"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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domingo, 8 de septiembre de 2013

¡Que vivan los novios! (pero que VIVAN de verdad)

Una de esas suertes que tengo en esta vida es currar como animadora y/o camarera haciendo extras en algunas BBC, ésto es, Bodas, Bautizos y Comuniones de diferentes rangos y niveles socioeconómicos. He estado en casas modestas, casoplones, mansiones, salones de medio Madrid, locales de comunidad, en fin, que cada quien celebra los santos sacramentos como puede y como le dejan.

En las bodas se vive la vida diferente si vas como invitada que si vas como trabajadora, es como ir a ver un programa a la tele en directo: decepciona un poco. Tú veías ese concurso desde tu casa pensando que el plató es un despliegue de luces, colores y sonidos y llegas al plató y lo que te encuentras es un cuchitril lleno de cables, empalmes hechos con cinta aislante y gritos en el que no te dejan ni siquiera ir al baño en las sorprendentes 8 horas que dura un programa que sólo se emite durante una. Se cae el romanticismo, qué le vamos a hacer.

Las trastiendas de las bodas clásicas son más de lo mismo: mientras la novia, el novio y sus cientos de invitados e invitadas degustan gilipolleces empanadas que no saben ni lo que son (pero no lo preguntan, por no quedar de palet@s), debajo del glamour estamos decenas de personas empaquetando, limpiando, montando, desmontando y en mi caso, pintando caras como si no hubiera más enlaces en este planeta en caritas infantiles que en su mayoría están sobreestiradas por culpa de las horquillas de los recogidos en las niñas, o medio amoratadas por culpa de las pajaritas de raso a las que (por suerte) no están acostumbrados los niños. 
Mi trabajo en las bodas es salvar a los niños y niñas de las cárceles de sus vestidos para que la estirpe familiar continúe: y sus padres y madres por ahí, comiendo gambas congeladas, sin agradecérmelo. Qué injusta es la vida.

Ayer estuve en un bodorrio de esos que se recuerdan en las comidas familiares y cuyas fotos se siguen viendo en Navidad: se casaban una chica monísima y un chico no monísimo, pero millonario. La boda era en el Hipódromo, un lugar al que yo no había ido nunca por tres razones básicas: porque está muy lejos, porque las carreras de caballos me espantan y porque no tengo dinero para apostar. 

Evidentemente no se puede casar una pareja en medio de una carrera de caballos, sino que se habilitan unas carpas de dimensiones variables para acoger una comida-cena-cóctel-recena-baile, un 5 en 1, en la que las carpas están unas tan cerca de otras que como te descuides de confundes de novios y te metes en otra boda. Pero oiga, que a mí el espacio me da igual, cada quien que dilapide sus ahorros en lo que quiera: yo voy a trabajar.

Entre l@s trabajador@s había un rollo de hermanamiento un poco extraño, como si pudieran donar un hígado en un momento dado por el de al lado pero al mismo tiempo pudieran sacar una katana de debajo de la camisa (remetida por el pantalón, claro) y asesinar a ese receptor del hígado. Una cosa un poco turbia de la que yo me desmarqué al minuto uno, un poco por miedo y un poco porque iba cargada hasta los dientes y no podía pararme demasiado a observar el percal. Una pena, porque desde que me he visto todas las temporadas de CSI y voy al día tengo una capacidad de análisis brutal, y podría haber sacado de allí todos los entresijos del Hipódromo: la pena es que cobro por horas, y no iba a quedarme ni un minuto más de mi tiempo.

El novio y la novia venían con casi tres cuartos de hora de retraso, parecía que se estaban casando por poderes. Los camareros y camareras estaban de los nervios porque también deben cobrar por horas y porque los canapés se vienen abajo, que hago un inciso en el tema de los canapés porque es curioso: si pasa demasiado tiempo, los que están duritos se reblandecen, y los que eran blanditos se endurecen. La vida tiene estas contradicciones. Continuamos para bingo.

Mientras camareros y camareras se esforzaban por conservar la comida y cortar jamón como para un regimiento, yo me movía por la sala a mi rollo, cantando, bailando, rodeada de trabajador@s que, sintiéndose por un rato protagonistas de los eventos para los que trabajan cada fin de semana, disfrutaban del asueto inesperado. 

Yo movía el paracaídas, el castillo, mi maleta, mi altavoz, bajaba, me cambiaba, me ponía el sombrero, me pintaba un ojo, me echaba purpurina, me cantaba una canción, en fin, preparaba y hacía tiempo a la vez. La tensión subía por momentos porque todo estaba medido al milímetro en el tiempo y un descuadre de una hora hace que se te enfríe hasta la paciencia. Yo tenía todo montado y, ante la ausencia de pequeñas criaturas cerca, me fumaba un cigarro en la salida de emplead@s viendo un maravilloso atardecer desde la más absoluta soledad, disfrutando de la quietud que me dejaba la ausencia de gente gritando "¡VIVAN LOS NOVIOOOOS!".

De repente, aquello se empezó a revolver: empezaron las carreras, las voces, el sonido de platos y cubiertos, el ajetreo del cuchillo jamonero. Decenas de vestidos brillantes irrumpieron en la pasarela que unía el párking con la sala corriendo sobre unos tacones que a mí siempre me parecen excesivamente altos. Zapatos de caballero relucientes como la patena se abrían hueco a zancadas para coger sitio a la espera de algo que no terminaba de llegar. La tensioncilla se mascaba en el ambiente y la pole position, situada a la entrada de la sala, estaba muy disputada. Se la llevó una dama de honor.

De repente, un Rolls Royce rojo descapotable entró en el párking derrapando. De él se bajó a toda prisa un hombre vestido con chaqué, que reconocí como el novio. Salió corriendo despavorido y se colocó en la puerta de la pasarela. Una mujer con mantilla kilométrica (sujetada por su propio brazo) intentaba ayudar a la novia a salir del coche, pero el velo (kilométrico también, sería cosa de familia) no lo permitía. Se hicieron un lío de velos, mantillas y brazos que casi se vive el drama, así que la mitad de las mujeres que ya tenían su sitio en la pasarela (previa carrera) abandonaron sus posiciones para auxiliar a la novia y a la señora de la mantilla. 

Cuando la novia, su velo, la señora y su mantilla y las demás señoras y sus tacones consiguieron entrar en la puñetera pasarela, el fotógrafo hizo una señal al camarero, que le hizo una señal al mâitre, que le hizo una señal a la de seguridad, que le hizo una señal al del equipo de sonido, que le dio al play, y empezó a sonar "I don´t want to miss a thing", de Aerosmith, mientras la novia y el novio, recién cogidos del brazo por los pelos, avanzaban a paso muy ligero, porque iban con una hora y pico de retraso. 
La gente se deshacía en aplausos y lágrimas, pero no pudo deshacerse mucho porque el momento duró 30 segundos. No habían llegado al estribillo y ya les separaron para hacerles diferentes fotos, las clásicas: a él en el cochazo. A ella en los rosales. A la señora de la mantilla con el señor del traje tornasolado. Al señor del chaqué con la señora de los taconazos. Ahora todo el mundo junto. Ahora sólo la novia. Ahora el novio. Ahora un beso... en la mejilla. Ahora morreíllo casto. Ahora ella le mira a él enamorada. Ahora la madre de él mira a ella con amor irreal.

Así podría estar horas. La gente iba ya por el cuarto vino y el décimo canapé.

En cuanto se hicieron la millonésima foto, les llevaron prácticamente en volandas al cóctel, esa degustación culinaria que no les dejaron probar porque querían hacerles otras pocas fotos en un photocall que habían preparado para la ocasión. Un camarero con una bandeja gigante le ponía copas de champán a la novia en la mano cada medio segundo. Ella las dejaba en la mesa, claro, ¿cómo podía beber si nadie la dejaba en paz?

El novio sudaba.

Mientras todo ésto ocurría, yo estaba enfrente, en una sala protegida en la que no nos veían, bailando desaforada con los niños y niñas, pintando caras, haciendo globos, saltando, gritando. Estaban l@s pobres hasta el recogido y hasta la pajarita de la boda, y querían desfogarse hasta morir. Era la fiesta más punki en la que he estado en mucho tiempo.

Llevávamos media hora de botes y canciones cuando sonó esa delicia de la música que es "Soy una taza, una tetera, una cuchara y un cucharón", y que habré bailado unos dos millones de veces en mi vida. Mi postura de la taza es más realista que la taza en la que desayuno: dan ganas de echarme café, no digo más.
De repente, por una puerta lateral entró la novia, con cara de estar agotada. Venía a ver cómo estaban los y las peques y si estábamos pasándolo bien.

Por la puerta contraria, también lateral, apareció el novio. Llevaba un pañuelo de tela bordado en la mano y se enjuagaba el sudor, que le caía a raudales en aquella carpa con 350ºC en su interior.

Los novios se encontraron en el centro de nuestra pista improvisada, entre el paracaídas y el castillo hinchable.

Y entonces ella empezó a bailar. "Soy una taza", y ponía un brazo en jarras, "una tetera" y ponía el otro en alto, "una cuchara" y alzaba los brazos por encima del velo kilométrico, "y un cucharón" y bajaba los brazos a la altura del cinturón de pedrería de su vestido de ypicomil euros.

Él la siguió. Se metieron en el centro del círculo y empezaron a reír, a cantar y a bailar hasta que la canción terminó. Después se abrazaron y se dieron un beso, su primer abrazo y su primer beso desde que, horas antes, alguien les había declarado marido y mujer. Un beso de verdad, sin fotos, sin presión, sin mantillas ni motores. Un beso.

Y sonrieron de verdad. Por primera vez.

Las primeras horas de su matrimonio habían pasado con prisa, con la obligación de correr de aquí para allá porque llegamos tarde, separados, haciéndose fotos que luego quedan en un cajón, bebiendo un champán que no les apetece, buscando con la mirada a la otra persona pero sin verla. Necesitaron cruzar a la sala infantil, quitarse el estrés a golpe de música y bailar dejándose llevar una canción de niñ@s que seguramente y con tanto preparativo, ni siquiera recordaban.

No entiendo cómo alguien puede elegir casarse así. Sin estar en su propia boda.

La gente tiene razón: que vivan los novios, pero que VIVAN de verdad. Que su amor no muera antes de empezar bajo el toldo de una carpa en un Hipódromo cualquiera.






martes, 11 de diciembre de 2012

Tres Patas para un Banco

Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.

Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.

Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.

Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.

Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.

Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían  la perfección.

El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.

El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.

Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.

Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.

Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.

La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.

Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.

Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.

Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra.  Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.

Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.



 

sábado, 15 de octubre de 2011

El valor de las cosas

Un mes sin escribir es demasiado tiempo hasta para mí, y eso que el paso del tiempo es siempre muy relativo: no es lo mismo una hora estudiando que una hora durmiendo, ni una hora en la playa es igual que una hora con fiebre o que una hora de fiesta, inevitablemente. Tampoco son iguales los cinco minutos que pasan desde menos cinco hasta en punto cuando estás esperando a que llegue el metro y cuando es lo que te queda para levantarte de la cama.

El tiempo es sólo eso, una medida sujeta a circunstancias.

Decía M. Proust que "tendemos a pensar que el presente es el estado natural de las cosas", que nada cambia. Es complicado mirar hacia el futuro cuando el presente se estanca una y otra vez, como cuando vas nadando en el mar y te vienen todas las olas a la cara, que intentas coger aire pero no te da tiempo porque otra vez te entran unos cuantos litros de agua en la boca, que permitidme que diga que es de las peores sensaciones de este mundo mundial.

He tenido unas malas semanas, simplemente. Omitiré aquí lo que ha ocurrido porque me pasa como a l@s famos@s, que lo dejo en manos de quien corresponda, y borrón y cuenta nueva. Bueno, siendo sincera, por ahora voy por el borrón. Veremos a ver si hago cuenta nueva o no.



Sin embargo, por mal que vayan las cosas, lo bueno de currar con criaturas de la infancia de este mundo es que no puedes evitar seguir sonriendo pese a todo. Esta mañana sorprendía a una niña de apenas 3 años jugando entretenida con algo en el patio que no alcanzaba a ver qué era. Al acercarme (de forma ladina, por la espalda y en silencio, que es como nos gusta acercarnos a l@s profes en el patio) descubría que lo que el angelito tenía en sus manos era una tarjeta de crédito de verdad, y comprobaba con asombro que estaba a nombre de su madre:

- ¿Quién te ha dado eso? - le pregunto.

- Eh... - acierta a contestar con el consiguiente sobresalto, porque no me esperaba detrás de ella.

- ¿Te la ha dado tu mami?

- No, la he cogido yo.


Y acto seguido se gira y con toda tranquilidad sigue jugando con la tarjeta como si de una pala se tratase.

He corrido a avisar a la madre, que angustiada estaba anulando la tarjeta pensando, obviamente, que se la habían robado. La cría había cogido la tarjeta, posiblemente de una mesa o incluso del suelo, y sabiendo que no era un juguete la había escondido cómodamente en su mochila para sacarla en el patio lejos de miradas indiscretas.

Este caso me recuerda a uno que tuve hace unos años en un cole en el que trabajaba. Un día observamos a una niña de 4 años en el patio jugando a soplar arena a través de un tubito, y al acercarnos a quitarle el tubo pensando que sería metálico y por ende, peligroso, descubrimos que el tubito era ni más ni menos que un billete de 50 euros cuidadosamente enrollado y utilizado para el fin antes mencionado.

Al preguntarle por el billete, la niña rompió a llorar amargamente y dijo enseguida que no era suyo. Lo requisamos a la espera de averiguar de dónde había salido el billete, y aún seguíamos discutiendo cuando encontramos a otras dos niñas jugando a las tiendas con sendos billetes auténticos, esta vez de 20 y 50 euros respectivamente. La escena se repitió: las niñas soltaron el dinero y juraron y perjuraron que no era suyo ni lo habían cogido de casa.

¿De dónde salía entonces tanto dinero?

Días mas tarde, y por tercera vez, un niño de 5 años rompía en mil pedazos otro billete de 20 euros para soplar después los trocitos a modo de confeti. Por el billete no se pudo hacer nada, pero el niño en cuestión, después de cambiar de opinión varias veces acerca de la procedencia del dinero, dejó caer una importante revelación:

- Me lo ha dao Fiorella.

Fiorella era una niña de 4 años, alumna del colegio, tranquila, sonriente, no especialmente traviesa ni conflictiva, vamos, la clásica niña que pasa por el colegio sin pena ni gloria pero que se recuerda con cariño.
Fuimos a verla:

- Fiorella, ¿estás dándole billetes a los niños y niñas de tu clase?
- Sí, tengo muchos - contestó la niña, y acto seguido se fue a por su mochila,  la abrió y sacó un puñado de billetes de diverso valor, todos auténticos y en curso. El asombro fue grande y se avisó a la familia de que la Dirección quería que vinieran al colegio para contarles nuestro hallazgo.

La madre llegó al poco tiempo, y contó que hacía cosa de un mes que les estaba desapareciendo dinero de la cajita de ahorros que tenían en casa en un sitio supuestamente secreto, aunque no para la pequeña de la casa. Sin explicarse lo que ocurría, el ambiente en casa estaba un poco tenso, ya que varios miembros de la familia discutían diariamente por el lugar en el que estaría el dinero, y mientras tanto Fiorella, a lo Robin Hood escolar, repartía dinero a diestro y siniesto entre sus compis.

Tod@s nos lamentamos de no haber sido amig@s de Fiorella mucho antes, siendo una fuente de ingresos inagotable.

Sin embargo, ningún niñ@ entendió por qué le dimos tanta importancia a aquel suceso. Para ell@s era sólo eso, un juguete con el que hacer tubitos, confeti o intercambios de trueque. Seguía teniendo mucho más valor cualquier juguete de la cocinita que aquellos trozos de papel que son la cruz de cualquier persona adulta.

Ojalá las cosas fueran tan sencillas siempre. Ojalá todo dependiese del valor que le damos.

Ojalá, muchas veces, tod@s pudiésemos ser Fiorella y sus amig@s.





lunes, 24 de enero de 2011

Épocas

Hay épocas en la vida que si no existiesen pues oye, que no pasaría nada.

Hay etapas que hay que vivir pero que son como un día malo multiplicado por mil, porque son mil los días (o eso parece) en que cuesta levantarse, acostarse, comer, relacionarse y hasta lavarse los dientes.

Hay momentos en los que molesta el sol, y la lluvia, y el viento, y tener planes (qué pereza), y no tenerlos (QUÉ PEREZA) y casi cualquier cosa que tenga que ver con seguir viviendo.
El trabajo se hace pesado, las personas se te atragantan, las noticias del telediario son más horribles de lo habitual y el libro que te estás leyendo es un suplicio.
Estar en casa es aburrido, salir a la calle es agobiante, escuchar música es deprimente y casi cualquier película, sea del género que sea, te hace deshacerte en lágrimas.

Hay épocas en la vida que si no existiensen pues oye, que no pasaría nada.

Y de repente suena un "clic" y todo parece tomar forma, levantarse es una oportunidad, acostarse es un regalo, comer es un placer, relacionarse es un premio y lavarse los dientes refresca la boca.

Y cuando hace sol apetece que de en la cara para sentir que se acerca el buen tiempo, y cuando llueve es una buena oportunidad para saltar en los charcos, o ver una peli en casa en el sofá, con mantita, o que se te limpie el coche por encima indirectamente.

Tener planes es un lujo, no tenerlos es un descanso, el trabajo te aporta beneficios (aunque en algunos sólo sea en el plano económico), las personas son compañía, las noticias provocan risa, y el libro que estbas leyendo se pone interesante.

Estar en casa reconforta, salir a la calle da vidilla, escuchar música es terapéutico y casi cualquier película, sea del género que sea, te hace pasar un rato cuanto menos agradable y entretenido (unas más que otras).




Hay épocas en la vida que, por suerte, EXISTEN.







martes, 11 de enero de 2011

La Reina de Corazones

H. M. llevaba varios días diciéndonos que, si nos apetecía, necesitaba que le echásemos una mano en una representación que se hacía en esta semana en el cole. Resulta que los niños y niñas tienen que escoger a la reina y al rey que les gustaría ser si tuviesen su propio reino, y necesitaba que R., M. y yo nos disfrazásemos de reinas buenas y malas e hiciésemos una pequeña representación en la clase para que l@s niñ@s pudieran decidir a quién elegir.

En seguida me pedí la Reina de Corazones. Odio la historia de Alicia en el País de las Maravillas en cualquiera de sus versiones (aunque todos los postmodernos y fans de Tim Burton y Lewis Carroll me quien empalar a partes iguales), pero adoro a ese personaje que es la Reina de Corazones. Cuántas veces al día gritaría aquello de:

- ¡Que le corten la cabeza!


Me parece que la pobre era una mujer tristemente sola en su reino, una reina de sí misma a quien nadie respetaba ni quería, ni siquiera por el hecho de que una corona hiciese equilibrios en su cabeza. Una mujer caprichosa, vanidosa, poco consciente de que lo que la hacía miserable no era ser tirana, sino ser ignorante, simplemente no ver más allá de sus narices.

El disfraz que me han hecho era algo absolutamente espectacular, aunque el corpiño no me dejaba realizar correctamente algunas funciones vitales, como respirar o permitir a mi corazón latir con normalidad. La falda era de un cabaretero que encandilaba. El término "cabaretero" referido a cualquier cosa que brille lo acuñó mi amiga P. cuando un día, viendo los fuegos artificiales de las fiestas de la U.V.A de Vallecas (por cierto, acabo de encontrar una reflexión sobre la U.V.A muy tierna, si alguien quiere leerla, puede pinchar aquí), lanzaron uno de esos fuegos de palmeras brillantes y ella gritó:

- ¡¡Mira!! ¡¡Qué fuego más cabaretero!!





Y nunca jamás nos deshicimos de esa expresión. Todo o casi todo en la vida es susceptible de ser cabaretero, y hoy lo eran nuestros vestidos.

Hemos ido hacia la clase. Por el pasillo ya hemos sido el cuadro general, porque la verdad es que estábamos de traca, con esas telas de colores brillantes y esas pelucas, y para mí que nos han hecho alguna foto, de esas que luego se cuelgan a traición en el corcho de la puerta o se enseñan en la sobremesa de las comidas de trabajo.

Cuando hemos llegado, H. M. nos ha presentado y hemos entrado. No sé cómo la mitad no se han puesto a llorar, porque eran bastante peques. Han alucinado con los trajes, yo no sé si se han enterado mucho de la historia que queríamos venderles pero han tenido la boca abierta y la sonrisa puesta durante la media hora que hemos estado allí moviéndonos por la clase entre dimes y diretes. Luego, muchos aplausos y dificultad para volver a las tareas rutinarias.

A veces somos un poco Reina de Corazones, no nos damos cuenta de que existen mas opiniones, otros pareceres, necesidades y exigencias que no son como las nuestras pero que merecen ser escuchadas, y pensadas, y tenidas en cuenta. Que la corona se nos pone a veces pero es fácil que caiga, y sobre todo que dentro de cada un@ hay un corazón pequeño, mucho más pequeño que los corazones de la falda y del corpiño, pero mucho más lleno de amor que el cofre donde guardamos todo lo que consideramos importante.

A veces hay que quitarse el traje de Reina de Corazones, y a quienes quieran ponérnoslo...


¡¡Que les corten la cabeza!!



sábado, 8 de enero de 2011

Paraguas del cielo

Hoy llueve en Madrid a mares. Cuando yo digo que en algún lugar llueve a mares, quiero decir que por las calles es más sencillo cruzar a braza que andando, y eso es lo que se podía hacer hoy en la capital, tirarse de cabeza y hacer unos largos, porque lo que es andar por la acera era algo prácticamente imposible.

El diluvio me ha pillado cambiando regalos de Reyes, que es una de las cosas que más rabia me da hacer (amiga, si estás leyendo esto, apúntalo en la lista: me da coraje cambiar regalos). Cambiar regalos es un rollo porque te toca pedir los tickets, irte de tienda en tienda, buscar algo que case más o menos con el precio de lo que vas a cambiar y que te guste, probarte, irte a la caja, descambiar, guardar tropecientos tickets y otra vez a otras tantas tiendas, y a buscar, y así eternarmente en un bucle de consumo y desesperación que acabaría con la paciencia del Santo Job si en su época hubiese existido Inditex.

Digo que me ha pillado la lluvia maligna en plena vorágine cambiadora y me he dado cuenta de que con las prisas, he salido sin paraguas. Llevaba tropecientas bolsas en las dos manos, pero tenía que ir a varias tiendas que estaban unas muy cerca de las otras, así que me he ido echando pequeñas carreras sin paraguas rezando para que no me cayese de ninguna cornisa una gota de agua cerebral, que son esas gotas que te caen de repente no se sabe bien de dónde en la cabeza y te la taladran hasta inundarte parte del cerebro, haciéndote perder, por ejemplo, el tema 3 y el 14 de la oposición que habías memorizado dos días antes.

Había tanta gente que entre carrera y carrera me he ido refugiando en los paraguas de unos y otras para no mojarme, y viendo los paraguas de la gente, me he dado cuenta de que todos eran grises, o negros, o marrones, o verdes oscuros. De por sí el día estaba triste, pero con esos colores tan deprimentes parecía que todos los paraguas estaban tristes por la lluvia, y todos sus dueños y dueñas exactamente igual de bajos de ánimo.

Me estaba pareciendo tan triste que he entrado a una tienda, he comprado un paraguas de muchos colores y he salido a la calle, esta vez cubierta y esta vez intentando cambiar el asqueroso día de hoy, como ya se hizo en una muestra de calle en Barcelona hace un tiempo:






Hay que cambiar los colores del cielo, sobre todo si el día ha amanecido gris...

viernes, 7 de enero de 2011

Fuerza

Parecía un presagio, y de hecho lo fue, el post que escribí anoche a estas horas acerca de pintarse la cara. Me explico.

Esta mañana me ha levantado mi madre a las 10.30 de la mañana, porque ella es así, como las madres del mundo. Supongo que cuando vas a la Escuela de Madres te enseñan, entre otras cosas, que la hora a la que tú amanezcas es perfectamente adecuada para que pongas en pie al resto de la familia, ya sean las 9 o las 12, ya sea en persona o por teléfono, ya haga frío o calor, da igual. Tú te levantas y automáticamente tocas la trompeta y que se prepare el que tenga sueño, porque se aguanta.

Total, que a esas horas intempestivas para una persona que está de vacaciones, me ha dado la luz y al grito de "¡¡HAN VENIDO LOS REYEEEEES!!" me ha puesto en pie cuando yo no sabía ni qué día era ni a qué Reyes se refería.

Cuando he recuperado un poco la consciencia me he ido a la puerta del salón, porque así somos en mi familia. Cada año nos venimos a dormir aquí y cuando nos levantamos nos ponemos en la puerta del salón y entramos todos a la vez para lanzarnos sin compasión a los paquetes envueltos. Qué le vamos a hacer, nos gusta la conciliación familiar en estos momentos tradicionales.

En esas estábamos, abriendo la puerta, cuando he vislumbrado, al fondo del salón, un paquete muy grande con un cartel en el que ponía "Fuerza" y una nota con mi nombre. Al minuto he visto a mi madre llorar a lágrima viva y a mi padre mirarme con sonrisilla de padre emocionado, y todo ésto cuando yo estaba saliendo todavía de la fase REM del sueño que tenía.

He ido hacia el paquete, sin entender mucho, y he quitado despacio el papel que lo envolvía. Cuando lo he abierto no me lo podía creer: un retrato moderno de mí misma. Tendré que ir hacia atrás en el tiempo para explicar lo que esto significa.

Resulta que, cuando mi padre se jubiló, tardamos 15 segundos en decidir que o se dedicaba a canalizar su energía de alguna manera, o aquello podía acabar en tragedia de las que salen en España Directo a las 7 de la tarde. Cuando un padre o una madre se jubila, la familia sufre ligeramente, porque pasas de verle un rato al día a buscar un rato en el que no esté presente, ya sea en casa o fuera, con familia o sin familia, con tiempo o sin tiempo. Son como pequeños entes que vagan por la casa redescubriendo espacios y sin saber bien qué hacer, y claro, se dedica a meterse en todo lo que tú haces, a corregirte, en definitiva, a tocarte las narices hasta que te dan ganas de cometer un crimen con premeditación y alevosía contra tu propio progenitor/a.

Él había sido siempre muy mañoso dibujando, pero no pasaba de las caricaturas en las servilletas de los bares cuando salíamos por ahí. Cuando se jubiló y la familia entro en crisis decidió dar rienda suela a su creatividad y apuntarse a un estudio para pintar.

Desde ese día, la casa es como la trastienda del Prado. Decenas de bodegones, naturalezas muertas y paisajes se amontonan por todas partes como si de obras maestras se trataran. No hay paredes para tanto cuadro, pero no importa, porque aunque sean lienzos, él dice que son ensayos y como nosotras no tenemos ni idea, le creemos y le secundamos alegremente, porque una cosa es que adoremos su afición por la pintura, y otra muy diferente es tener la casa plagada de bodegones de manzanas.

Llevamos tiempo dándole la chapa con que en sus cuadros sólo hay vegetales y algún animal solitario, pero él nos explica que todavía no ha llegado a la fase de pintar personas, porque eso es muy complicado. La fase retrato es algo que, al menos en su estudio, sólo hacen los profes. Cuando puedes pintar un buen retrato se considera que no te hace falta seguir acercándote a clases a aprender, sino sólo a perfeccionarte.

Resulta que el hombre ha estado meses llendo a clases dobles e incluso triples para que le ayudaran a pintarme un retrato. Cuando digo que me lo ha pintado en plan moderno quiero decir que está hecho en tonos negros, rojos y plateados, y no puedo describir lo espectacular que es, no sólo técnicamente, sino cómo ha captado todo lo que yo soy y lo que yo emito a l@s demás.

Lo ha titulado "Fuerza" porque dice que eso es lo que yo represento para él, lo que yo soy ante las dificultades, "lo flamenca que te pones" me ha dicho.

Mi madre lloraba a lágrima viva emocionada y yo me pregunto si es que éste año he sido más buena que nunca para que los Reyes hayan dejado tanto amor en mi casa.


Parece ser que así es...



PD: Lo suyo sería colgar una foto del retrato, pero no cuelgo fotos personales aquí, así que sintiéndolo mucho, dejo que vuestra imaginación vuele...

domingo, 26 de diciembre de 2010

¿Feliz Navidad?

Pese a que me arriesgo a que los Reyes no pasen por mi casa, tengo que confesar que no me gusta la Navidad. No es una cuestión puramente anticonsumista, no, porque no puedo negar que en estas fechas me subo al carro y aunque no llego a cotas alarmantes, hago algún que otro exceso; la cuestión es que hay muchas cosas concretas de la Navidad que me repatean, que hacen que en estos días no me apetezca tocar ni la zambomba ni la pandereta, por ejemplo:

- Las aglomeraciones: con todo el bucle de compras, comidas/cenas navideñas y salidas de última hora, todas y cada una de las calles de Madrid se ponen hasta arriba y hay que guardar cola para caminar (literalmente). Ir a trabajar, comprar el pan o desplazarte a pie se convierten en misiones poco menos que imposibles.

- Los atascos: es exactamente el mismo que el punto anterior, pero en coche, lo que te multiplica la desesperación por mil. Riadas de coches parados, pitando, conductores y conductoras con caras de odio visceral interno que te hacen amar al odioso conductor del autobús y agentes de movilidad a l@s que les meterías el pito por el culo.

- Las subidas de los precios: de repente todo se vuelve escandalosamente caro y ¡ay de tí!, si necesitas artículos de primera necesidad durante estas semanas. Agárrate el bolso porque en cada tienda te encuentras con un atraco a mano armada.

- Los especiales en la tele: ni una película decente, ni una serie buena, ni siquiera los documentales clásicos de la 2. De repente la parrilla se inunda de programas especiales llenos de actuaciones musicales cutres con playbacks lamentables que se hacen tediosos hasta cuando los tienes de fondo durante la cena.


Y otras tantas cosas horribles como el discurso del Rey, que es un cúmulo de palabras vacías con fotos familiares de fondo, los anuncios de la tele, que nos bombardean cada minuto de cualquier hora del día o el estrés generalizado que inunda a todas las madres de todas las familias que en estas fechas se dedican única y exclusivamente a hacer comida a mansalva sin que nadie se pase por la cocina más que a picotear o a cotillear qué es lo que va a haber de cena.

Sin embargo, y haciendo honor a la verdad, reconozco que hay algunas cosas que no dejan de emocionarme de estas fechas, aunque sean situaciones completamente artificiales. Entre ellas están las siguientes:

- Las caras de los niños y niñas del mundo al abrir los regalos de Reyes: también se engloban aquí las caras de todas las personas que aún abren los regalos con ilusión, como la mía misma o la de mi amiga P., que aplaude y tiene esa sonrisilla nerviosa cada vez que ve un paquete envuelto. Adoro regalar y que me regalen, y si tiene que ser por obligación navideña, que lo sea. Esas caras iluminadas, sonrientes y completamente emocionadas me cautivan sí o sí, y lo merecen todo.

- El momento "que no, que eso son los cuartos": durante el momento de las uvas en Nochevieja, se produce una situación que se repite año tras año en todas las casas de España (porque en otros países no hay uvas, ni campanadas, ni reloj de la Puerta del Sol, aunque a algun@s les cueste creerlo) en el que hay un cierto nerviosismo positivo por el gran momento que se va a vivir. En este país bastante superficial en el que vivimos, sólo hay nervios reales en dos momentos de la vida: durante las uvas y cuando España juega el Mundial.

La segunda situación es de nervios chungos y tensos, pero la primera es como de tensioncilla divertida, en la que entran abuel@s, padres, madres, niñ@s y demás miembros de la familia. Aunque lo practicamos todos los años, y pese a eso vemos las instrucciones una vez más, siempre hay alguien que se come la primera uva durante los cuartos, y se oye una vocecilla de fondo que avisa del error: "¡¡Que nooooooo!! ¡¡que eso son los cuartos!!". Adoro ese momento en el que toda la familia se ríe junta.

- Los villancicos: aunque parezca mentira, me encantan los villancicos. Todo lo que sean canciones con letras sencillas y melodías repetitivas, se me queda grabado a fuego en mi mente absorbedora de conocimientos y ya no lo suelto. Los villancicos encima tienen esa música de campanillas y panderetas que hacen que quieras dar palmas y corear todo el rato.

- Los dulces navideños: también me pasa con el dulce lo que con los villancicos, que se me quedan grabados a fuego y vivo todo el año con la esperanza de que empiecen a venderlos para comérmelos doblados. Y no hago ascos a nada, oiga: turrones de todas las clases y pelajes (dentro de poco habrá turrón con sabor a nicotina, que es el único que no existe. Todos los demás ya están inventados), polvorones, mazapán en todas sus formas y tamaños, roscón... ya me están sonando las tripas.


Y otras cosas, como los descorches de botellas de sidra de quienes son agraciados con la lotería, el chocolate con churros en Nochevieja, las fotos familiares de año en año, los propósitos de enmienda para el año que comienza, y los juegos de mesa en los que siempre gana el mismo equipo.

Estos sentimientos encontrados hacen que esta época sea un poco extraña para mí, pero para todos y todas l@s que la disfrutáis...

miércoles, 22 de diciembre de 2010

De ilusión también se vive

Otro de mis curros allá por el año 2006 consistió en entrenar a un grupo de chavales que tenían la sana costumbre de juntarse para jugar al baloncesto. Yo les sacaba unos 5 años y ellos a mí unas 5 cabezas, pero nos entendimos bastante bien desde el principio, era un grupo súper majete.

Un par de días por semana nos veíamos en el barrio de Arganzuela y allí jugábamos un rato y charlábamos otro rato, un par de veces nos fuimos a cenar por ahí (me apasionan las cenas como forma de relacionarse) y cuando se me terminó el contrato, aún mantuve contacto con algunos de ellos bastante tiempo. A lo largo de estos años me han ido contando que acabaron el instituto, que pasaron a la universidad, o que encontraron su primer curro, o su primera novia, y me encanta que de cuando en cuando me lo cuenten porque me hace feliz que sean felices.

Hoy estaba escribiendo un post acerca de otra cosa cuando me ha llegado un mensaje de uno de aquellos chavales diciéndome que me mandaba una invitación para escuchar unas canciones que ha compuesto con un amigo, al chico le gustaba el rap cuando nos conocimos y parece que ha tenido las ganas y la energía para plasmar su afición en expresión. Yo soy de las que leo y escucho todo lo que me mandan, más cuando es de algún chaval/a con quien he trabajado, así que llevo un rato oyendo lo que me ha mandado.

Me gusta. No deja de ser hiphop, con mucha frase chunga y mucha reflexión callejera, pero me encanta ver como, según pasa el tiempo, los que eran unos niños van creciendo como voy creciendo yo y llevan adelante sus sueños, y se dedican a disfrutar y a ser felices, o al menos lo intentan como lo intentamos tod@s durante toda la vida.

Estas cosas me hacen darme cuenta de que la ilusión mueve el mundo, de que si realmente le pones ganas, no hace falta tener una gran productora, ni un magnífico estudio de grabación, ni siquiera una voz privilegiada. Si lo que realmente te gusta es rimar y mezclar bases, aunque tu madre te diga que eso es "música ratonera", adelante. El éxito empieza por la voluntad, y la voluntad nace de la ilusión.


De ilusión también se vive.


Y se vive realmente bien.




sábado, 18 de diciembre de 2010

Cómo ir a la nieve (y no morir en el intento)

Hoy traigo una historia bastante navideña, porque la nieve no deja de ser muy representativa de christmas, estampas festivas y belenes (hago aquí una pausa para reflejar mi estupor por la nieve que la gente pone en los belenes, porque digo yo que en Palestina, nieve, lo que se dice nieve, no hay mucha que digamos. En otro post hablaremos de las incongruencias de los belenes, porque puest@s a ser fieles a la historia, me cuesta mucho imaginar a un niño palestino que sea rubio, con ojos azules y mejillas sonrosadas, pero a fin de cuentas, como era el hijo de Dios, supongo que sería como a él le apeteciese, como si lo hubiese querido hacer pelirrojo, o gótico. Dentro de nada, veremos un niño Jesús gótico, fijo).

Decía que la nieve es muy representativa de los paisajes navideños, aunque a mí me cueste mucho apreciar este estado del agua que tantos disgustos me trae.

Hay gente a la que se le llama por el camino del equilibrio, el deporte, la aventura y el riesgo.
Bien, a mí se me llamó por otros caminos.

No digo que no me guste el deporte, que me gusta, pero no tengo especiales habilidades para desenvolverme en según que terrenos, y si en suelo firme suelo acabar rodando, en superficies resbaladizas pierdo el poco equilibrio que tengo y la poca vergüenza residual que de vez en cuando me inunda.

Corría el año 2000 (creo) cuando fui por primera vez a la nieve. He de decir que había visto la nieve, pero cuando hablo de "ir a la nieve" me refiero a una estación de esquí, con sus pistas, sus telesillas y sus atascos kilométricos de la entrada.
Estábamos en mi pueblo (aprovecho para darle bombo desde aquí, se llama Navamorisca y llamarlo "pueblo" es una osadía, porque allí no viven durante el año más de 12 personas, pero es un paraíso terrenal para l@s amantes de la vida montañera y la estufa de leña), y como el invierno es duro en la Sierra de Gredos, nos dijimos "vamos a explorar territorios desconocidos".

Lo primero que hace alguien que decide ir a la nieve, es buscar ropa de abrigo para soportar las gélidas temperaturas montañeras.
Debo reseñar antes que, siendo mi pueblo tan pequeño y recóndito, cuando vamos allí a pasar unos días perdemos las formas y la compostura en cuanto a vestimenta se refiere, y denominamos el estilismo puebleril como "ropa de p´aquí". La expresión "p´aquí" es muy usada en el pueblo para definir un espacio, por ejemplo, ayer vinimos "p´aquí", nos quedamos unos días de vacaciones y el lunes nos volvemos "p´allí".
La ropa de "p´aquí" es toda esa ropa que jamás te pondrías en tu ciudad natal pero que da pena tirarla, y la mandas para el pueblo. Cantidades industriales de camisas de franela, camisetas de propoganda y chándales fluorescentes pueblan nuestros armarios como si de escaparates de moda setentera se tratase.

Con este percal nos pusimos a buscar algo decente que ponernos para ir a la nieve, y encontramos un pequeño problema de base: o superponíamos capas, o moríamos en el intento, porque claro, una no sale de su casa de Madrid con intencion de ir a la nieve, y en ese momento Quechua no estaba tan extendido como lo está ahora.

Tras una noche de intensa búsqueda y varias tentativas de tirar la toalla, la estampa que formamos fue la siguiente:

- Mi prima L. (de mi edad) : arrasando con la moda reivindicativa, iba abrigada con un gorro y una bufanda monísimos con el eslógan "Día de la mujer trabajadora, 1992". Sus alegres gafas iban pegadas con cinta aislante a las gafas de sol que le había prestado su padre y que llevaba superpuestas encima de las de ver, por si la nieve la deslumbraba. Un pantalón de chándal rosa fluorescente, de los de madre de hacer aeróbic de la época de Jane Fonda, y un plumas verde fluorescente, muy a juego con la indumentaria general.

- Mi prima P (5 años mayor que yo): exactamente la misma estampa de L. (son hermanas), pero con gorro y bufanda de propaganda de cualquier comercio de barrio. El pantalón de chándal idéntico, pero azul, porque una madre no compra un pantalón de chándal sin comprar otro exactamente igual para ponérselo mientras lava el primero.

- YO: Como mi madre hacía aeróbic en mallas, el pantalón de chándal no estaba disponible en mi hogar, así que hubo que improvisar. Mi padre dijo emocionado que tenía "un pantalón impermeable de cuando era joven". Cuando lo sacó, efectivamente era de cuando era joven, tendría aproximadamente 7 años cuando se lo puso por última vez, y cabe destacar que yo tengo una altura considerable. Ahí surgió la moda de los pantalones pirata en mi casa (mis padres son muy visionarios).
Como me quedaba pesquero-raquítico (es decir, por la rodilla), mi madre me buscó algo para ponerme debajo, y no se cómo me acabó convenciendo de que un pantalón de pijama de franela era lo más abrigado que podía llevar, y que total, no se iba a notar. En un cuarto oscuro no se hubiera notado, desde luego. La nieve era otra cosa.
En la parte superior, una sudadera de "Curro se va al Caribe" ilustraba mi tronco, y como colofón, unos guantes de esos de dedos de muñecos de cuando era pequeña, porque jamás se nos ocurrió llevar un buen par de guantes a un pueblo donde la temperatura habitual es de menos de 10º. Previsora que es una.

El espectáculo que daba mi indumentaria era para cobrar entrada.





También iban otros familiares, pero no merece la pena describir todos los atuendos. Con esos tres es suficiente para hacerse una idea de por qué jamás hicimos fotos de ese momento.

Con estas condiciones nos montamos en el coche y partimos rumbo a la estación de esquí convencidas de que íbamos a salir esquiando como unas auténticas Fernández Ochoa.

Al llegar, las personas que estaban regulando el telesilla ya nos ficharon, pero se abstuvieron de comentar. Nos pusimos los esquís y nos montamos en el telesilla, yo con mi prima L., que no podía apenas moverse ni veía un pijo por ninguno de los dos pares de gafas que llevaba, tan bien sujetos por su precavido padre que no le llegaba el riego sanguíneo al cerebro.

Nosotras nos montamos en el telesilla y partimos rumbo a la montaña, girándonos cada poco para ver cómo los trabajadores del telesilla nos hacían gestos con las manos, levantándolas en el aire y gritándonos algo. Pensamos que eran muy majetes y nos pegamos todo el camino saludándoles, hasta que descubrimos, una vez que volvimos a subir en el telesilla de bajada, que subíamos sin haber bajado la barrera de seguridad, y que nos advertían del peligro de morir por caída libre. Yo debo ser como un gato pero con unas cuantas vidas más, porque mira que me la juego.

Bajar del telesilla ya fue otro tema: nosotras nos lanzamos como pudimos, pero mi prima P. y mi prima B. decidieron darse una vuelta al ruedo y repetir el recorrido, porque no se veían seguras. Los del telesilla de arriba también nos ficharon. El cuadro que estábamos dando en conjunto ya era apoteósico.

Mientras mi familia trataba de unirse, yo empecé a deslizarme sin quererlo por mi propio impulso, y para cuando mi instructora se quiso dar cuenta, yo bajaba la pendiente cuesta abajo mientras gritaba que no sabía frenar. Como no se me ocurría qué hacer, y soy una tía resolutiva, decidí hacer lo que había visto en la tele: agacharme y echar los bastones hacia atrás. Decir que cogí velocidad es poco decir, porque ya dudaba sobre si esquiar y levitar era lo mismo. Iba tan feliz que no me dí cuenta de que la pista se terminaba y una cola inmensa de gente que esperaba para subir a otra pista me miraba horrorizaba por el choque inminente. Empecé a oír voces como en off que gritaban:

- ¡¡Haz cuña!! ¡¡Haz cuña!! ¡¡HAZ CUÑAAAAAA!!

Qué fácil.

¿Qué cojones era la cuña?

Como no quería mentir, y yo soy de decir verdades en momentos tensos, grité como pude:

- ¡¡¡¡¡¡¡NO SÉEEEEEEE!!!!!!!!

Y me agaché otro poco para hacer tiempo mientras me estampaba.

El final de mi bajada fue tan como lo habíamos previsto, y todo el camino resonaba la voz de mi madre con su frase favorita: "lo estaba viendo venir". Cuando una madre ve venir algo, las posibilidades de que esto ocurra se elevan a la enésima potencia, y como yo tenía su cara en mi mente, la regla se cumplió. Me estampé contra la cola de personas que esperaban pacientemente. Me dijeron de todo menos bonita.

Dada mi primera experiencia, y a modo de conciliación grupal, decidí intentar integrarme en aquella cola de gente que esperaba para subir más arriba para no sentirme discriminada. Cuando oí la palabra "percha", y entendí que era lo que había que usar para subir a una pista más elevada, no imaginé el infernal artefacto.


http://lh6.ggpht.com/_mM5mXhIGEOY/R4Pruv3ccpI/AAAAAAAAAC8/6LgsIoi-39g/s640/P1080696.JPG


Por fácil que pueda parecer, subirse en ese chisme es tan fácil como resolver integrales de cabeza, así que el resultado volvió a ser una vez más el esperado. Una de las veces conseguí quedarme colgando de una pierna y decidí que era mejor subir de esa guisa que morir en el intento; por más que el personal de la estación me amenazó chungamente con cosas que me podían pasar si no me bajaba, no fue hasta que una piedra me golpeó la cabeza que entendí que aquello no llevaba a ningún sitio.

El resto del día fue como lo que acabo de contar pero en dejá vu constante, las mismas historias se repetían una y otra vez. Gorros de la Mujer Trabajadora, guantes de muñecos, esquís y otros objetos (incluso las gafas sujetas a una cabeza con cinta aislante) sobrevolaban una y otra vez nuestras cabezas mientras nos sacábamos la nieve de la boca. Yo llegué a pensar que igual era normal pasar el 90% del tiempo con la cabeza enterrada y los esquís en lo alto.

Cuando (¡¡¡por fin!!!) se terminó el día de "esquí", volvimos al telesilla para bajar y cuando llegábamos abajo oímos a los trabajadores decir: "Mira, ahí vuelven las primas". Con eso lo resumo todo.

En definitiva, no morí en el intento pero estuve bastante cerca unas cuantas veces. Ahora soy más de la teoría de mi prima P., que después de bajar del telesilla (esta vez a la primera) y maldecir en arameo a los cientos de niñ@s que pasaban con sus súper equipaciones a toda velocidad a nuestro lado, se quitó los esquís, los tiró al suelo y sentenció:


- Mi sitio en este lugar está sin duda en la cafetería.


lunes, 15 de noviembre de 2010

Viajes de fin de curso

Quiso el azar que en el cole rural en el que pasé un curso entero, (y del que he hablado en Un pueblo es (parte I) y Un pueblo es (parte II) ), me ofrecieran, por obra y gracia del Espíritu Santo asistir al viaje de fin de curso.

Como alumna, yo hice dos viajes de fin de curso: en 1º de Bachillerato me fui a Italia (como manda la tradición de colegio de monjas, los colegios públicos son más de ir a Francia o a esquiar) y en 3º de carrera me fui de crucero por Turquía y las Islas Griegas. Es claramente apreciable cuál de los dos destinos fue elegido por el profesorado sin contar con el alumnado y cuál fue elegido justo al contrario. La capacidad de deducción es a veces asombrosa.

Mi recuerdo de ambos viajes es muy grato, pese a que fueron bastante diferentes. Básicamente hice lo mismo en los dos (visitar lugares, comer como una loca, beberme todas las copas que se me pusieron por delante, fumar y dormir) pero en el primero lo hice con la emoción de que no me pillaran las monjas y me echaran del colegio y en el segundo con la emoción de que no me echaran del barco. Por lo demás fueron unos días de disfrute, locurilla y desenfrenos, y jamás me importó ni lo más mínimo cómo lo vivían l@s profes que me acompañaron en Italia (en 3º de carrera éramos tod@s l@s profes).

Puede parecer a ojos del observador inexperto que irse de viaje de fin de curso en calidad de profe es una maravilla: una semanita de relax, vacaciones pagadas como quien dice, buen rollo generalizado... Bien, es exactamente así sólo cuando eres joven y sólo cuando te lo montas bien.
Cuando no, puede ser un completo infierno de gritos, comida de comedor volando por los aires, quejas, madres desesperadas llamando por teléfono y trabajo 24 horas.

En mi cole se hacía un único viaje de fin de curso, para 6º de Primaria (el curso que yo impartía), porque era el último curso que los chavales estaban en el colegio. El viaje de hacía a un multiaventura en la Sierra de Cazorla que era una auténtica pasada, el clásico sitio que hace que a un niño le den vueltas los ojos, lleno de atracciones, naturaleza y habitaciones con literas y baños comunes. Un sueño hecho realidad para la infancia preadolescente.

Cuando en el cole el director propuso el tema del viaje de fin de curso, nos ofrecimos muy pocas personas para ir: el tutor de 5º (que pringaba todos los años), el propio director, la PT (medio ofrecida, medio obligada, porque se llevaba fenomenal conmigo y queríamos hacer piña) y yo. No sé que inquietudes les moverían a ellos, pero a mí me movía la de disfrutar de l@s chaval@s en un entorno mucho más tranquilo, más lúdico y más bonito, además de que me seducía horrores la idea de pasar una semanita en el campo, aunque fuese currando. Llámame clásica, pero entre que me despierte el despertador y que me despierten los pajarillos, yo siempre he sido más de pajarillos.

El caso es que cuando vieron que me ofrecía yo, todo se zanjó rápido. Al grito (interno) de "sálvese quien pueda", el tutor de 5º se desmarcó del grupo, y con la excusa de "un responsable del equipo", el director se incluyó en el pack de los que iban sí o sí al viaje. Como la PT tenía una relación relativamente distante con él, encontró la excusa perfecta y me puso en bandeja la oportunidad de irme de viaje con la clase.

En aquel momento yo trabajaba todavía en la Compensatoria en Vallecas, así que me tuve que pedir un par de días libres. No tuvieron problemas en dármelos y yo veía el cielo abierto y el manto de la virgen asomando entre las nubes: una semana de campo, perder de vista las clases formales y no formales, dormir bajo las estrellas, horas interminables de futbolín... lo más cercano al Paraíso, vaya.

El día D (un lunes) a la hora H (8 de la mañana, horreur) nos embarcamos en el autobús rumbo a nuestro Viaje. Cabe destacar que como éramos pocos, compartimos autobús con otro cole de otro pueblo cercano, así que en aquel momento íbamos 4 profes para 40 chaval@s. Los ratios son algo que no se ha respetado nunca ni se respetará jamás.

Mi experiencia en cuanto a viajes con niñ@s en un autobús siempre ha sido horrible porque siempre ha sido en rutas de campamentos. Viajes de 11 horas Madrid-La Manga, con mareos, vómitos, aires acondicionados escandalosamente altos y canciones infantiles a volúmenes obscenos decoran mis recuerdos. Con estos antecedentes, me temblaban las canillas sólo de pensar en viajar de Madrid a Jaén en pleno mes de Junio con un autobús lleno de preadolescentes.

Creo que estaba rezando ya los misterios dolorosos (aprendí mucho de las monjas en el rezo eterno del rosario) cuando me fijé en el autobús: los del otro cole estaban charlando animadamente con sus chavales, mi compi estaba intercambiando música de MP3 a Ipod con otro chaval de los nuestros y el resto iban hablando, riendo o durmiendo, pero a volúmenes normales.
Busqué la cámara oculta. ¿Qué clase de viaje era ese? ¿No había mareos? ¿Ni angustias? ¿Ni el clásico cafre comiendo patatas y llenando todo de grasa?

Me relajé, me puse los cascos, y llegamos a Jaén, todo seguido. No es que me haya saltado las 6 horas de viaje, es que me relajé tanto que me quedé en el sitio, dormida profundamente. Pagué el precio en forma de fotos que luego metimos en el vídeo final, pero no me importó. Era feliz.

Cuando llegamos, el autocar aparcó y bajamos completamente desaforados. Eso pasa siempre que te bajas de un autobús después de un viaje largo, que te apetece correr, saltar, gritar, estirar las piernas, aunque no sea ni el momento ni el lugar. Las reacciones humanas son así.

En la puerta había al menos dos docenas de monitores y monitoras con sonrisas de oreja a oreja y abrazos para regalar a tod@s l@s niñ@s. Yo empatizo mucho con los equipo de monitores, porque un par de meses después me suelo ver en ese lado, así que trato de cuidarles un montón con la esperanza de que la vida me lo devuelva a posteriori.

Pasamos al trozo de campo que actuaba como "recibidor" y mientras a los chavales les empezaban a sobreestimular con promesas de actividades que les hacían casi babear (en un momento se oyeron las palabras "Baile", "Fin", "Viaje", "Parejas" en la misma frase y a continuación gritos y aplausos como les hubiesen dicho que la comida se la iban a servir los Jhonas Brothers al completo), a los profes nos acompañaron para enseñarnos nuestras habitaciones.

Lo de mi habitación ya es punto y aparte. Una casita pequeña situada en medio de la montaña, con unas vistas como para caerse hacia atrás. Dos habitaciones, un baño pequeño, un saloncito con sofá de mimbre... pagaría bastante por tener una casa así en Madrid, la verdad.

Si la llegada fue espectacular, la estancia no fue menos: miles de actividades programadas por el equipo de monis de tal manera que a nosotros nos dejaban respirar e ir a nuestra bola. Con monitores que acompañaban sólo a los profes, dimos paseos a caballo, hicimos rutas de senderismo, nos lanzamos en tirolina, paseamos, hicimos miles de fotos a los chicos/as y todo ello regado de unas comidas de infarto y salidas esporádicas al pueblo más cercano para mover un poco el esqueleto y jugar a los dardos. Yo seguía en mi salsa.

















Los días se me pasaron volados, y cuando por fin nos tocó irnos, tod@s echamos algunas lagrimillas. Los chavales de pena, por irse del Paraíso. Los monitores de alegría, por tener unos días para descansar, y nosotros, los profes, de angustia, porque el al día siguiente era lunes y nos tocaba volver al patio de cemento, al café insustancial del bar del pueblo y a los "silencio por favor", "en clase no se come chicle", "las escaleras se bajan sin gritar".

Algún día contaré detalles escabrosos y sustanciosos (y todos los -osos que tienen morbo) del viaje, porque la gente se desatina mucho cuando no la están vigilando, pero por ahora cierro esta crónica con la sensación de que el brazo se me levanta solo cuando oigo: "¿Alguien quiere acompañar voluntariamente al grupo en el viaje de fin de curso?"


NOTA: La foto es auténtica y verídica de mí misma. Esto es lo que yo estaba haciendo el día y a la hora en que hubiera estado dando las fracciones por millonésima vez si me hubiera quedado en el cole... ¿compensa o no?

martes, 9 de noviembre de 2010

Dixit

Hace cuatro años, cuando me acababan de cesar el contrato (muy amablemente y regalándome el gordo de la lotería) en de la escuela infantil de los chupetes donde trabajaba, estaba yo durmiendo plácidamente en mi cama a una hora muy propia para dormir (las 6 de la mañana) cuando me llamó Patri:

- Me han ofrecido un curro pero no me cuadra el horario, te paso el teléfono de la chica que lo lleva y la llamas.

Y yo, que estaba felizmente parada, y en ese momento felizmente dormida, llamé a aquel teléfono pensando que el trabajo no podría ser ni de lejos peor que el de la guardería.

El curro consistía en una compensatoria externa con chavales/as en riesgo social, un proyecto aparentemente muy sencillo. Otro día hablaré de él.
El caso es que se impartía en un cole de un barrio de clase obrera de Madrid, y en cuanto dije que me quedaba con el trabajo me llevaron al centro para conocerlo.

La clase era bastante grande, bien iluminada y un poco desangelada, parecía que había pasado un tornado y se había llevado todos los colores. Había dos o tres estanterías bastante grandes, plagadas de libros que jamás se leería un niño/a, pero que estaban ahí para hacer bulto. Al fin y al cabo, ¿dónde se ha visto una clase sin libros?
Sin embargo, no había ni un juguete, ni un juego, ni un triste puzzle. Pero ¿acaso vamos al cole a jugar? Si ahora al colegio vamos a estudiar, a estudiar y a estudiar... ¡Habráse visto!

Un año antes había conocido a un grupo de amigas que hacían un voluntariado conmigo muy cerca de aquel barrio. No todas eran maestras, pero más o menos se dedicaban a la intervención con menores como trabajadoras sociales, educadoras, integradoras y maestras. Este trabajo era tan jugoso en muchos sentidos y el mundo de la intervención está tan mal (económicamente hablando) que de mi grupo de amigas han terminado trabajando conmigo en este mismo proyecto, en este mismo barrio y con esta misma asociación, una detrás de otra.

Como resultaba complicado mantener un orden y un concierto naturales en este entorno en el que currábamos, un día nos dio por intentarlo con juegos de mesa. Entendamos que estos chavales tienen un ritmo de trabajo muy complejo y unas pautas de comportamiento prácticamente inexistente, y los juegos de mesa requerían, cuanto menos, seguir las normas (del juego) y jugar en equipo. Podría ser un buen paso para empezar.

Tanto nos metimos en buscar durante semanas los juegos más adecuados, más motivadores y más entretenidos que nos convertimos en verdaderas frikis de los juegos de mesa. Cuando nos veíamos los viernes en casa de una o de otra para cenar y tomarnos una copa, llevábamos un juego de mesa nuevo que habíamos descubierto y con la excusa de aprender a jugar para llevarlo el lunes a clase con las normas aprendidas, nos pegábamos toda la noche jugando como locas.

Una de ellas, la Charini (apodada así por algún motivo que no recordamos), y su novio pasaron de ser frikis de jugar a juegos de mesa a ser frikis de COMPRAR juegos de mesa. Su casa parece a día de hoy un museo con decenas (y digo "decenas" porque son unas cuantas) de juegos de mesa de todos los pelajes, procedencias y clases. Un mundo nuevo se abría ante nuestros ojos.

Hace como un año, Charini hizo en su casa la I Cena de Gala, que consistía básicamente en vestirnos "de gala" (aquello fue para verlo) y cenar como si fuera Nochevieja (es decir, hasta reventar). Como plato estrella de postre, y siguiendo la tradición, sacaron uno de los millones de juegos que se habían comprado últimamente, el Dixit.

Sólo ver las cartas nos llevó como media hora. Las cartas tenían ilustraciones dibujadas y eran bonitas hasta emocionarnos.

"Dixit" es una conjugación latina del verbo "decir" que significa "dijo" o "ha dicho". El juego está planteado de la siguiente manera: cada jugador/a tiene 6 cartas en la mano con ilustraciones diferentes. El jugador/a que empieza escoge una de las cartas de su mano y piensa en una frase que le evoque la imagen (por ejemplo, hay una carta que me encanta en la que sale una mujer que lleva puestos unos pendientes: uno de los pendientes es un hombre impecablemente vestido con traje, raya a un lado y maletín, con cara seria. El otro pendiente es un hombre exactamente igual pero vestido de manera informal, vaqueros, jersey y despeinado pero con cara sonriente. La mujer tiene gesto dubitativo. A mí ese dibujo me evoca la frase "Es difícil tomar la decisión correcta" o "Guíate por tu intuición").

El jugador/a que elige la carta (en este caso yo y mi carta de la mujer con pendientes) dice la frase que le sugiere en voz alta y deja la carta boca abajo encima de la mesa. El resto tienen que elegir de su mano una carta que case con la frase que ha dicho el jugador y la pone junto con la inicial encima de la mesa. Se le da la vuelta a todas las cartas y el resto tienen que adivinar cuál era la carta original, la que le sugirió al jugador inicial esa frase (en este caso deben adivinar que mi carta era la de la mujer con los pendientes).

Si el resto la aciertan ganan, y el jugador inicial también. El único "pero" es que la frase no debe ser ni demasiado evidente ni demasiado complicada, asique el jugador que dijo la frase deja de ganar puntos tanto si todos la aciertan como si no la acierta nadie.

Del resto de jugadores ganan también aquellos cuya carta fue elegida por alguien de la mesa que pensó que era la original, aunque no lo fuese.

Espero haberme explicado.

El caso es que las mentes son diferentes, y donde yo veo "Problema", otro/a ve "Solución", así que es un juego muy interesante para conocer cómo perciben los demás.

Cuando jugamos el día de la cena de Gala, nos emocionó mucho este juego, tan tierno y bonito a la vez. Tanto me gustó que hoy, con un poco de retraso pero por mi cumple, Chari y su novio me lo han regalado.

Me ha hecho tan feliz... Aquí lo tengo, y es tan bonito que no sé si guardarlo para jugar cuando vengan a casa o guardarlo para mí, para cuando esté agotada, o aburrida, o triste, mirar esas tarjetas y ver los dibujos, tan tiernos, tan dulces...

Ponga un Dixit en su vida.