero no con la emoción anterior, sino con la frustración de no ir a cumplir su sueño. Si sólo pudiera verla de cerca una vez...

Tampoco dormía bien Pollito: daba vueltas en el corral, tenía calor, luego frío. Le molestaba la respiración de los demás pollitos. A veces, de desesperación, saltaba del nido y empezaba a andar hasta que le entraba el sueño.

Una noche, mientras Pollito paseaba desvelado por el corral, la vio: en el suelo, enorme, redonda, blanca, estaba La Luna.

¿Cómo podía ser aquello?

Pollito pensó que quizá, de tanto como había soñado verla de cerca, la había atraído (Pollito había leído "El Secreto" y creía que los sueños se hacen realidad). Luego se asustó: ¿y si La Luna se había caído? Pensó que quizá alguien le estaba gastando una broma pesada. Miró a su alrededor, pero sólo vio la quietud del corral y a La Luna, majestuosa, en medio de él.

Se acercó emocionado y estiró su pequeña alita para tocarla, y entonces La Luna se volvió borrosa.

Pollito no entendía nada: ¿acaso no estaban viendo sus ojos a La Luna al alcance de sus patas? ¿Sería que no quería La Luna que Pollito la tocase?

Y entonces, al acercarse más descubrió que La Luna estaba dentro de la charca del corral. Pollito se quedó impresionado: ¿cómo podía ser que La Luna hubiese estado ahí siempre y él no la hubiera visto? ¿Cómo podía ser tan mágica La Luna que sí la tocaba desaparecía?

Aquella noche, Pollito se quedó mucho, mucho tiempo al lado de La Luna. Daba vueltas, observaba desde todos los puntos, nunca se cansaba. Se sentía tan feliz que se quedó dormido, soñando que se sentaba en La Luna cuando ésta tenía forma de sillita y se balanceaba mucho rato como el Águila, al compás del viento.

Y con el secreto bien guardado, desde aquel día, Pollito bajaba cada noche a la charca cuando el corral dormía y se sentaba al borde de la charca para admirar a La Luna, tan grande y redonda a veces, con forma de sillita otras. Algunas noches La Luna no aparecía, y Pollito sabía que hasta la Luna necesitaba descansar para aparecer luego tantos días seguidos con esa blancura y ese brillo.

Pollito creció feliz, sano y fuerte, alimentado por sus zumos y su pienso, jugando al fútbol, navegando en Google, viajando en Metro y sin ganas de aprender a volar. Con el tiempo entendió todo lo que podía hacer con sus alas, sus patas, su pico y sus plumas. Y creció agradecido, muy agradecido de que La Luna bajase cada día a su corral para que él la admirase.

Pollito creció feliz admirando un reflejo, pero lo que nunca supo es que La Luna, su sueño, su meta, no estaba dentro de la charca del corral: estaba, y siempre estuvo, dentro de él, allá donde Pollito quisiera llevarla. Que La Luna siempre estuvo ahí, pero apareció sólo cuando él, de verdad, estaba dispuesto a verla.

Porque no hay que ser lo que no se es, ni aprender a volar. Porque no hay que llegar necesariamente a lo más alto, ni depender de la ayuda de nadie, por maravilloso que ese ser sea, para triunfar. Porque no hay que tener patas más largas, picos más grandes, plumas más rugosas, para andar el camino. Porque no hay que estar pendiente de que algo ocurra o no para seguir, ni dejar de dormir, ni aislarse del corral, para encontrar lo que se busca.

Porque no hay mayor garantía de éxito que la voluntad de querer que las cosas funcionen.








Pd. Éste cuento, como no podía ser de otra forma, va dedicado a la persona que inventó al personaje de Pollito, le dió valor a La Luna y sobre todo, confió en que, algún día, este cuento existiría (como tantos otros que aún están por contarse) y que saldría de mis teclas.



domingo, 8 de septiembre de 2013

¡Que vivan los novios! (pero que VIVAN de verdad)

Una de esas suertes que tengo en esta vida es currar como animadora y/o camarera haciendo extras en algunas BBC, ésto es, Bodas, Bautizos y Comuniones de diferentes rangos y niveles socioeconómicos. He estado en casas modestas, casoplones, mansiones, salones de medio Madrid, locales de comunidad, en fin, que cada quien celebra los santos sacramentos como puede y como le dejan.

En las bodas se vive la vida diferente si vas como invitada que si vas como trabajadora, es como ir a ver un programa a la tele en directo: decepciona un poco. Tú veías ese concurso desde tu casa pensando que el plató es un despliegue de luces, colores y sonidos y llegas al plató y lo que te encuentras es un cuchitril lleno de cables, empalmes hechos con cinta aislante y gritos en el que no te dejan ni siquiera ir al baño en las sorprendentes 8 horas que dura un programa que sólo se emite durante una. Se cae el romanticismo, qué le vamos a hacer.

Las trastiendas de las bodas clásicas son más de lo mismo: mientras la novia, el novio y sus cientos de invitados e invitadas degustan gilipolleces empanadas que no saben ni lo que son (pero no lo preguntan, por no quedar de palet@s), debajo del glamour estamos decenas de personas empaquetando, limpiando, montando, desmontando y en mi caso, pintando caras como si no hubiera más enlaces en este planeta en caritas infantiles que en su mayoría están sobreestiradas por culpa de las horquillas de los recogidos en las niñas, o medio amoratadas por culpa de las pajaritas de raso a las que (por suerte) no están acostumbrados los niños. 
Mi trabajo en las bodas es salvar a los niños y niñas de las cárceles de sus vestidos para que la estirpe familiar continúe: y sus padres y madres por ahí, comiendo gambas congeladas, sin agradecérmelo. Qué injusta es la vida.

Ayer estuve en un bodorrio de esos que se recuerdan en las comidas familiares y cuyas fotos se siguen viendo en Navidad: se casaban una chica monísima y un chico no monísimo, pero millonario. La boda era en el Hipódromo, un lugar al que yo no había ido nunca por tres razones básicas: porque está muy lejos, porque las carreras de caballos me espantan y porque no tengo dinero para apostar. 

Evidentemente no se puede casar una pareja en medio de una carrera de caballos, sino que se habilitan unas carpas de dimensiones variables para acoger una comida-cena-cóctel-recena-baile, un 5 en 1, en la que las carpas están unas tan cerca de otras que como te descuides de confundes de novios y te metes en otra boda. Pero oiga, que a mí el espacio me da igual, cada quien que dilapide sus ahorros en lo que quiera: yo voy a trabajar.

Entre l@s trabajador@s había un rollo de hermanamiento un poco extraño, como si pudieran donar un hígado en un momento dado por el de al lado pero al mismo tiempo pudieran sacar una katana de debajo de la camisa (remetida por el pantalón, claro) y asesinar a ese receptor del hígado. Una cosa un poco turbia de la que yo me desmarqué al minuto uno, un poco por miedo y un poco porque iba cargada hasta los dientes y no podía pararme demasiado a observar el percal. Una pena, porque desde que me he visto todas las temporadas de CSI y voy al día tengo una capacidad de análisis brutal, y podría haber sacado de allí todos los entresijos del Hipódromo: la pena es que cobro por horas, y no iba a quedarme ni un minuto más de mi tiempo.

El novio y la novia venían con casi tres cuartos de hora de retraso, parecía que se estaban casando por poderes. Los camareros y camareras estaban de los nervios porque también deben cobrar por horas y porque los canapés se vienen abajo, que hago un inciso en el tema de los canapés porque es curioso: si pasa demasiado tiempo, los que están duritos se reblandecen, y los que eran blanditos se endurecen. La vida tiene estas contradicciones. Continuamos para bingo.

Mientras camareros y camareras se esforzaban por conservar la comida y cortar jamón como para un regimiento, yo me movía por la sala a mi rollo, cantando, bailando, rodeada de trabajador@s que, sintiéndose por un rato protagonistas de los eventos para los que trabajan cada fin de semana, disfrutaban del asueto inesperado. 

Yo movía el paracaídas, el castillo, mi maleta, mi altavoz, bajaba, me cambiaba, me ponía el sombrero, me pintaba un ojo, me echaba purpurina, me cantaba una canción, en fin, preparaba y hacía tiempo a la vez. La tensión subía por momentos porque todo estaba medido al milímetro en el tiempo y un descuadre de una hora hace que se te enfríe hasta la paciencia. Yo tenía todo montado y, ante la ausencia de pequeñas criaturas cerca, me fumaba un cigarro en la salida de emplead@s viendo un maravilloso atardecer desde la más absoluta soledad, disfrutando de la quietud que me dejaba la ausencia de gente gritando "¡VIVAN LOS NOVIOOOOS!".

De repente, aquello se empezó a revolver: empezaron las carreras, las voces, el sonido de platos y cubiertos, el ajetreo del cuchillo jamonero. Decenas de vestidos brillantes irrumpieron en la pasarela que unía el párking con la sala corriendo sobre unos tacones que a mí siempre me parecen excesivamente altos. Zapatos de caballero relucientes como la patena se abrían hueco a zancadas para coger sitio a la espera de algo que no terminaba de llegar. La tensioncilla se mascaba en el ambiente y la pole position, situada a la entrada de la sala, estaba muy disputada. Se la llevó una dama de honor.

De repente, un Rolls Royce rojo descapotable entró en el párking derrapando. De él se bajó a toda prisa un hombre vestido con chaqué, que reconocí como el novio. Salió corriendo despavorido y se colocó en la puerta de la pasarela. Una mujer con mantilla kilométrica (sujetada por su propio brazo) intentaba ayudar a la novia a salir del coche, pero el velo (kilométrico también, sería cosa de familia) no lo permitía. Se hicieron un lío de velos, mantillas y brazos que casi se vive el drama, así que la mitad de las mujeres que ya tenían su sitio en la pasarela (previa carrera) abandonaron sus posiciones para auxiliar a la novia y a la señora de la mantilla. 

Cuando la novia, su velo, la señora y su mantilla y las demás señoras y sus tacones consiguieron entrar en la puñetera pasarela, el fotógrafo hizo una señal al camarero, que le hizo una señal al mâitre, que le hizo una señal a la de seguridad, que le hizo una señal al del equipo de sonido, que le dio al play, y empezó a sonar "I don´t want to miss a thing", de Aerosmith, mientras la novia y el novio, recién cogidos del brazo por los pelos, avanzaban a paso muy ligero, porque iban con una hora y pico de retraso. 
La gente se deshacía en aplausos y lágrimas, pero no pudo deshacerse mucho porque el momento duró 30 segundos. No habían llegado al estribillo y ya les separaron para hacerles diferentes fotos, las clásicas: a él en el cochazo. A ella en los rosales. A la señora de la mantilla con el señor del traje tornasolado. Al señor del chaqué con la señora de los taconazos. Ahora todo el mundo junto. Ahora sólo la novia. Ahora el novio. Ahora un beso... en la mejilla. Ahora morreíllo casto. Ahora ella le mira a él enamorada. Ahora la madre de él mira a ella con amor irreal.

Así podría estar horas. La gente iba ya por el cuarto vino y el décimo canapé.

En cuanto se hicieron la millonésima foto, les llevaron prácticamente en volandas al cóctel, esa degustación culinaria que no les dejaron probar porque querían hacerles otras pocas fotos en un photocall que habían preparado para la ocasión. Un camarero con una bandeja gigante le ponía copas de champán a la novia en la mano cada medio segundo. Ella las dejaba en la mesa, claro, ¿cómo podía beber si nadie la dejaba en paz?

El novio sudaba.

Mientras todo ésto ocurría, yo estaba enfrente, en una sala protegida en la que no nos veían, bailando desaforada con los niños y niñas, pintando caras, haciendo globos, saltando, gritando. Estaban l@s pobres hasta el recogido y hasta la pajarita de la boda, y querían desfogarse hasta morir. Era la fiesta más punki en la que he estado en mucho tiempo.

Llevávamos media hora de botes y canciones cuando sonó esa delicia de la música que es "Soy una taza, una tetera, una cuchara y un cucharón", y que habré bailado unos dos millones de veces en mi vida. Mi postura de la taza es más realista que la taza en la que desayuno: dan ganas de echarme café, no digo más.
De repente, por una puerta lateral entró la novia, con cara de estar agotada. Venía a ver cómo estaban los y las peques y si estábamos pasándolo bien.

Por la puerta contraria, también lateral, apareció el novio. Llevaba un pañuelo de tela bordado en la mano y se enjuagaba el sudor, que le caía a raudales en aquella carpa con 350ºC en su interior.

Los novios se encontraron en el centro de nuestra pista improvisada, entre el paracaídas y el castillo hinchable.

Y entonces ella empezó a bailar. "Soy una taza", y ponía un brazo en jarras, "una tetera" y ponía el otro en alto, "una cuchara" y alzaba los brazos por encima del velo kilométrico, "y un cucharón" y bajaba los brazos a la altura del cinturón de pedrería de su vestido de ypicomil euros.

Él la siguió. Se metieron en el centro del círculo y empezaron a reír, a cantar y a bailar hasta que la canción terminó. Después se abrazaron y se dieron un beso, su primer abrazo y su primer beso desde que, horas antes, alguien les había declarado marido y mujer. Un beso de verdad, sin fotos, sin presión, sin mantillas ni motores. Un beso.

Y sonrieron de verdad. Por primera vez.

Las primeras horas de su matrimonio habían pasado con prisa, con la obligación de correr de aquí para allá porque llegamos tarde, separados, haciéndose fotos que luego quedan en un cajón, bebiendo un champán que no les apetece, buscando con la mirada a la otra persona pero sin verla. Necesitaron cruzar a la sala infantil, quitarse el estrés a golpe de música y bailar dejándose llevar una canción de niñ@s que seguramente y con tanto preparativo, ni siquiera recordaban.

No entiendo cómo alguien puede elegir casarse así. Sin estar en su propia boda.

La gente tiene razón: que vivan los novios, pero que VIVAN de verdad. Que su amor no muera antes de empezar bajo el toldo de una carpa en un Hipódromo cualquiera.






lunes, 24 de junio de 2013

El Síndrome Nick Carter

Mi amiga S. es una cachonda y una crack de las observaciones del ser humano. Más que de observar, de catalogar conclusiones. En realidad todas mis amigas son la bomba, y eso es un mérito por su parte, porque yo las escogí a ellas de entre las miles de posibilidades que hay en el mundo, pero ellas me escogieron, todas a mí, y me hicieron feliz con sus presencias. Y eso es muy grande.

Decía que S. es una campeona de la catalogación. Yo no sé si fue el colegio de monjas transgresoras al que iba o fue la familia clónica (todos los miembros de su familia son iguales) en la que se crió quienes le dieron el don, pero está claro que se lo dieron.

Estudiamos la carrera juntas, codo con codo (literal, sentadas en mesas contiguas) durante tres largos años. Desde entonces nuestros caminos, si no por el mismo cauce exactamente, han discurrido por cauces paralelos; en este blog he hablado de ella alguna vez, por ejemplo en el post de Serenata a un Imbécil escrita en Do menor (si quieres leerlo, pincha aquí). Este año nos unimos un poco más, porque la pobre se presenta a la oposición... inocente. Yo llevo 4 años erre que erre, y nada, por mejores notas que saco, por más que me supero, por academias a las que vaya y pulidos que tenga los temas, a la hora de hacer las listas llega una marabunta de interinos e interinas que llevan un lucenio en el Cuerpo y me pasan por delante, como si fueran toros en los encierros de San Fermín, que salen a la locura y arrollan a quien se ponga en su camino.

Todo sea que ella llegue y ponga la pica en Flandes... no me extrañaría.

S. ha decidido presentarse conmigo este año, a ver qué se cuece. La primera alegría se la llevó hace unos días, cuando con dos semanas de antelación nos anunciaron que la fecha de los tres primeros exámenes sería el próximo día 2 de julio. A la Comunidad de Madrid le gusta hacer las cosas así, con tiempo, para que tú puedas organizarte tu existencia y concienciarte sin prisa: terminas de trabajar el día 30 de junio y dos días después te presentas a unos exámenes que, en principio, esperas que cambien tu vida. Qué organización, qué gestión, qué delicadeza.

Cuando vimos que quedaban dos semanas a mí se me atragantó la merienda, pero a S. se le atragantaron los 25 temas que se estaba empezando a mirar. Ya habíamos comentado que el temario era un poco cansino, pero asequible al fin y al cabo; en el momento en que nos dijeron que faltaban 10 días y no habíamos empezado apenas, los temas empezaron a parecer el K-2 y nosotras no somos Juanito Oiarzábal ni tenemos ganas de trepar cuestas. Hablábamos entonces de la dureza de la vida de un domingo de estudio, cuando en Madrid los pajaritos cantan, las nubes se levantan, las piscinas abren y la gente sale a terrazas y hace cosas de verano:

(Nota: a continuación muestro la transcripción de la conversación por Whatsapp. Para ser honestas añadiré a A., compañera de faenas en el barco y en la vida, que en ese momento nos instaba a salir a vivir la juventud en vez de estudiar, que es lo que hay que hacer.)

A: ¿Cuándo podéis quedar?

Yo: Nosotras tenemos el examen de la opo el martes 2

S.: A partir del 2 de julio que terminamos la oposición... (icono de carita triste con lágrima)

Yo: Pero entre semana, después de chapar, puedo

A.: Oh, shit

S.: A mí me la pela, he desechado el Síndrome Nick Carter.

A.: ¡Vale!

Yo.: ¿Qué síndrome?

S.: Es el Síndrome que tienes cuando tienes 15 años, vas al concierto de los Backstreet Boys, y piensas que Nick Carter te va a ver entre las 10.000 locas que hay allí y te va a decir: "Eres tú, te quiero. Cásate conmigo". (...) Pues lo mismo piensa mi padre de la oposición, que voy a llegar y voy a ser la más lista, la mejor, la que más suerte tiene y voy a sacar plaza. Siempre queda una esperanza para el Síndrome Nick Carter, pero ya la he desechado.



Y así fue como descubrimos el Síndrome Nick Carter. Para la gente que no sepa quién es esta criatura, podemos decir que era uno de los cantantes de los Backstreet Boys, el típico rubio insulso de grupo famoso en los 90 que volvía locas a todas las chicas sin distinción de razas, procedencias, creencias ni condiciones... menos a mí, que me parecía un Nenuco de imitación. Era algo así:






Vamos, por favor. Qué pelo, qué ojos, qué TODO. No hay por dónde cogerlo, y sin embargo es cierto que millones de chicas de este planeta iban a cada concierto (que debería costar una pasta escandalosa) en cada ciudad, en cada país, en cada continente, con la sola esperanza de ser ELLA, esa chica en la que el guapete del grupo se fija y a la que saca al escenario, a la que enamora mientras el resto del grupo canta alrededor alguna pastelada romántica y a la que el resto de fans planean ya matar en secreto.

Esa chica que le retire a él de la mala vida que seguramente lleve, la que reciba flores todos los días y el desayuno en la cama (con huevos, y bacon, y zumodenaranjanaturalreciénexprimido), la que le acompañe en su jet privado de vacaciones a Malibú y la que sea protagonista de alguna canción que se convierta en hit mundial, cuya letra plague, frase a frase, los estados de Facebook, Tuenti, Twitter y resto de redes sociales de la mitad de las adolescentes del planeta.

ESA CHICA.

Así, más o menos, es como se siente S. y es como me siento yo, sólo que la compensación es bien distinta: aquí no se gana amor, ni flores, ni vacaciones en Malibú, ni canciones dedicadas ni desayunos en la cama. Aquí se gana un trabajo. Punto. No hay más romanticismo que el dedicarse a lo que a una le gusta y hacerlo con la mayor dignidad posible, y aún así nos peleamos, como todas las fans de los Backstreet Boys, con miles de personas por ser esa ELLA que también existe en este campo. El tiempo y el tribunal nos dirán si vamos a ser groupies toda la vida o si por fin nos mirará Nick Carter...


Grande S., grandes sus reflexiones y por qué no decirlo: grande Nick Carter, que buscando sus fotos en Google he visto que ha cambiado bastante... igual ahora no pasaría nada por ir a su concierto.








PD. Este post va dedicado, como no podía ser de otra forma, a S.




.

martes, 11 de diciembre de 2012

Tres Patas para un Banco

Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.

Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.

Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.

Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.

Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.

Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían  la perfección.

El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.

El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.

Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.

Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.

Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.

La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.

Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.

Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.

Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra.  Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.

Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.



 

miércoles, 21 de marzo de 2012

Papá

En medio de todo este maremágnum de circunstancias potencialmente peligrosas para la supervivencia de una maestra, pasó el día 19, que como todos los 19 de marzo del mundo, es el Día del Padre. Hace tiempo escribí sobre mi madre, como puedes leer aquí, y no quería dejar pasar la oportunidad de hacer lo propio y presentar a mi padre.

Mi padre es un hombre que nació con bigote. Seguramente los documentos gráficos de su nacimiento contradigan este dato,pero lo cierto es que cuando conoció a mi madre, allá por los 70, ya venía con él. Mis padres se conocieron en La Central, un bar que hay en la plaza de Chueca donde cada año volvemos a tomarnos un vino y una tapa de atún. Parece que ella, una pitiminí de libro, hija de sastres y afincada en lo que entonces era la zona pijo-castiza de Madrid, celebraba su cumpleaños allí, y que mi padre y sus hermanos, provincianos de pueblo de los de celebrar la matanza, iniciaron la clásica maniobra del acople, algo por cierto muy dado aún en las noches de fiesta madrileña, en las que como te descuides se te han metido dos o tres grupos de tíos entre las filas y no te has dado ni cuenta.

Parece que después de muchos dimes y diretes y otros avatares, se casaron, y tiempo después me engendraron a mí. Mi padre siempre dice que como ellos eran cuatro hermanos, él siempre quiso tener hijas, y espero que el resto pensase lo mismo porque todos mis tíos tienen chicas. Cuando yo nací debe ser que fui el juguete que mi padre esperaba: me convirtió en su alter-ego en femenino y en pequeño, aunque sin bigote. Me cortaba el pelo a lo chico con estilo y elegancia y me vestía de alternativa, con pantalones anchos y americanas con chapas. Por aquel entonces era yo una niña riquísima, con mis hoyuelos y mi sonrisa, y a mi padre se le caía la baba. Siempre hemos ido juntos a todas partes.

Mi padre es ese tío valiente que cuando se prejubiló cumplió su amenaza de toda la vida: cortarse el bigote. Mi madre le estuvo mirando con cara rara y luego riéndose como si no se lo creyera durante semanas, y aún mi amiga Chari me dice cuando le ve que no parece él.

Mi padre es ese hombre que nos pintó un cuadro a cada una, como ya conté, y que hace que el cuarto de estar de su casa parezca la trastienda del Prado con tanto bodegón y retrato.

Mi padre es ese hombre que nos repite diez mil veces al día que "no se dejan los cables enchufados a la corriente sin conectar el aparato, que un día salimos ardiendo" cuando ve las regletas de la casa, llenas de enchufes y con todos los cables tirados.

Mi padre es ese hombre al que le decimos: "Papá, que dice mi hermana que le traigas unos crispis que son como integrales pero que no lo son, con chocolate pero que no son todos, vienen algunos sí y otros no, y que sea chocolate negro belga 100%, y a mí tráeme pan integral con semillas, pero del que no lleva fibra, que luego no paro de ir al baño, y mamá dice no se qué de que le traigas sus barritas de centeno, pero no las de la otra vez, las de hace tres o cuatro semanas, gracias" y el tipo se recorre el mundo entero para atender a nuestras descripciones y tratar de satisfacernos. Cuando le mando al herbolario debe de ser de traca.

Y cuando por fin aparece con todo perfecto siempre nos dice: "Me tendríais que estar haciendo constantemente la ola, eso es lo que tendríais que hacer".

Mi padre es el hombre creativo y con recursos que el día aciago en que mi madre perdió un pendiente de esos que son reliquia familiar cara-carísima, y en su depresión post pérdida le dio el otro a mi padre, mi padre se lo engarzó en un anillo para que pudiese seguir llevándolo en solitario y nunca más lo perdiera.

Mi padre es un hombre con tanto estilo y tanta elegancia que nos compra ropa, como él define, de "rabiosísima actualidad", que la ves y dices: "yo esto no me lo pongo", pero te lo pruebas y resulta que es lo más cómodo del mundo, o lo que mejor te queda, o ambas cosas. Mi padre antes vestía sólo de negro, como Karl Lagerfield, pero mi madre le ha convencido de que "pareces un cucaracho" y ahora es una explosión de color.

Mi padre es el hombre que pacientemente nos ha escuchado, arreglado todo lo que nos cargamos habitualmente, resuelto todos los problemas en los que le hemos pedido ayuda, y confirmado que sí, que estaba loco por tener dos hijas.

Hace un par de años, mi hermana le regaló un cuadrito en el que ponía:

"Todos los hombres pueden ser padres, pero hay que ser muy especial para poder ser papá".

Mi padre es un papá. Le adoro.


Feliz día, papá. Feliz vida.

PD: Edito para decir que el análisis de algunas de las frases de mi padre lo ha hecho mi hermana, alias Neita, los derechos de autora son lo primero (esto lo hago bajo presión de ella misma y su amenaza de denunciarme por no citaría, ahí queda Litel)

sábado, 25 de febrero de 2012

Antonio el Valiente

Año 2005: mi amiga Charini, mi adorado Fer, Juampi y yo pasábamos otra tediosa mañana en el parque, disfrutando del sol. La universidad,a escasos metros del banco en el que comíamos pipas, no suponía el mejor plan para ese momento. Tampoco creo que en nuestra ausencia estuviesen enseñando cosas importantes, qué te digo yo, cómo separar a dos poligoneras en el patio del recreo o qué hacer para que los padres y madres del mundo entiendan que a clase no se traen tropecientos juguetes. Esas son cosas verdaderamente importantes en un colegio o instituto, y no la educación en valores, que sí, que es muy importante, pero que me digan ustedes qué hago para alimentar a mi cuadrilla el día que hay lentejas y pescado.

Estábamos en nuestro banco mirando la vida pasar, comiendo pipas y dorándonos al sol, así que no era de extrañar que se nos acercase Antonio, alias "el porrero". En mi clase había dos Antonios: Tonito y Antonio el Porrero, dos personajes de novela de Valle-Inclán, en serio.

Antonio el Porrero era un tipo peculiar: bajito, moreno, un par de años mayor que yo, con un aro dorado cual Jack Sparrow y un Cristo colgando del cuello del tamaño de la mezquita de Samarra. Por su estilismo yo le apodé durante 5 minutos como Tony "el feriante", pero el mote no duró porque no tardé en darme cuenta de que Antonio hacía pocas cosas en la vida sin un canuto en la mano, era como una especie de ritual esotérico. Así como Cris nos embadurna con el humo de un incienso para que nos relajemos tras haber sometido a nuestros cuerpos a posturas yóguicas dignas del Circo del Sol, Antonio bañaba el universo en hachís de calidades intermedias. Le decías un día a las 8.30 de la mañana:

- Eh, Antonio, súbete para clase que tenemos exposición oral y estás en nuestro grupo, cabrón (llegó un momento en que le hacíamos su parte y se la dábamos lista para leerla, en Magisterio dejar a un compañero fuera del grupo es un delito de sangre).

- Id subiendo, que me estoy terminando de liar uno y voy enseguida.

¡¡¡ 8.30 DE LA MAÑANA !!!

De este modo de vida que Antonio llevaba se desprendieron dos cosas básicas durante los años que convivimos con él:

- Cosa básica número 1: Se quedó tonto. Como el Luisma en Aída, pero de verdad. Se le iba la cabeza de una forma descomunal, se le olvidaba hasta su nombre, en medio de un examen de mates nivel segundo de Primaria se quedaba pillado intentando entender por qué si a dos manzanas le quito media manzana sólo que queda una manzana entera y la mitad de la otra. Lo peor era que el tipo era súper inteligente, así que se frustraba bastante. ¿Cómo lo superaba? Efectivamente, bajando a fumar.

- Cosa básica número 2: Como consecuencia de la Cosa básica anterior, dejó la carrera. O no la dejó, quién sabe, pero poco a poco fue dejando de ir por allí hasta que desapareció. Decía que se iba a marchar a una casa en el monte a quitarse de las drogas cual Bebe, pero también juraba por su madre que una vez se había salvado de la cárcel ocultando 3 TONELADAS de farlopa en el cubo de basura de su Peña del pueblo, así que el crédito que le dábamos a las historias de Antonio el Porrero era tan escaso como su veracidad.

Terminó nuestra vida universitaria, y con ella terminaron las mañanas en el banco del parque, las pipas y el sol. Cada uno y cada una elegimos un camino y nunca volvimos a saber de Antonio el porrero.

Año 2012: Mi camino, como todo el mundo sabe, se fue, sin saber muy bien cómo ni por qué, hacia el mundo de la oposición, y este año, a pesar de Lucía Figar, tocaba convocatoria. Después de dimes y diretes que ya contaré, por fin el pasado noviembre conseguimos hacer los tres primeros exámenes, y hace una semana salió la nota de esa primera fase. Ha sido una criba que lo de Puertourraco a su lado fue una ida de olla infantil, y entre lágrimas de pena (ir a ver las notas me equilibró en lágrimas con el universo, no se lloraba tanto desde la muerte de Lola Flores, y eso que como estamos en invierno no se podía rajar la gente las vestiduras, que si no...) conseguí ver que, para mi sorpresa y la de todo el mundo, estoy entre las personas tocadas por la estrella de los aprobados.

Cuando me iba a dar la vuelta para volver al hogar y comunicarle a mi familia y seres queridos la buena nueva, una mano me tocó por detrás:

- ¡PERO BUEEEEEEENOOOOOO!!


Me quedé un poco parada, el clásico momento en que sabes que conoces a una persona pero no recuerdas de qué, y tu cerebro va a velocidad supersónica buscando entre sus carpetas mentales todos los momentos importantes de tu vida, luego los secundarios, luego los momentos accesorios y luego las noches de fiesta. En una de esas subcarpetas encontró el recuerdo de un banco, una bolsa de pipas, unos cuantos rayos de sol y el humo de un canuto:

- ¡Coño, Antonio! Pero ¿Qué haces tú aquí?


Antonio el Porrero es otra de las personas tocadas con la estrella (y creedme, somos muy poda gente). En aquel instituto de población suburbana me abrazó y me dijo que me veía más delgada y más guapa (venga, vale, me volvió a caer bien sólo por eso, lo admito), y que él estaba más gordo y más lozano porque al final había cumplido, se había pillado una casa a lo Heidi, en el campo, y se había quitado de todo, y mientras tanto había estado estudiando, y terminando la carrera, y haciendo otra, y preparando la oposición en otras comunidades, y aprobando siempre pero quedando a las puertas, y que por fin ahora ha llegado su momento, y el tío se la ha sacado y con una notaza.

Y mientras tanto decenas de personas, con sus sueños y sus licenciaturas lloraban a nuestro alrededor lamentando no haber estado a la altura. Y mientras Antonio me recordaba lo perra que era la profesora de Didáctica (que lo era, aunque mi amiga Chari diga que no sólo porque le tenía enchufe y la quería en su interior) y lo que nos reíamos en clase de la loca de plástica, yo le miraba y pensaba en que mi madre tiene toda la razón cuando dice que quien la sigue la consigue (luego en otras cosas no tiene ni pizquita de razón), y que siempre pensamos que Antonio el Porrero acabaría en cualquier parque de mala muerte cual quinqui y el tío ha logrado lo que mucha gente por la que apostarías la vida no consigue en años.

Qué malos son los prejuicios y qué buena la fuerza de voluntad.

Dentro de unos días espero volver a encontrarme a Antonio y que con una sonrisa me diga que sí, que le ha ido bien y que ha terminado de sacársela, sería lo justo por todo el esfuerzo y el par de huevos que le ha echado.

Ójala sea así. Cruzaré los dedos de las dos manos: una por mí y otra por Antonio, el Valiente.

jueves, 27 de octubre de 2011

Soy yogini

Según los escritos, "Yogini es una palabra que se refiere a las mujeres que dedican parte de su vida a buscar el bienestar, al conocimiento interior y al bienestar espiritual". Pues eso, que soy yogini, o eso dice Cris, nuestra profe de yoga.


Lo de hacer yoga vino de parte de mi fisioterapeuta. Un fisioterapeuta es una persona que te palpa una parte del cuerpo, preferentemente musculada, que tienes llenas de contracturas, nudos y dolores, después te apalea, te retuerce y te machaca y encima te cobra por ello. Una clínica de fisioterapia es un lugar en el que entras con el cuerpo hecho polvo y pensando que no puedes estar peor y sales con el cuerpo hecho polvo y constatando que sí, que podías estar peor. Sólo mi fisioterapeuta y mi prima B., que también es fisio, son capaces de tocarte sin hacerte (demasiado) daño. El resto, a la hoguera.


Mi fisio, un chaval encantador que no sólo no hace daño sino que te hace volver a creer en la vida y volver a girar el cuello con pasmosa normalidad, me dijo después de darme la millonésima sesión para descontracturarme:


- Tienes que hacer algún ejercicio específico de estiramientos o tendrás contracturas toda tu vida. Elige entre pilates, natación y yoga.




La natación no me gusta, y lo sé. Durante años nadé en mi época colegial y me aburría como una ostra. Existe una línea muy delgada entre la relajación y el aburrimiento, y yo la sobrepasé demasiado rápido cuando nadaba. Además de aburrirme, me congelaba en invierno con el pelo mojado, me tenía que depilar a la perfección todo el año y el bañador es una prenda incómoda, así que ni siquiera se me pasó por la cabeza dedicarme a hacer largos.


El pilates me cae mal. Dirá mi amigo Fer que el pilates es marvilloso, que se conoce gente maravillosa (o no) y que es sanísimo, pero aunque le adore y le de la razón siempre, en este caso no me da la gana aceptarlo porque el pilates engaña: te lo venden como algo relajado y equilibrado y es la clásica gimnasia de siempre pero haciéndote ver que no la haces, total, una vil mentira de la que sales sudando a litros.


Con este panorama me decidí por probar el yoga.
R. y yo nos calzamos las mallas (prenda que nunca sentó bien hasta que Decathlon sacó mallas de todo tipo y pelaje y consigues dejar de parecer una abuela en clase de gym-jazz) y empezamos por ir a una clase de Hatha yoga en un centro cerca de casa con muy buena pinta. Al entrar, nos hicieron quitar los zapatos y los calcetines y dejarlos en una especie de estantería de tela, muy propia de Ikea. Después pasamos a una sala donde varias mujeres de una edad considerable se abalanzaban, literalmente, sobre una montaña de mantas para escoger la mejor. Buscamos un sitio discreto, cogimos una manta y esperamos a que la eminencia docente hiciera su aparición.

El profesor, un tal Guru Himayinar (nombre ficticio, pero por ahí era) de nombre Manolo Díaz (también ficticio, pero también era del estilo) surgió de repente (lo juro, no caminó, no entró, simplemente surgió) y comenzó a cantar con una voz grave y melodiosa que nos hipnotizó al minuto. Nos hizo repetir unos cuantos cantos sin darnos explicación ninguna (ahora sé que esos cantos se llaman mantras) y acto seguido empezó a contorsionarse para nuestro asombro. Por si acaso no había sido suficiente, las mujeres, aparentemente rígidas como varas, comenzaron a imitarle, y creedme, yo no llego ni de coña a donde aquellas mujeres llegaban. Lo de ponerme la pierna en la oreja ya ni lo comento.


Después de flipar en colores durante hora y media, salimos de aquella clase para no volver. No es que la cosa nos hubiera disgustado demasiado, pero los 55€ que cobraban mensuales por ir un día semanal a partirnos el esternón nos parecieron desorbitados.


Pocos días después, y tras la segunda charleta de mi fisio, probé en un segundo centro. El sitio era muy acogedor, un pisito también cerca de casa en el que una mujer guapísima, rubísima y delgadísima me recibió con una sonrisa. Fui a entrar hasta la sala que intuí al fondo y casi me da un infarto:


- ¡¡¡¡¡¡NO ENTRES!!!!!!!! -sonó un grito detrás de mi espalda.


Me quedé clavadita en el sitio.


- Quítate primero los zapatos, que la energía de la calle es mejor que no entre a la sala - me dijo la profesora con voz ya un poco más dulce.


Me dejó muerta. Una coas es una cosa y otra cosa es otra, así que tal cual me volví a poner los zapatos y me fui a mi casa dejando a la rubia espectacular con la palabra en la boca.


En las siguientes semanas R. y yo probamos diferentes sitios, desde sesiones maratonianas de Bikram yoga (un tipo de yoga que se practica en una habitación caliente, vamos, lo que es una sauna de toda la vida, para prevenir lesiones, contracturas y dolores varios. Sólo os digo que lo probéis. L@s que sobreviváis, ya me contáis qué tal la experiencia) hasta sesiones de Hatha yoga (el que habíamos hecho en el primer centro, un tipo de yoga principalmente postural, lo que los antiguos gurús hacían para descontracturar el cuerpo y meditar profundamente) impartidas en gimnasios, donde lo más parecido a la relajación es la ducha.

Yo ya estaba desesperada. No me había gastado aún un duro (aprovechaba la clásica clase de prueba que regalan en casi todos los lugares) pero mi objetivo, que era encontrar un buen lugar para hacer yoga, seguía sin ser conseguido. He de decir que terminé por pensar que el yoga era algo absurdo y que no era para mí. Mi amiga R. estaba también desesperada y cansada de ir de lado a lado rodeándose de gente de lo más variopinta. Mis contracturas iban a peor y mi fisio cada vez insistía más en la necesidad de hacer algún ejercicio de espalda. 

Para quitarme el estrés acompañé a mi amiga M.a ver a una colega que había conocido en un curso hacía relativamente poco. Llegamos a su casa y, hablando con ella, me contó que era profesora de Kundalini yoga (un tipo de yoga que mezcla de forma equilibrada meditación y ejercicios de muchos tipos) y me comentó:


- Pues tengo ganas de montar un grupillo de Kundalini yoga, con poca gente y no muy caro. Si te interesa me dices y te aviso cuando lo monte.




El cielo se me abrió. Es de esas veces que tienes una palpitación de "Ésta es la buena". Como cuando te has comido unas cuantas pipas agrias y llegas a una que dices "ésta no va a saber a palo, ésta me quita el mal sabor". Le dije que sí al instante.


Poco tiempo después recibí un correo suyo. El grupo empezaba, me dijo, y tuve que hacer durante unos meses malabrismos con mi horario en el cole para llegar a clase, que sólo se impartía en un horario determinado que me coincidía con las clases.


Ahí descubrí que el yoga era lo mío.


No sabría describiros la sensación que se siente cuando todas las personas que estamos ahí conectamos, y os juro que se conecta. Nos contorsionamos, nos estiramos, sudamos como pollos, nos marcamos, nos relacionamos (o no), nos escuchamos, nos comunicamos sin hablar. Y sobre todo, el yoga, en todas sus variantes, es un ejercicio de superación. Creedme cuando digo que más de una vez he pensado que me rompía un hueso, o que nunca más podría devolverle a una parte del cuerpo su forma original viendo la contorsión que estaba experimentando. Estar cada segundo haciendo un ejercicio o montando una postura es un arma que se hace bastante más poderosa cuando la llevas a la vida, en esos momentos en los que crees que no puedes más. 
Si no quieres, vale. Pero siempre se puede salir. Siempre se puede seguir. Siempre puedes darle una nueva vuelta.


Y todo esto, como siempre en el mundo de la docencia, tiene mucho peso de la profe. Ay, cómo es Cris. Me encanta de ella que no siempre tenga la sonrisa en la boca. Me gusta la gente auténtica, la gente de verdad, y la gente de verdad no siempre tiene un día maravilloso.
Cómo nos cuida, cómo nos quiere, cómo sabe, no sé cómo, lo que necesitamos cada día. Al corregirte lo hace con dulzura, como haciéndote sentir que los errores son parte de los aprendizajes. Al reforzarte lo hace con firmeza, felicitándote por lo que consigues. Y nos fuerza a sonreírnos. Cuando estás al borde de la muerte y te sonríes, te das cuenta de lo absurdo que es el vaso de agua en el que a veces nos ahogamos.


Y sobre todo, sobre todo, me encanta cuando me arropa durante la relajación (que hacemos después de los ejercicios para recuperar) y me da un beso en la frente después de apagar la luz. Me recuerda a mi madre cuando me acostaba en la cama de pequeña y se quedaba conmigo hasta que me dormía. Ese momento en el que sientes que nada malo puede pasar, en el que disfrutas de verdad de ser.


Estoy eternamente agradecida al profesor gurú que se aparecía, a la profesora rubia que me gritó por entrar con zapatos, a la sauna donde mi hidratación peligró considerablemente, a los monitores de gimnasio que me hicieron renegar y a todas las personas que me hicieron pensar que, como tantas otras veces, no estaba en lo cierto y que me llevaron hasta Cris. 


Porque sólo equivocándote puedes acertar. 

Porque sólo sintiendo que no puedes más puedes darte cuenta de que sigues viva.





miércoles, 31 de agosto de 2011

De vuelta


De vuelta de todo.


De vuelta de nada.


De vuelta, y vuelta.


Tan joven y de vuelta...


Ésto lo decía Jarabe de Palo, ese grupo de tan diverso registro musical que cada año nos sorprendía con nuevas e impactantes melodías hasta que nuestros oídos no pudieron superar tanta innovación y decidieron condenarle a lo más bajo de la lista de los 40 Principales.

La cuestión es que estoy de vuelta de mis vacaciones, unas vacaciones de 6 semanas en las que ha habido de todo: campo, playa, ciudad, amigos, amigas, familia, recuerdos, fotos, helados, comidas, sobremesas de copa y puro, baños vespertinos, canciones, viajes y tantas y tantas cosas como cada verano.

Lo que lo ha hecho diferente ha sido, como dicen las abuelas, la salud. Ya lo dicen ellas cuando no nos toca la lotería: lo importante es tener salud. ¿Y quién les da la razón? Pues se la damos todos y todas, pero en nuestro interior pensamos que eso es incierto, y que más nos valdría que nos tocara la lotería y la salud ya si eso que venga detràs.


Una infección que llevaba tiempo acechándome me ha cogido por banda durante las vacaciones y me ha tenido 4 se las 6 semanas estivales con fiebre, dolores y otros menesteres poco agradables. Dirás, diréis, que vaya mierda de vacaciones. Que qué mala suerte. Que qué horror.
Pues no, señores y señoritas, como leí hace tiempo no sé dónde, si sucede, conviene. El haber estado un mes más p´allá que p´acá, me ha permitido tumbarme a la bartola durante gran parte del día, leer, escuchar música, observar, ver pelis, pintar, escribir, y otras tantas cosas que sólo haces cuando no te puedes mover.
Se supone que el verano es para hacer cosas, parar salir, para entrar, para moverse, pero pocas veces nos tiramos en el suelo a estar, simplemente.

Estar enferma, y por tanto obligada muchas veces a guardar cama (expresión sesentera que adoro) me ha permitido cargar las pilas cosa mala. Vengo descansada como pocas veces.


Mañana empieza el cole. Ay madre...




viernes, 5 de agosto de 2011

El día en que por culpa de Apple me confundieron con una toxicómana

Yo no sé si os pasa que hay días en los que podrías haberte quedado en la cama, como una pelusa, durante las 24 horas de la jornada, y no habría pasado absolutamente nada. Sin embargo te has levantado de la cama, has decidido voluntariamente aceptar cualquier cosa que el destino tenga a bien ponerte en el camino y te das cuenta de que ha debido ser Murphy (el de La ley de Murphy, no el actor de Dr. Dolittle) el que ha diseñado ese plan maquiavélico y enrevesado que hace que tu día se tuerza hasta por las costuras. Lo que es un día de mierda, vaya.

Todo comenzó por culpa de Apple. Pese a que tres cuartas partes de este universo (y seguro que de otros paralelos) haya sucumbido al Iphone, Ipod, Ipad, Mac y otras mil chuminadas, yo me quiero negar, como postmoderna que soy, a entrar en esa espiral de sobrecomunicación que hace que, cuando quedo con mis colegas, tenga que pedir permiso al Whatsapp (¿se escribe así?) de los cojones para hablar con ell@s. Me pone negra.

Sin embargo, hace cosa de un mes, mis padres, sin explicación aparente, me regalaron un Ipad 2, ajenos sin duda a mi proposición de escapar de la endiablada conjura ideada por mentes malignas, forjadas seguramente a manos de Ramón Areces o Amancio Ortega, que son dos personas que han hecho muchísimo daño a la cultura española, de natural llana y horterilla, como a mí me gusta.
Por culpa de gente como ellos, España salió del jamoncito en plato de postre y la caña en vaso bajo y entró en la era de las ostras inmersas en hielo a modo de aperitivo y el vaso de tubo, dos inventos que nos hacen, a todas luces, situarnos a la cola de Europa, porque tú me contarás que hace el español medio con eso, sabiendo que le dan asco las ostras por su inexplicable textura (se tragan como gelocatiles, con un poco de agua y encogiendo la lengua) y con esa caña mal tirada en un vaso de tubo, recipiente del que aprovecho para señalar que soy una gran detractora, porque no hay bebida que sepa bien en esos vasos. Las copas saben aguadas, las cañas saben flojas, los zumos saben demasiado espesos y en general, hasta el agua tiene regusto a grifo. Si la caña tiene su vaso de cuarto, el vino su copa de aperitivo, la sidra su vaso fino, el agua su vaso bajo y grueso (que vale para el zumo) y el cubata su copa de balón, no se entiende la función del tubo, pero no entraré más a este debate que me enciendo. Yo a lo que iba.

Mis padres me regalaron un Ipad 2 y frustraron gratuitamente mis expectativas de mantenerme al margen de la cultura tecnológica, pero sabiendo que yo no le doy la espalda al destino, asumí esa prueba que ponía en mi camino y acepté el regalo.

Desde entonces, me siento imbécil. No consigo hacerme con el cacharro y mi hermana, que a sus 19 años podría heredar Apple con total tranquilidad dados sus conocimientos de la tecnología de la empresa, es mi Lazarillo en estos avatares. Me está enseñando poco a poco a hacerme con el aparatejo, y de ahí que ayer, cuando me dio la clase avanzada de "Hazte tu propia cuenta en AppleStore" por vía telefónica, mi habitación pareciese un gallinero, con todos los papeles, cables y trastos esparcidos por el suelo. Resulta que para hacerte la puñetera cuenta hace falta una tarjeta de crédito y poco menos que una licenciatura, y claro, yo la mía la tengo en la cartera (la tarjeta, la licenciatura está en ello todavía), por un lado para fundirla en cuanto tengo oportunidad y por otro lado para recordarme de cuando en cuando que aún tengo posibilidades de seguir inmersa en la sociedad, siempre que mi banco no decida lo contrario.

Jamás saco la cartera en casa, pero tras horas intentando darme de alta en AppleStore, tuve que sacarla y extraer de su interior decenas de papeles hasta encontrar la documentación. Cuando terminé, exhausta, me metí en la ducha, maldiciendo en voz alta el momento en el que decidí insertarme, contra mi voluntad, en la teconología mundial.

Había quedado con R. y con M. para ir a echar un vistazo a las rebajas y tomar una caña después. Mi tía venía de viaje tras 10 días en la playa y yo iba a ir a recogerla para darle una sorpresa y de paso, ser una buena samaritana y acumular puntos, por si me muero y tengo que rendir cuentas con San Pedro y me sale el balance negativo. Nunca hay que perder la oportunidad de inclinar el balance hacia las buenas acciones, que no está el horno para bollos. Salí de casa, me metí en el coche, y decidí relajar la mente y el cuerpo para dedicarme a menesteres de consumo con total tranquilidad.

Según salí del barrio y cogí la carretera, mi padre llamó a mi teléfono. Nada más descolgar, me dijo:

- Antes de que te de un infarto, te has dejado la cartera aquí. Te lo digo porque como siempre la llevas, no vayas a pensar que te la han robado y montes la de dios.


Fue un detalle, porque la que hubiera montado habría sido de traca. Hablé con R., le pedí que me invitara a la caña, y como buena amiga que es, me prestó pasta con mi firme promesa de devolvérsela al día siguiente.
Estábamos en la terraza cuando me llamó mi madre:

- Oye, que si vas a ir a buscar a la tía, estáte puntual que ella no sabe que vas, a ver si va a salir del autobús escopetada y os cruzáis.


Le prometí a mi madre varias veces que llegaría a tiempo (después de la adolescencia que le di con la impuntualidad, ahora me toca repetirle mil veces que sí, que llego, porque no me cree lo más mínimo), y cogí el coche para cumplir mi promesa. Cuando llegué a la estación faltaban 3 minutos para que llegasen. Viendo que no podía ponerme a buscar sitio en la calle, decidí meter el coche en la estación de autobuses y salir pitando hacia la dársena.

Llegué en el momento exacto en que el bus entraba en la estación. Me coloqué con la mejor de mis sonrisas delante de la puerta, pero el autobús llegó, la gente bajó y mi tía nunca apareció. La esperé, la busqué y no la hallé, como en una canción cualquiera de Nino Bravo. Habían pasado 15 minutos cuando mi madre me volvió a llamar:

- Oye, que la tía está aquí. Que se ha adelantado el bus y ha llegado hace tres cuartos de hora, así que ya está en casa. No la esperes (obviamente) y vete tú para casa también, ya hablamos.

Bajé al parking ampliamente indignada, cuando de repente me dí cuenta de una cosa: sin cartera no había tarjeta, sin tarjeta no había pasta, sin pasta no había con qué pagar el ticket del parking. El pánico se apoderó de mí, y me acerqué al señor operario:

- Perdone, ¿podría prestarme 20 céntimos para pagar? Es que no tengo cartera y neces...

- Lo siento señorita, no presto dinero.

- Ya, me imagino, pero es que he tenido un problema. El caso es que yo ten...

- Insisto, no puedo prestarle nada. Y aquí no puede pedir. Suba a la calle si quiere.


Y se giró con su silla basculable, dirigiendo su mirada hacia un periódico cualquiera. El pánico se volvió a apoderar de mí, así que volví a la dársena con la inocente intención de pedir pasta al personal. Después de dar las vueltas que consideré reglamentarias para fichar familias desvalidas, empecé a sopesar la idea de abordar a algunas, pero tenía que competir con yonquis, tullidos/as y pedigüeños de todas las índoles, y la cosa no estaba fácil. Decidí usar la excusa de robo de cartera, así que me acerqué a un señor de unos 40 y tantos:

- Perdone, pero es que me han robado la cartera y necesito 20 céntimos para el párking, y...

- No tengo nada, lo siento.


Y siguió con su vida como si tal cosa.

Mientras me reponía, abordé a una mujer joven, no llegaba a 40:

- Hola, mire, es que me han rob...

La mujer no me me dio opción. Salió corriendo discretamente mientras se sujetaba el bolso, y eso que llevaba yo mis mejores galas veraniegas (camisetas con agujeros, pantalones cortos vaqueros, chanclas elegantes ibicencas), pero nada, que no coló. Huyó despavorida hacia el segurata de turno diciendo:

- Esa chica está pidiendo, aquí no hay más que yonquis y gentuza, qué vergüenza.

Vergüenza fue lo que pasé yo. Me camuflé detrás de una columna para huir de las miradas que me condenaban al ostracismo y decidí pensar. Un rato después, volví a intentarlo (no se me ocurría nada mejor), y en ausencia del segurata y las miradas indiscretas, un hombre me prestó 20 céntimos, pero claro, para cuando fui a pagar había pasado tanto tiempo que la cuenta ascendía a casi un euro. Desesperada, volví a llamar a mi madre:

- Mamá, que las personas humanas no me quieren dejar dinero y me llaman toxicómana, que digo que podéis venir a buscarme alguien, como mi familia que sois, y prestarme un euro.

- Ahora le digo a tu padre.


Nada menos que media hora después, mi padre apareció por la estación, me llamó, me citó en una de las puertas principales, salió, y cual intercambio entre camellos, me dio una moneda de dos euros y me dijo:

- Ale, te veo en casa.


Bajé corriendo a la estación, sorteando a esas personas malvadas que minutos antes me había rehuído, mirándolas con la  superioridad que me concedía mi moneda de dos euros, y sintiéndome objetivamente subnormal. A los pocos minutos pude pagar y salir del parking con  mi coche, salvando una vez más las miradas que no perdonaban mi supuesta adicción al caballo. Qué mala es la gente.

Al final, como puede comprobarse, la culpa de todo la tiene Apple y su maldito sistema de compraventa. El plan es tan jodidamente perfecto, que me atrevería a decir que Apple son los padres si los míos y los vuestros entendiesen siquiera qué es eso.


La tecnología está haciendo mucho daño.

Y si no, al tiempo.

jueves, 2 de junio de 2011

La función de fin de curso

Como todos los años por estas fechas, llega el final del curso escolar.

Con esta perspectiva, a tod@s se nos hace el camino más cuesta abajo: las peleas no nos molestan tanto, aguantamos un poco más los gritos y perdonamos los guisantes en el comedor. Es cierto que a ratos sentimos la enorme necesidad de meter a todos los niños y niñas en una clase y dejar que se maten entre ell@s, pero al contrario que nos pasaba en el mes de febrero (donde sólo queríamos morir), se nos pasa en poco tiempo.
La gente ya habla de vacaciones, verano, playas, hoteles, viajes en general; el café de media mañana está plagado de sonrisas y nos cedemos el paso a la salida:

- Anda, pasa tú.

- Fatlaría más, sal tú.

- Insisto, pasa, por favor.

- Que no mujer, si no tengo prisa, de verdad.

Es una versión laboral del clásico "Cuelgatú, quenocuelgatú" pero en vivo y en directo. Falta un niño subido en una nube algodonosa lanzando pétalos de rosa desde el dintel de la puerta.

Lo único que rompe todo este clima de amor y compañerismo que hace unos meses sólo era una utopía es la función de fin de curso.

La función de fin de curso es una especie de representación que suele salir entre medio regular y desastrosamente mal y que, por alguna extraña razón, a las familias les encanta.

No lo entiendo, la verdad, porque me juego la mano izquierda, que es con la que escribo, a que en su casa bailan diez veces mejor, cantan veinte veces mejor y hacen muchas más monerías, pero la diferencia radica en que en casa lo hacen en la soledad, sin tres decenas de ojos pendientes de sus cuerpecillos serranos y claro, lo bueno, si en público, dos veces bueno.

Desde todos los rincones del cole salen poesías, disfraces, papeles de teatro y cancioncillas pegadizas. Llevo cantando "Head, and shoulders, knees and toes" una semana porque se me ha grabado en el córtex cerebral a fuego lento, y me estoy empezando a desesperar.

En realidad, a l@s niñ@s no les gusta nada ensayar la puñetera función. Tienen que estar de pie en el escenario una hora, mientras l@s profes lo miramos desde todas las perspectivas a ver si la fila se ve torcida o si mejor les colocamos en semicírculo. Si eres alt@ tu madre ya se puede despedir de verte bailar, porque siempre vas en la fila de detrás. Yo creo que mi madre no vio jamás la parte inferior de mi cuerpo en una función de fin de curso, así que yo me ahorraba el movimiento de caderas y salía de allí con agujetas en la cara de tanto sonreír, porque para una cosa que se me veía tenía que lucirme en las fotos.

L@s que se ponen delante tampoco es que disfruten especialmente, porque por ser la avanzadilla de la función tienen que hacerlo todo perfecto. No te puede picar una oreja, ni tener ganas de estornudar, porque llenas de babas a toda la primera fila del público y eso queda feo, de toda la vida. Además te encuentras en la soledad ante el peligro, porque sólo puedes mirar hacia delante y buscar a tu madre y a tu padre (o abuela y abuelo en su defecto) entre los focos mientras sudas como un pollo y se te derrite el maquillaje de alegre hada de los bosques que han decidido encasquetarte.

Luego tienen que repetir una y mil veces el mismo texto, la misma poesía, la misma canción, durante los dos meses previos. El niño que hace de zanahoria este año en la función de 1º de Infantil está a punto de suicidarse haciéndose el harakiri con su propio tallo (el del disfraz).

Los problemas de logística son otro tema aparte: tú te propones que este año los disfraces van a ser tan perfectos que el director del Circo del Sol va a venir a pedirte asesoramiento; luego pasas por consentir que les falte algún detalle (y convenciéndote a tí misma que si sale un león sin melena tampoco va a pasar tanto, aunque el niño acabe pareciendo una leona travestida) y finalmente, consientes que se hagan ell@s mism@s los gorros de duendecill@s del campo con papel film de envolver bocadillos.

La máxima "tiene que salir perfecto" pasa a transformarse en "tiene que salir", a secas.

El día de la función estás de los nervios. Te saludan un montón de mamás y papás que no recuerdas que hayan venido a ningun tutoría, pero pones la sonrisa automática y das manos y besos a diestro y siniestro. Al minuto descubres a la Reina Carola dándose de leches con el Bufón Fernando, y a la Tortuga Manola sentada en su propio caparazón, que se ha quitado porque estaba cansada y que ahora aparece un poco abollado y descolorido.
Y ya cuando viene una niña con sus lágrimas incipientes, los churretes por la cara y la vocecilla de cordero diciendo "Profe, no quiero saliiiiiiiiiiiiiiir...." sale de tí esa sonrisa y ese amor incondicionales que mostraste un minuto antes y pasas a ser el Rey con Chávez:

- ¡¡¡¡¡¿¿¿¿¿POR QUÉ NO TE CALLAS????!!!!!!!!


Pero al minuto se te pasa el enfado y te dices: "Todo sea por la obra", a riesgo de parecer una fundamentalista del Opus.
El telón sube, y la Reina y el Rey consiguen decir su papel, y la Tortuga acaba provocando la ternura del respetable con su caparazón abollado.
El escenario parece Cannes con tanto flash saltando a los ojos y al final el público se levanta y aplaude fervorosamente, mientras tú saludas con orgullo y cedes el protagonismo a tu rebaño, que está agotado y con ganas de irse a dormir directamente.

A la salida todo son "Enhorabuena" y "Qué monadas", como si aquello fuese el bautizo de una pareja de pandas en el Zoo, pero tú, aunque tengas las cervicales en "rompan filas", aguantas estóicamente con la mejor de tus sonrisas.

Todo el claustro está feliz, se abraza y comenta lo bien que ha estado, pero como todo lo bueno dura poco, a los pocos minutos siempre hay una voz que se alza:

- Oye, pues viendo la función, he pensado que para fin de curso del año que viene podríamos...



 

martes, 26 de abril de 2011

El mar

Lo mío con el mar es una relación de amor profundo que viene desde el principio de los tiempos, cuando un 24 de agosto vine al mundo y estropeé las vacaciones veraniegas de mi familia. Yo creo que mi madre pensó mucho en el mar durante la recta final del embarazo y de ahí viene mi pasión por el agua salada, por el sol reflejado en la superficie, por el sonido de las olas al romper contra la orilla, por la línea de fondo que lo une con el cielo y que te hace comprender el vértigo que sentían nuestros antepasados, que creían que el mundo terminaba en el horizonte.

Soy una adoradora profunda del mar tanto como detractora de la playa, o al menos la playa como se concibe en las costas mediterráneas españolas, en las que hay aproximadamente un millón y medio de personas por centímetro cuadrado que hablan a voces, se pelean por el espacio para poner la sombrilla, con niños y niñas que juegan desaforados a hacer agujeros en la arena (alguna vez se va a colar un niño por un agujero y va a aparecer en Australia, porque cavan tan profundo que como metas un pie lo has perdido para siempre) y abuelos y abuelas paseando en fila por la orilla.

Contemos además con que no me gusta tomar el sol, es así. Me aburre tumbarme en la toalla y que me pique la piel, me abraso los ojos y nos lo puedo abrir y encima me da grimilla esa sensación de pringue que te deja la crema, que como venga un viento a soplarte y te caiga un grano de arena ya no te lo quitas hasta un par de meses después, cuando estás en el curro, de repente cae arena de no se sabe dónde en la mesa y tú entras en un bucle doloroso de recuerdo del tiempo vacacional.

En el mar, sin embargo, podría estar horas. Yo llego, me despeloto, me meto en el agua y a vivir. A veces nado, a veces floto, me estoy quieta, juego a saltar las olas, me muevo y cuando me canso (porque el mar agota) me salgo, me seco y vuelta a empezar. En el momento en que creo que tengo una necesidad física imperiosa (véase hambre, sueño) me visto y me voy a satisfacerla, pero si no es por eso, prefiero seguir en el mar.

Me gusta verlo desde la orilla, mojándome los pies, mirándolo como las madres miran a sus hijos, con la sensación de que si pudiera, retendría cada segundo para siempre, y como no puedo hacerlo intento grabarlo en mí para retomarlo más tarde, cuando el tiempo ha pasado y esos momentos son sólo un recuerdo que te devuelve la sonrisa por unos instantes.

Dice Ajo en sus Micropoemas que "Después de un viaje una nunca es la misma, por mucho que tu maleta lo intente". Yo le añadiría "Después de un viaje hacia el mar, una nunca es la misma (...)", porque además del amor que siento hacia él, cuando lo veo no puedo evitar pensar, reflexionar, valorar, y muchas veces las decisiones tomadas a la orilla del mar son quizá demasiado profundas, movidas por un cúmulo de sensaciones difíciles de explicar que hacen que las emociones se balanceen con las olas y no terminen de posarse en la orilla.

Vengo de la costa, vengo de mecerme, vengo de balancearme, vengo de estar.

Vengo de estar contigo.

Vengo de estar conmigo.

Vengo de estar con el mar.


viernes, 15 de abril de 2011

El Parque

Hoy es un día especial, un día maravilloso, un día formidable. Hoy empiezan mis vacaciones de Semana Santa.

Odio los estereotipos que se asocian a l@s maestr@s: que si tenemos un horario maravilloso, que si nos pasamos el día pintando y coloreando, que si tenemos las mejores vacaciones. Los odio porque no son ciertos: tenemos un horario de 8 horas diarias, como el resto de las personas (de hecho mucha gente tiene un horario mucho mejor que el nuestro), madrugamos como todo el mundo y no podemos salir nunca jamás antes de la hora. En cuanto a lo de pintar y colorear ni siquiera hay espacio en mil posts para explicar todo lo que hacemos con los niños y niñas.

Lo de las vacaciones, sin embargo, tengo que admitirlo. En verano cada vez tenemos menos, de hecho yo nunca he tenido más de un mes (porque como el sueldo es tan triste suelo currar en campamentos y escuelas de verano), pero durante el año tenemos más días que el resto de la gente y esto es una maravilla. En Semana Santa tengo ni más ni menos que 11 días de los que pienso aprovechar cada uno de los minutos.

Hoy era como decía el primer día de vacaciones, y por eso le propuse a R. que nos fuésemos al campo a tomar el sol y a pasear, pero dado que anoche estábamos al borde de la muerte por agotamiento, hemos decidido posponer el viaje y dar el paseo y tomar el sol por su urbanización, a las afueras de Madrid.

A la Caravana Paseante se ha unido parte de su familia, porque hacía un día como para salir, y entre ellas venía su sobrina, una niña de un año más o menos que es tan espectacularmete bonita que la paran por la calle. Es la clásica niña de anuncio pero con una sonrisa y una simpatía que la verdad, enamoran. Íbamos paseando y la niña iba gorjeando (verbo que adoro) en el carrito.

En un momento dado del camino nos hemos encontrado un parque infantil, esas zonas que el Ayuntamiento habilita para que las criaturas se desfoguen en columpios altamente peligrosos mientras sus madres, padres y/o niñeras charlan por los codos sentados en un banco. El parque era una explanada a pleno sol sin un triste banco y sin un triste árbol, y hacía tanto calor que si la niña hubiera sufrido de repente una combustión espontánea, no me hubiera extrañado en absoluto. Cosas más raras se han visto.

No sé quién diseña los parques infantiles, pero es alguien que claramente se abstiene de visitarlos. Es una pena, porque mi infancia ha transcurrido casi íntegramente en un parque y gracias a ello soy la persona que soy hoy en día.

Al lado de mi casa estaba El Parque. Lo llamábamos así porque en muchos kilómetros a la redonda no había otro, así que no había manera de confundirlo.

El Parque tenía dos estrellas del firmamento en sus filas: El Castillo y El Tobogán.

El Castillo era un artilugio de madera gigante con forma de todo menos de castillo, pero como tenía una especie de caseta en un torreón, no se nos ocurrió que hubiese una construcción más parecida que la almena de un castillo, y de ahí su nombre.
El Castillo ofrecía espacios para disfrutar de cualquier etapa de la infancia y la adolescencia. Por un lado, tenía un puente colgante desde el que al menos un niño o niña de cada edificio de la zona se ha precipitado alguna vez por asomarse demasiado. Lejos de darnos miedo, nos parecía cada vez más emocionante cruzarlo, y quien sobrevivía a la caída era tenido por héroe de guerra sin discusión. Era el lugar perfecto para los primeros años de infancia.

Después tenía unas escaleras infernales por lo empinadas que eran y que comunicaban con todas las zonas del Castillo. Era un reto recorrerlo entero pasando por las escaleras y sin tocar el suelo, que en nuestros juegos solía ser un mar embravecido lleno de tiburones. Se preguntará el lector o lectora avispado que cómo podíamos jugar a vivir en un castillo en medio del mar. Lo mismo se preguntaban en Peñíscola y ahí les tienes.

Finalmente tenía la famosa caseta del torreón, que por estar alta y techada nos protegía de las miradas indiscretas. Este espacio era perfecto para ese primer cigarro de la adolescencia, las tomas de contacto con el sexo opuesto y las conversaciones que no debían de oír los adultos.

Como colofón final había un tobogán enorme que daba miedo y hacía desconfiar de la supervivencia a pequeños y mayores por igual. Las barandillas de madera no eran el mejor espacio para agarrarse durante la bajada si no querías morir como Jesucristo, con tus manos atravesadas por un clavo y decoradas con astillas infernales. Si te lanzabas no había vuelta atrás, era vivir o morir. La bajada final estaba perfectamente acondicionada con piedras enormes para que, al bajar, te destrozases el culo contra ellas. Eso te hacía una persona con mayor tolerancia al dolor pero también con más moratones. Es por ello que no era la opción más acertada para tirarse, y de ahí que prefiriésemos El Tobogán.

El Tobogán era un tobogán rojo, normal y corriente, pero con un diseño aerodinámico y una perfección estructural tales que jamás nadie tuvo miedo de tirarse por él. Podías tirarte de culo, de boca, de lado, de dos en dos, en fila india, de pie e incluso con los ojos vendados, que la caída era siempre perfecta. Cogías cierta velocidad por el camino pero frenabas suavemente por la misma incercia casi al llegar al final, para terminar de caer como cae una pluma mecida por el viento. Me he pasado horas y horas tirándome una y otra vez por El Tobogán sin cansarme jamás, supongo que tenía el mismo efecto que las pipas, que nunca sabes cuando has tenido suficiente, siempre hay cabida para una más.

También había otros columpios aceptables, el balancín y las ruedas, pero eran columpios perecederos, porque su uso se restringía cuando crecías un poco y se te ensanchaba el culo. Sin embargo, éramos muy felices en El Parque, y cuando dejaron de interesarnos los columpios, seguimos visitándolo frecuentemente para charlar, pasear al perro (yo nunca he tenido perro, pero he paseado a los de mis colegas como si fuesen los míos) o simplemente para pasar un rato allí.

Por eso me apenan tanto los actuales parques infantiles, que no tienen bancos ni sombras (o tienen pocos), ni Castillo, ni Tobogán, pero sin embargo tienen una verja o valla que los delimita y que no permite que los niños y niñas corran libremente ni que sus madres o padres puedan jugar con ellos.

Voy a escribir una reclamación al Ayuntamiento para que cuiden y mejoren las zonas infantiles, aunque lo malo es que con los políticos pasa como con el tobogán del Castillo: que dan miedo y hacen desconfiar por igual a niños y mayores.