"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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viernes, 27 de septiembre de 2013

13 Meses

13 meses.

52 semanas.

1560 días.

37440 minutos.

2246400 segundos.

Ese es el tiempo que he estado esperando este día.

En 13 meses, o 52 semanas, o 1560 días, o 37440 minutos, o 2246400 segundos, da tiempo a hacer muchas cosas.

Da tiempo a concebir a una criatura, gestarla, alumbrarla, amamantarla y destetarla.

Da tiempo a pagar una deuda a plazos, o a contraer muchas.

Da tiempo a irse de vacaciones, al menos, dos veces.

Da tiempo a vivir una Navidad, con su turrón, sus polvorones, sus villancicos, su marisco en oferta. O a pasar de ella.

Da tiempo a pasar por cuatro estaciones, primavera, verano, otoño, invierno. Da tiempo a sacar y guardar abrigos, bufandas, chaquetas, botas, gorros, sudaderas, vestidos, vaqueros, faldas y camisetas, bikinis y chanclas, sombrillas y paraguas. Y a recoger hojas, da tiempo a recoger muchas hojas.

Da tiempo a rellenar una agenda entera, con sus meses y sus semanas, con sus cosas pendientes y sus metas cumplidas.

Da tiempo a gastar un calendario, rellenándolo con cumpleaños, fechas de citas médicas, planes de cenas, cines, teatros y bares.

Da tiempo a ir, al menos, una vez (a poder ser más) al teatro y muchas veces al cine; hay muchos Días del espectador en 13 meses. Da tiempo a visitar exposiciones en museos, alguna rara por lo menos.

Da tiempo a hacer muchas veces la compra y darse caprichos. Da tiempo a tener muchas cajas de Donuts en la mano y a devolverlos a la estantería pensando que si entran en nuestros cuerpos jamás saldrán de ellos.

Da tiempo a pasar muchos buenos momentos en buena compañía, a disfrutar de muchas terrazas, de muchas casas chulas, de muchos vinos y cervezas, de muchas conversaciones. Da tiempo a tener muchas discusiones de esas que terminan sin saber cómo empezaron ni porqué, y cuyo final, simplemente, se brinda.

Da tiempo a deprimirse sin sentido (y con él) al menos una o dos veces, y a ponerse música en bucle maligno (mi preferencia son los cantautores españoles) hasta dejar de verle sentido a la vida. Y a recibir una llamada y salir de la depresión al instante.

Da tiempo a coger muchas manos, a rozar muchos brazos, a dar muchos besos de mejilla de esos mal dados que te ponen en una situación incómoda por la cercanía de las bocas.

Da tiempo a dar decenas, cientos, miles de abrazos.

Da tiempo a formar parte de un grupo de rock infantil, a gastar botes y botes de purpurina disfrazándote de payasa, a pintar muchas caras, a hacer muchos perritos con globos, a cantar muchas canciones, a bailar muchas otras. Da tiempo a ir a bodas, cumpleaños, fiestas, bautizos, eventos, reuniones, y a salir de ellas agotada de tanto dar botes. Da tiempo a empezar una carrera. Da tiempo a aprender un idioma.

Da tiempo a que una de tus mejores amigas se vaya al otro lado del mundo. Da tiempo a que muchas otras se queden cerca. Da tiempo a que un abuelo se vaya, y a que una abuela vuelva a nacer. Da tiempo a descubrir a mucha gente que se hace imprescindible. Da tiempo a perder a una poca, para que haya equilibrio.

Da tiempo a reír mucho. Da tiempo a llorar. Da tiempo a suspender una oposición y que el mundo caiga a plomo. Da tiempo a planificar una vida lejos. Da tiempo a una segunda oportunidad, a un cambio de criterio que te devuelve al mundo, a ese mundo que transcurre dentro de una clase de escuela pública. Da tiempo a cumplir un sueño.

Trece meses pasan a veces lentos, a veces rápidos. Pero lo más importante es que pasan y, pese a ser ese número con tan mal augurio, llegan a un día nuevo. Un día como hoy.

Y te devuelven, entre libros y témperas, entre niños y niñas, entre un contrato y un destino, otra vez, una vez más, la sonrisa.

Cuántos trecemeses quedarán por delante a partir de hoy, el día en que, por fin, vuelvo a ser maestra, la que nunca, nunca, dejé de ser...




miércoles, 29 de mayo de 2013

Serenata a un imbécil escrita en Do Menor

Hace unos cuantos años (no quiero pensar cuántos, pero unos pocos), trabajé yo en un campamento urbano de forma altruista y voluntaria (diría incluso que pagando yo, porque mi tiempo y la gasolina son valores en alza) en la estepa vallecana, de la que ya he hablado muchas veces. Coordinaba aquel campamento mi amiga S., maravillosa ella y en todo su esplendor laboral por aquel entonces, y nos tuvo pintando y recortando árboles y flores durante un mes como si no hubiera un mañana, porque la temática que elegimos a ciegas fue "El País de los Cuentos" y para S. era de vital importancia que al entrar en aquel pasillo angosto de la casa de curas donde hacíamos el campamento te sintieses como en medio de la selva amazónica, pero con brillos mágicos y estelas de hada revoloteadora flotando en el aire.

Hay que decir en honor a la verdad que nos quedó un bosque de puta madre, con sus flores coloridas, su césped que nos llegaba por la cintura (ergo a los/as niños/as les llegaba por la nuca) y sus pajarillos colgando de las brillantes manzanas que colgaban de las recias ramas que colgaban de cada puñetero árbol de aquel pasillo. Ya digo, un mes montando el bosquecito para luego tener un Faunia en miniatura de tal realismo que te daban ganas de llevarte un machete y echarte repelente en cada centímetro de la piel.

Para cuando lo terminamos y el campamento empezó, los monitores y monitoras éramos más que colegas, éramos casi hermanos/as de sangre. Yo, desde luego, hubiera donado un riñón por cada uno/a de mis compañeros/as. El pegamento de barra infantil y las tijeras de punta redonda (que ni pega una cosa ni corta la otra) unen a cualquier ser humano de cualquiera que sea su condición, porque obliga a compartir momentos de frustración, abandono y desazón. Y allí se usaron barras y barras y tijeras y tijeras. Empezamos ya con un buenrrollismo que rozaba lo empalagoso.

En mi grupo, S. tuvo la elegante idea de ponerme un compañero y una compañera y más de una veintena de niños y niñas. Mi compañera era una chica que me sacaba unos 15 años y con pinta de Pippi Längstump que llegó dos días después de que empezase el campamento porque ella era así; la recordaríamos después por ser obligada a disfrazarse de Reina de Corazones en la piscina municipal y verse asediada por miles de cabezas infantiles mientras se escondía detrás de un contenedor de basura a la espera de sorprender a nuestras criaturas. Se llamaba O., "O" de "omitir" su identidad por no tener su consentimiento.

Mi otro compañero era un cura que aún no era cura pero que estaba en proceso de serlo. Era un "precura". Era el hombre que todas las mujeres de aquel campamento hubieran querido en su grupo: treintañero atractivo, simpático, gracioso, rápido, con labia, con mano para los/as niños/as, cariñoso, atento... lo tenía todo, incluída una mala leche importante cuando se mosqueaba. El chaval había sido camarero nocturno durante su juventud en una ciudad española famosa por su fiesta inconfundible y claro, traía de serie la pose de madurito interesante que hacía que a las jovencillas del lugar les temblase el vaso de tubo. Normal.

Decía que mi compi, al que llamaremos C. ("C" de su inicial y "C" de "C...", bueno, "C." porque no quiero dar más datos), era un tío espectacular le mirases por donde le mirases salvo en un detalle: cuando se enfadaba hacía temblar las paredes. Sus broncas y sus castigos eran temidos por pequeños/as y por mayores, si te caía un rapapolvo de C. ya podías dejarle explayarse y luego intervenir. No tenía sentido discutirle durante el enfado porque lo más seguro era que la cosa acabase con sapos y culebras saliendo de ambas bocas (especialmente de la suya).

En el otro punto, C. tenía un sentido del humor que a mí me apasiona: ácido, irónico, un poco negro y ágil, muy ágil. Era capaz de hacer mil chascarrillos por minuto y claro, fuimos a juntarnos el hambre y las ganas de comer. No había detalle, mirada, comentario, gesto o situación de las miles que ocurrían a cada minuto que quedase fuera de nuestra capacidad, y claro, a los 10 días teníamos a todo el campamento frito con nuestras bromas, los niños y las niñas nos tenían un poco de manía y nuestros/as compis huían de nosotr@s en esos momentos en que entrábamos en bucle con esas zarandajas que sólo entienden quienes las inventan y que pierden sentido de tanto repetirlas.

Sin embargo, entre sus miles de chascarrillos, había una cosa que decía C. que era, como yo digo, la reina de las Pompas, la palabra redonda, brillante, perfecta, dicha con la contundencia y la fuerza precisas: imbécil.

De hecho, C. decía así: imBÉcil.

No se ha visto a ser humano que dijese tanto con tan poco: como no decía palabrotas había descartado todos los insultos (incluído el socorrido "hijoputa", que tanto estrés libera) que puestos juntos parece que son muy exagerados pero que en el fondo decimos cada medio minuto exacto. Él ponía cara de concentración, miraba fijamente a los ojos y decía:

- Pero cómo se puede ser tan imBÉcil.

Y yo me partía de risa, incluso cuando en su seriedad me lo decía a mí.

Hablábamos con un proveedor petardo y me decía al oído "Mira, éste se cree que le vamos a comprar a él, hace falta ser imBÉcil". Venía una madre petarda a dar por saco con tonterías de su hijo y me decía al oído: "Esta mujer es pesada y es profundamente imBÉcil". Los socorristas musculitos de la piscina nos hacían caso omiso cuando reclamábamos atención para nuestros niños y niñas y C., en silencio (por los/as niños/as) pero moviendo los labios, señalaba al Ken de turno y me decía un "imBÉcil" mudo que me hacía retorcerme con poco disimulo.

Jamás en la vida he vuelto a conocer a nadie que insulte mejor, ni diga más con menos letras. Ese "imBÉcil" de C. decía todo, englobaba todo, echaba en cara todo, callaba todo, sugería todo, atribuía todo.
Cuando el final del verano llegó y nos separamos para siempre me llevé aquella palabra en la mochila junto con las cartas de los niños y niñas y un par de fotos reveladas en baja calidad por la falta de presupuesto y me marché sin mirar atrás. Nunca más volví a ver a C., que emigró a su ciudad de origen, pero siempre conservé aquel "imBÉcil" guardado para sacarlo cuando fuese necesario.

No lo sacaba yo mucho hasta que empecé a salir con L. y sus colegas; un día, en un bar, estaba concentradísima contando una historia que no recuerdo acerca de un tipo que tampoco recuerdo cuando, inconscientemente, traje a C. al bar de Lavapiés y dije:

- Total, que el tío era un completo imBÉcil.

De repente una lluvia de risas y palmadas:

- ¡¡OTRA VEZ!! ¡DILO OTRA VEZ!

- ¿El qué? - decía yo.

- Lo de imbécil - me contestaban.

- Imbécil.

- No, así no, como lo has dicho antes.

- ¿Cómo? ¿así? ¡¡imBÉcil!!

Y otra vez risas y palmadas.

Desde entonces, cuando nos vemos, siempre se da algún momento, una circunstancia, una conversación en la que viene al pelo traer a C. y a su imBÉcil al lugar donde estemos.

Siempre está ese taxista que te hace un quiebro lanzándote hacia la mediana (o hacia una acequia, depende) mientras tratas de esquivarle y sobrevivir, o está esa frutera que te vende un melón diciéndote que "es miel" para que llegues a casa y descubras que es un pepino sin sabor. O el quiosquero que no te guarda la revista que compras TODOS los miércoles desde hace diez años, o el médico que considera que no mereces la baja aunque lleves tres días en cama. Y qué decir de ese policía que te pone una multa mirándote a los ojos mientras tú corres como loc@ por la acera hacia el coche para evitar que te la pongan.

ImBÉciles.

Pero que decir de ese/a imBÉcil, esa persona que entra en tu vida y a la que le darías, como yo a mis compis en el campamento, un riñón, o un pulmón, o un ojo, e incluso le das el corazón (que es el órgano más importante, como dicen la ciencia y Albert Pla) , y coge todo, y juega con ello durante días, meses, años, y luego, cuando se cansa, te devuelve los restos junto a dos cd´s que le regalaste y tres camisetas que te dejaste en su casa. Tu vida metida en una caja de cartón, tú decides si para tomar o para llevar.

A esa persona, como a las otras, sería de justicias contratarles una Tuna, o un grupo musical cualquiera, y componerles una canción, una serenata con la que la Tuna pudiera apostillarse en su ventana y arrullar sus sueños y sus despertares, sus paseos y sus reposos, sus alegrías y sus penas, hasta que la muerte le separe de su imbecilidad. Una serenata compuesta en Do Menor, que es una nota facilonga, a un imBÉcil no hay que estresarle porque no tiene demasiada  capacidad de absorción de información.

Esa serenata tendría una letra muy larga, dependiendo de cada circunstancia, pero lo importante es decir: "Querid@ imBÉcil, ya crecí. Ya no me importan ni tus quiebros de taxista, ni tus mentiras de frutera, ni tus desprecios de quiosquero, ni tu ignorancia de médico, ni tu indiferencia de policía. Ya te superé y me llevé mi caja y ahí ando, reconstruyéndome, pero es que todo es más fácil desde que me quité tanto lastre. Mi vida sigue y te supera, espero que nunca nos volvamos a cruzar, laralalalaaaaaaa, laralalalalaaaaaa, la la laralalalalalalalaaaaaaa...".

Seguiría, claro, aquí hay añadidos y cositas que pulir, eso era la esencia básica. Habría que hacer que rimase y encajasen los versos, y que fuera dulce y pegadiza. No es una serenata cantada desde el despecho, sino desde la liberación. Ésto tendríamos que ensayarlo, pero hacerlo igualmente, dedicárselo a esas personas que entran y salen impunemente de nuestras vidas, en el plano que sea.

Porque yo ya no soy lo que era.

Porque tú ya no eres lo que eras.

Porque no somos lo que esperábamos.

Sencillamente, porque eres imBÉcil.



PD. Dedicada, por entero, a L., la imBÉcil más bonita del mundo mundial.




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viernes, 1 de marzo de 2013

Qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas

- Hija, ni que volvieras de Canadá.
- Pues casi, la verdad, he pasado el mismo frío.

Fueron las primeras palabras que mi amiga del alma, mi M., la mujer que dio sentido a las pastas de té en mi vida, me dijo cuando subí al autobús.

Odio las despedidas. Con todas mis fuerzas.

El 2013 ha empezado lleno de despedidas y no me siento con fuerzas de afrontar ninguna más (por favor, si tenéis pensando emigrar, huír o desaparecer, contádmelo de manera secuenciada, poco a poco, que no necesite yo una caja entera de Omeoprazoles para digerirlo). No es el hecho en sí de despedirme de alguien lo que me angustia, sino el ritual de las despedidas, salvo que esa persona se vaya a vivir al otro lado del Universo y no tenga la certeza de que la voy a volver a ver, que ahí sí que es el hecho de despedirme lo que me bloquea. Y hasta eso pasó hace un mes. La otra pata de nuestro banco emigró a Sydney y aún no me hago a la idea.

Donde antes compartía confidencias, sonrisas, maldades, cañas, secretos, mentiras, verdades y cotidianidad, ahora comparto conversaciones de Skype, y sólo si las diferencias horarias de los distintos países a los que mi gente ha volado tienen a bien permitírnoslo. Mi círculo, que con tanto sacrificio y esfuerzo construí, se ve mermado por culpa de las crisis (la mundial económica-política-laboral y la interna, que no son poca cosa) sin haberme pedido siquiera permiso, sin haberme informado con tiempo. Y claro, eso se paga. Hoy no tengo el día de post chascarrillero.

Los anclajes que me quedan, que no son pocos, están peleando contra viento y marea, especialmente uno. Una lucha, una sonrisa, un gesto, unos ojos que cada día me recuerdan que la vida es corta, y como decía Guadalupe Urbina, yo quiero llegar a mujer loca y vieja. Una superheroína que no podía dejar de pasar por la vida sin haber peleado como una loba (nota: al escribir "loba" se me trastabillan los dedos, coronados por unas uñas recién pintadas de rojo, y escribo "loca"; rectifico, pero no quería dejar de añadirlo, peleona como una loba y como una loca, como la mujer que dibuja la Urbina y yo quiero llegar a colorear) y que a cada paso da una lección. Una mujer que tiene un chalet maravilloso y una sonrisa más maravillosa aún si cabe. Olga. Mi amiga, casi mi hermana, que ha pasado tanto tiempo en mi vida como yo misma. Sin querer ahondar, te menciono ahora como cada día, cuando le pido al Universo que la batalla enfermedad-Olga quede zanjada con victoria por goleada. Y el Universo me guiña un ojo, estáte tranquila.

Para huír de las despedidas emigré al norte unos días, porque necesitaba recoger sonrisas, dispersarme, respirar, descansar.  Parece mentira que en unos días una pueda desconectar tanto que se le olvide que la vida, aunque corta, a veces es densa de cojones.

Así que me subí al autobús de vuelta antes siquiera de ser consciente de que estaba allí, y de la forma más tonta me sobrevino la despedida y me hice chiquitina en el asiento, como cuando l@s niñ@s pequeños lloriquean los lunes por la mañana porque no quieren levantarse.

Me hubiera vuelto loca escribiendo aquí, desahogándome en un post que jamás hubiera publicado, como tantos otros, pero no tenía ordenador. Recordé entonces a la Mujer Pompa (término que acuñé yo misma al escucharla hablar, al descubrir que sus palabras son siempre tan redondas y tan perfectas como las pompas de jabón), una de las que venía de visitar, y con la que había pasado un día entero en busca de una libreta, y metí la mano en el bolso para sacar la mía, la que me acompaña para recordarme números de teléfono, direcciones, horarios. El autobús se sumió en el silencio y yo me sumí en la libreta, y escribí, y escribí y me quedé sin libreta y sin tiempo. Llegué a mi casa y mi vida me cayó en la cabeza como un balonazo en el patio del recreo.

Y de repente, antes de querer darme cuenta, me topé de nuevo con la sonrisa de Olga, y tantas otras que me recuerdan cada día que el mundo es de las valientes. Y que Guadalupe Urbina tiene razón: la vida es corta, y hay que disfrutarla pese a los adioses.

Con el camino recién empezado de nuevo no puedo, de todas formas, negar la realidad: qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas.

sábado, 25 de febrero de 2012

Antonio el Valiente

Año 2005: mi amiga Charini, mi adorado Fer, Juampi y yo pasábamos otra tediosa mañana en el parque, disfrutando del sol. La universidad,a escasos metros del banco en el que comíamos pipas, no suponía el mejor plan para ese momento. Tampoco creo que en nuestra ausencia estuviesen enseñando cosas importantes, qué te digo yo, cómo separar a dos poligoneras en el patio del recreo o qué hacer para que los padres y madres del mundo entiendan que a clase no se traen tropecientos juguetes. Esas son cosas verdaderamente importantes en un colegio o instituto, y no la educación en valores, que sí, que es muy importante, pero que me digan ustedes qué hago para alimentar a mi cuadrilla el día que hay lentejas y pescado.

Estábamos en nuestro banco mirando la vida pasar, comiendo pipas y dorándonos al sol, así que no era de extrañar que se nos acercase Antonio, alias "el porrero". En mi clase había dos Antonios: Tonito y Antonio el Porrero, dos personajes de novela de Valle-Inclán, en serio.

Antonio el Porrero era un tipo peculiar: bajito, moreno, un par de años mayor que yo, con un aro dorado cual Jack Sparrow y un Cristo colgando del cuello del tamaño de la mezquita de Samarra. Por su estilismo yo le apodé durante 5 minutos como Tony "el feriante", pero el mote no duró porque no tardé en darme cuenta de que Antonio hacía pocas cosas en la vida sin un canuto en la mano, era como una especie de ritual esotérico. Así como Cris nos embadurna con el humo de un incienso para que nos relajemos tras haber sometido a nuestros cuerpos a posturas yóguicas dignas del Circo del Sol, Antonio bañaba el universo en hachís de calidades intermedias. Le decías un día a las 8.30 de la mañana:

- Eh, Antonio, súbete para clase que tenemos exposición oral y estás en nuestro grupo, cabrón (llegó un momento en que le hacíamos su parte y se la dábamos lista para leerla, en Magisterio dejar a un compañero fuera del grupo es un delito de sangre).

- Id subiendo, que me estoy terminando de liar uno y voy enseguida.

¡¡¡ 8.30 DE LA MAÑANA !!!

De este modo de vida que Antonio llevaba se desprendieron dos cosas básicas durante los años que convivimos con él:

- Cosa básica número 1: Se quedó tonto. Como el Luisma en Aída, pero de verdad. Se le iba la cabeza de una forma descomunal, se le olvidaba hasta su nombre, en medio de un examen de mates nivel segundo de Primaria se quedaba pillado intentando entender por qué si a dos manzanas le quito media manzana sólo que queda una manzana entera y la mitad de la otra. Lo peor era que el tipo era súper inteligente, así que se frustraba bastante. ¿Cómo lo superaba? Efectivamente, bajando a fumar.

- Cosa básica número 2: Como consecuencia de la Cosa básica anterior, dejó la carrera. O no la dejó, quién sabe, pero poco a poco fue dejando de ir por allí hasta que desapareció. Decía que se iba a marchar a una casa en el monte a quitarse de las drogas cual Bebe, pero también juraba por su madre que una vez se había salvado de la cárcel ocultando 3 TONELADAS de farlopa en el cubo de basura de su Peña del pueblo, así que el crédito que le dábamos a las historias de Antonio el Porrero era tan escaso como su veracidad.

Terminó nuestra vida universitaria, y con ella terminaron las mañanas en el banco del parque, las pipas y el sol. Cada uno y cada una elegimos un camino y nunca volvimos a saber de Antonio el porrero.

Año 2012: Mi camino, como todo el mundo sabe, se fue, sin saber muy bien cómo ni por qué, hacia el mundo de la oposición, y este año, a pesar de Lucía Figar, tocaba convocatoria. Después de dimes y diretes que ya contaré, por fin el pasado noviembre conseguimos hacer los tres primeros exámenes, y hace una semana salió la nota de esa primera fase. Ha sido una criba que lo de Puertourraco a su lado fue una ida de olla infantil, y entre lágrimas de pena (ir a ver las notas me equilibró en lágrimas con el universo, no se lloraba tanto desde la muerte de Lola Flores, y eso que como estamos en invierno no se podía rajar la gente las vestiduras, que si no...) conseguí ver que, para mi sorpresa y la de todo el mundo, estoy entre las personas tocadas por la estrella de los aprobados.

Cuando me iba a dar la vuelta para volver al hogar y comunicarle a mi familia y seres queridos la buena nueva, una mano me tocó por detrás:

- ¡PERO BUEEEEEEENOOOOOO!!


Me quedé un poco parada, el clásico momento en que sabes que conoces a una persona pero no recuerdas de qué, y tu cerebro va a velocidad supersónica buscando entre sus carpetas mentales todos los momentos importantes de tu vida, luego los secundarios, luego los momentos accesorios y luego las noches de fiesta. En una de esas subcarpetas encontró el recuerdo de un banco, una bolsa de pipas, unos cuantos rayos de sol y el humo de un canuto:

- ¡Coño, Antonio! Pero ¿Qué haces tú aquí?


Antonio el Porrero es otra de las personas tocadas con la estrella (y creedme, somos muy poda gente). En aquel instituto de población suburbana me abrazó y me dijo que me veía más delgada y más guapa (venga, vale, me volvió a caer bien sólo por eso, lo admito), y que él estaba más gordo y más lozano porque al final había cumplido, se había pillado una casa a lo Heidi, en el campo, y se había quitado de todo, y mientras tanto había estado estudiando, y terminando la carrera, y haciendo otra, y preparando la oposición en otras comunidades, y aprobando siempre pero quedando a las puertas, y que por fin ahora ha llegado su momento, y el tío se la ha sacado y con una notaza.

Y mientras tanto decenas de personas, con sus sueños y sus licenciaturas lloraban a nuestro alrededor lamentando no haber estado a la altura. Y mientras Antonio me recordaba lo perra que era la profesora de Didáctica (que lo era, aunque mi amiga Chari diga que no sólo porque le tenía enchufe y la quería en su interior) y lo que nos reíamos en clase de la loca de plástica, yo le miraba y pensaba en que mi madre tiene toda la razón cuando dice que quien la sigue la consigue (luego en otras cosas no tiene ni pizquita de razón), y que siempre pensamos que Antonio el Porrero acabaría en cualquier parque de mala muerte cual quinqui y el tío ha logrado lo que mucha gente por la que apostarías la vida no consigue en años.

Qué malos son los prejuicios y qué buena la fuerza de voluntad.

Dentro de unos días espero volver a encontrarme a Antonio y que con una sonrisa me diga que sí, que le ha ido bien y que ha terminado de sacársela, sería lo justo por todo el esfuerzo y el par de huevos que le ha echado.

Ójala sea así. Cruzaré los dedos de las dos manos: una por mí y otra por Antonio, el Valiente.

sábado, 21 de enero de 2012

El día en que volví a nacer

Ayer por la tarde, a la hora de comer, salí con mi amiga y orientadora del cole, M. hacia un polígono industrial situado en el noroeste de Madrid. Estamos creando un material que va a ser la releche para el cole y andamos de polígono en polígono, de fábirca en fábrica y de cuchitril en cuchitril racaneando unos céntimos de cada pieza, de cada remache, de cada cinta de doble cara que queremos utilizar, para ver si podemos ajustar el presupuesto y nos dejan sacarlo como nosotras queremos. Decidimos ir el viernes por la mañana para dedicarle todo el día, pero donde manda patrón no manda marinero y nuestra directora nos pidió que estuviésemos por la mañana en el cole para resolver un par de asuntos y nos marchásemos por la tarde.

El coche de M. se había quedado tirado por la mañana, así que mi pobre cochecillo era lo único en lo que se podía confiar para desplazarnos. Tirando de orientación y de rezos varios, nos encaminamos hacia el puñetero polígono, que por supuesto estaba completamente escondido y completamente mal indicado, algo que por cierto yo no entenderé jamás, cómo no señalizan bien esas moles de fábricas que ya se ven desde la carretera pero que, inexplicablemente, cuanto más crees que te acercas más lejos te mandan, y tú vas en línea recta hacia el polígono y de repente ¡zasca!, cuando estabas enfrente, a medio metro de la entrada, resulta que ese no era el camino, la carretera hace una curva maligna y pronunciadísima y te vuelves a la nacional cagándote en todas las personas que se dedican a señalizar los caminos.

Con bastante acierto y pocas pérdidas, conseguimos llegar al polígono, pero ¡ah!, amigos y amigas, una vez que entramos, aquello era otro nuevo mundo. Miles de calles, callecitas, callejuelas, recovecos y fondos de saco nos esperaban para devolvernos una y otra vez a la puerta del polígono sin dejarnos entrar en el centro neurálgico. Pasada media hora yo ya estaba sacando un San Pancracio que me regaló mi abuela con la obligación de llevarlo en el coche (me hace inspecciones sorpresa para ver si lo sigo llevando) para ponerle dos velas o tres, porque lo terrenal parecía no estar de nuestra parte.

Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir: en una de las incursiones me desvié y me salí del polígono otra vez. Qué desazón. Fui a parar a una carreterucha de las que yo llamo "interpueblos", esas comarcales cutres, estrechas, llenas de tierra y sin señalizar, pero a lo lejos ví una rotonda y decidí seguir recto por allí para dar la vuelta y, como en las tómbolas. probar suerte una vez más.

La señal marcaba 60 km/h como velocidad obligatoria, la visibilidad era complicada por culpa de los baches y cambios de rasante y la carretera aparecía despejada. Yo iba concentradísima en no pasarme la rotonda cuando, de repente, un coche apareció de la nada detrás de mí a una velocidad a la que yo no iría ni por una carretera nacional.

En una fracción de segundo pasaron mil cosas: el conductor del coche se encontró con el mío, no consigiuió frenar a tiempo, intentó adelantarme para no embestirme por detrás, invadió el carril contrario desplazando mi coche hacia el arcén, trató de frenar, derrapó, volvió a frenar, de dirigió hacia el arcén, salió disparado hacia lo alto, en dirección a un campo de cabras, comenzó a caer, impactó contra el suelo, saltaron mil piezas y aún así, recuperó el control de lo poco de coche que quedaba y salió disparado de nuevo hacia mi coche, que mientras tanto salía de la carretera y se paraba lentamente en un banco de arena.

Me quedé tan bloqueada que me dieron ganas de salir corriendo. M. me increpaba:

- ¡¡Que lo mismo se ha matado!! ¡¡Que se ha matado!!

Y en cuanto nuestro coche se paró y nos vimos bien, M. salió disparada hacia el otro coche para comprobar si el conductor estaba bien. Yo, mientras tanto, permanecía parada, callada, quieta en mi asiento.

No hizo falta buscar al conductor: salió como un loco del coche, gritando y haciendo aspavientos, con un hilo de sangre cayendo por uno de sus brazos pero asombrosamente vivo, entero y de muy mala hostia.

Lo que viene después es casi peor: que si la culpa es tuya por ir muy despacio, que si la culpa es tuya por ir muy rápido, que si dame tus datos, que si no me da la gana, que si llamo a mi padre (de hecho lo hizo), que si llamo yo a mi seguro, que si te denuncio, que si te escupo, en fin, cosas desagradables más fruto de los nervios yo creo que de la misma realidad.

Al final, con el bloqueo y el impacto en el maletero, conseguimos salir de allí ilesas y recoger el material que necesitábamos.

Recuerdo que la primera vez que supe que existía Steve Jobs (fundador de Apple fallecido el pasado año, como ya sabéis) fue a través de un mail que me mandaron en el que adjuntaban un vídeo en el que Jobs daba una conferencia a algunos estudiantes de la Universidad de Standford en el día de su graduación. Supe que ese hombre existía porque se me quedó una frase grabada: uno o una de l@s estudiantes le preguntaba que cómo había sabido tomar siempre las decisiones correctas, desechando oportunidades aparentemente maravillosas y lanzándose de cabeza a lo que parecía el fracaso. El tipo contestaba:


"Me miro al espejo todas las mañanas y me pregunto, ¿si hoy fuese mi último día, querría hacer lo que voy a hacer hoy? Si pasan varios días y la respuesta es no, sé que tengo que cambiar algo".



Ayer, mientras veía al conductor volar y mi coche perdía el control, no vi pasar mi vida en imágenes como dicen que ocurre en estos casos. Vi pasar mi futuro. Me vi pensando en qué haría yo si hoy fuese el último día de mi vida, Si estaría haciendo ésto que hago ahora mismo. Con qué personas invertiría mis últimas horas. En qué trabajo dejaría mis últimos esfuerzos. En qué ciudad me gustaría ver el sol por última vez. En qué cama soñaría mis últimas locuras. Por qué derrocharía mis últimas lágrimas y a quién dedicaría la que seguro que sería mi mejor sonrisa.


Esos son los objetivos que marcarse en una etapa, de verdad que sí. Ayer volví a nacer, pero no en el plano físico, porque en fin, nunca he tenido un accidente y en éste no me ha pasado nada, algún moratón de los baches y poco más, ni siquiera mi coche ha sufrido demasiado. Pero en otros planos, sí que he vuelto a nacer.

Porque sólo dejando de lado lo superficial se llega a la esencia.

Porque sólo dejando morir se puede volver a nacer.




miércoles, 26 de enero de 2011

Vértigo

Hoy hemos ido con los más peques al parque a jugar. En realidad íbamos a "conquistar el castillo", que no era más ni menos que un columpio de esos gigantes con toboganes, puentes colgantes, escaleras de todos los pelajes y huecos para que se descoyunten l@s niñ@s que, inocentes, juegan a su rollo. Lo que es un columpio de área infantil, vaya.

El camino se nos ha hecho tan largo que en un momento he creído que estábamos yendo a Santiago de Compostela en vez de al polideportivo del barrio. Las clases de 3 años creían morir, y ya ni cantaban "El Tallarín" ni nada de nada, sólo lloriqueaban en voz bajita y perdían los guantes por el camino. Criaturitas, estaban agotadas.

Hemos llegado al parque y se les ha pasado el cansancio de un plumazo. Se han soltado de la fila y han salido corriendo desesperadamente como si llevasen un mes encerrad@s en una jaula. Ya podíamos haber perdido la voz gritando "¡¡NO CORRÁAAAAAAIS!!", que hubiera dado igual. Decenas de columpios a cual más peligroso, con decenas de colores y tierra para jugar sobreestimulan a cualquiera, incluída una servidora, que sin que se me viera mucho he salido detrás del grupo para montarme en el balancín, que me apasiona.

Allí estábamos pasándolo pirata cuando de repente se ha oído una vocecilla gritar desde lo alto:

- ¡¡¡Me da miedo...!!

Y acto seguido un llanto ensordecedor y gritos intercalados. Desde "El Exorcista" no se había visto cosa igual.
Me giro desde el balancín (no iba a salir corriendo así porque sí, que perder el sitio en el balancín es una putada) y veo a una chiquitina encaramada en lo alto del castillo, muerta de miedo porque no podía bajar ni tampoco seguir, le había dado el vértigo maligno.

Tengo vértigo casi desde que tengo uso de razón. Terapias de choque, alturas, lanzamientos por tirolinas, escalada, regresiones a la infancia en búsqueda de traumas escondidos y ejercicios de relajación, nada me ha conseguido curar ese miedo atroz a las alturas. Lo duro que es vivir en un sexto piso y tener vértigo no lo sabe nadie, pero por más que me intento superar soy incapaz de asomarme por la ventana.

Si para mí misma tengo vértigo, no quiero contar el que tengo cuando se trata de l@s niñ@s. Cada vez que veo uno subido en una altura considerable me vuelvo loca, porque lo paso fatal. Donde otr@s ven un niño inocente subiendo a un columpio, yo veo brechas, caídas y no digo qué más cosas para que no se me tache de paranóica. Pero conste que lo veo.

Y ahí estaba yo, con mi vértigo, paralizada ante una niña que estaba tan paralizada como yo, las dos con nuestras parálisis personales sin saber que hacer.

En ese momento de tensión máxima he superado mi vértigo, me he subido a lo alto del puñetero castillo y al más puro estilo "Impacto Total" he llevado a cabo un rescate completamente arriesgado, principalmente porque, de los nervios, la niña me estaba pegando unas patadas en el estómago que me estaban dejando sin respiración.

He bajado del columpio infernal y me he dado cuenta de que por primera vez, he superado la situación y no la situación a mí. Sólo la gente que tiene vértigo sabe lo que supone para una persona con miedo a las alturas subirse a una de ellas, es como si alguien con miedo a los perros se encierra en el salón con un doberman. Todo un ejemplo de iniciativa personal.

En la práctica sigo teniendo vértigo, pero esta es la primera vez que consigo subir a una altura sin tener sudores fríos, sin que me tiemblen las piernas, sin que se me acelere el pulso. Es la primera vez que subo a una altura y sobrevivo a ello en mis plenas facultades. Ojo la cantidad de cosas que nos enseñan l@s niñ@s.

¿Será que estoy creciendo?