"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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miércoles, 29 de mayo de 2013

Serenata a un imbécil escrita en Do Menor

Hace unos cuantos años (no quiero pensar cuántos, pero unos pocos), trabajé yo en un campamento urbano de forma altruista y voluntaria (diría incluso que pagando yo, porque mi tiempo y la gasolina son valores en alza) en la estepa vallecana, de la que ya he hablado muchas veces. Coordinaba aquel campamento mi amiga S., maravillosa ella y en todo su esplendor laboral por aquel entonces, y nos tuvo pintando y recortando árboles y flores durante un mes como si no hubiera un mañana, porque la temática que elegimos a ciegas fue "El País de los Cuentos" y para S. era de vital importancia que al entrar en aquel pasillo angosto de la casa de curas donde hacíamos el campamento te sintieses como en medio de la selva amazónica, pero con brillos mágicos y estelas de hada revoloteadora flotando en el aire.

Hay que decir en honor a la verdad que nos quedó un bosque de puta madre, con sus flores coloridas, su césped que nos llegaba por la cintura (ergo a los/as niños/as les llegaba por la nuca) y sus pajarillos colgando de las brillantes manzanas que colgaban de las recias ramas que colgaban de cada puñetero árbol de aquel pasillo. Ya digo, un mes montando el bosquecito para luego tener un Faunia en miniatura de tal realismo que te daban ganas de llevarte un machete y echarte repelente en cada centímetro de la piel.

Para cuando lo terminamos y el campamento empezó, los monitores y monitoras éramos más que colegas, éramos casi hermanos/as de sangre. Yo, desde luego, hubiera donado un riñón por cada uno/a de mis compañeros/as. El pegamento de barra infantil y las tijeras de punta redonda (que ni pega una cosa ni corta la otra) unen a cualquier ser humano de cualquiera que sea su condición, porque obliga a compartir momentos de frustración, abandono y desazón. Y allí se usaron barras y barras y tijeras y tijeras. Empezamos ya con un buenrrollismo que rozaba lo empalagoso.

En mi grupo, S. tuvo la elegante idea de ponerme un compañero y una compañera y más de una veintena de niños y niñas. Mi compañera era una chica que me sacaba unos 15 años y con pinta de Pippi Längstump que llegó dos días después de que empezase el campamento porque ella era así; la recordaríamos después por ser obligada a disfrazarse de Reina de Corazones en la piscina municipal y verse asediada por miles de cabezas infantiles mientras se escondía detrás de un contenedor de basura a la espera de sorprender a nuestras criaturas. Se llamaba O., "O" de "omitir" su identidad por no tener su consentimiento.

Mi otro compañero era un cura que aún no era cura pero que estaba en proceso de serlo. Era un "precura". Era el hombre que todas las mujeres de aquel campamento hubieran querido en su grupo: treintañero atractivo, simpático, gracioso, rápido, con labia, con mano para los/as niños/as, cariñoso, atento... lo tenía todo, incluída una mala leche importante cuando se mosqueaba. El chaval había sido camarero nocturno durante su juventud en una ciudad española famosa por su fiesta inconfundible y claro, traía de serie la pose de madurito interesante que hacía que a las jovencillas del lugar les temblase el vaso de tubo. Normal.

Decía que mi compi, al que llamaremos C. ("C" de su inicial y "C" de "C...", bueno, "C." porque no quiero dar más datos), era un tío espectacular le mirases por donde le mirases salvo en un detalle: cuando se enfadaba hacía temblar las paredes. Sus broncas y sus castigos eran temidos por pequeños/as y por mayores, si te caía un rapapolvo de C. ya podías dejarle explayarse y luego intervenir. No tenía sentido discutirle durante el enfado porque lo más seguro era que la cosa acabase con sapos y culebras saliendo de ambas bocas (especialmente de la suya).

En el otro punto, C. tenía un sentido del humor que a mí me apasiona: ácido, irónico, un poco negro y ágil, muy ágil. Era capaz de hacer mil chascarrillos por minuto y claro, fuimos a juntarnos el hambre y las ganas de comer. No había detalle, mirada, comentario, gesto o situación de las miles que ocurrían a cada minuto que quedase fuera de nuestra capacidad, y claro, a los 10 días teníamos a todo el campamento frito con nuestras bromas, los niños y las niñas nos tenían un poco de manía y nuestros/as compis huían de nosotr@s en esos momentos en que entrábamos en bucle con esas zarandajas que sólo entienden quienes las inventan y que pierden sentido de tanto repetirlas.

Sin embargo, entre sus miles de chascarrillos, había una cosa que decía C. que era, como yo digo, la reina de las Pompas, la palabra redonda, brillante, perfecta, dicha con la contundencia y la fuerza precisas: imbécil.

De hecho, C. decía así: imBÉcil.

No se ha visto a ser humano que dijese tanto con tan poco: como no decía palabrotas había descartado todos los insultos (incluído el socorrido "hijoputa", que tanto estrés libera) que puestos juntos parece que son muy exagerados pero que en el fondo decimos cada medio minuto exacto. Él ponía cara de concentración, miraba fijamente a los ojos y decía:

- Pero cómo se puede ser tan imBÉcil.

Y yo me partía de risa, incluso cuando en su seriedad me lo decía a mí.

Hablábamos con un proveedor petardo y me decía al oído "Mira, éste se cree que le vamos a comprar a él, hace falta ser imBÉcil". Venía una madre petarda a dar por saco con tonterías de su hijo y me decía al oído: "Esta mujer es pesada y es profundamente imBÉcil". Los socorristas musculitos de la piscina nos hacían caso omiso cuando reclamábamos atención para nuestros niños y niñas y C., en silencio (por los/as niños/as) pero moviendo los labios, señalaba al Ken de turno y me decía un "imBÉcil" mudo que me hacía retorcerme con poco disimulo.

Jamás en la vida he vuelto a conocer a nadie que insulte mejor, ni diga más con menos letras. Ese "imBÉcil" de C. decía todo, englobaba todo, echaba en cara todo, callaba todo, sugería todo, atribuía todo.
Cuando el final del verano llegó y nos separamos para siempre me llevé aquella palabra en la mochila junto con las cartas de los niños y niñas y un par de fotos reveladas en baja calidad por la falta de presupuesto y me marché sin mirar atrás. Nunca más volví a ver a C., que emigró a su ciudad de origen, pero siempre conservé aquel "imBÉcil" guardado para sacarlo cuando fuese necesario.

No lo sacaba yo mucho hasta que empecé a salir con L. y sus colegas; un día, en un bar, estaba concentradísima contando una historia que no recuerdo acerca de un tipo que tampoco recuerdo cuando, inconscientemente, traje a C. al bar de Lavapiés y dije:

- Total, que el tío era un completo imBÉcil.

De repente una lluvia de risas y palmadas:

- ¡¡OTRA VEZ!! ¡DILO OTRA VEZ!

- ¿El qué? - decía yo.

- Lo de imbécil - me contestaban.

- Imbécil.

- No, así no, como lo has dicho antes.

- ¿Cómo? ¿así? ¡¡imBÉcil!!

Y otra vez risas y palmadas.

Desde entonces, cuando nos vemos, siempre se da algún momento, una circunstancia, una conversación en la que viene al pelo traer a C. y a su imBÉcil al lugar donde estemos.

Siempre está ese taxista que te hace un quiebro lanzándote hacia la mediana (o hacia una acequia, depende) mientras tratas de esquivarle y sobrevivir, o está esa frutera que te vende un melón diciéndote que "es miel" para que llegues a casa y descubras que es un pepino sin sabor. O el quiosquero que no te guarda la revista que compras TODOS los miércoles desde hace diez años, o el médico que considera que no mereces la baja aunque lleves tres días en cama. Y qué decir de ese policía que te pone una multa mirándote a los ojos mientras tú corres como loc@ por la acera hacia el coche para evitar que te la pongan.

ImBÉciles.

Pero que decir de ese/a imBÉcil, esa persona que entra en tu vida y a la que le darías, como yo a mis compis en el campamento, un riñón, o un pulmón, o un ojo, e incluso le das el corazón (que es el órgano más importante, como dicen la ciencia y Albert Pla) , y coge todo, y juega con ello durante días, meses, años, y luego, cuando se cansa, te devuelve los restos junto a dos cd´s que le regalaste y tres camisetas que te dejaste en su casa. Tu vida metida en una caja de cartón, tú decides si para tomar o para llevar.

A esa persona, como a las otras, sería de justicias contratarles una Tuna, o un grupo musical cualquiera, y componerles una canción, una serenata con la que la Tuna pudiera apostillarse en su ventana y arrullar sus sueños y sus despertares, sus paseos y sus reposos, sus alegrías y sus penas, hasta que la muerte le separe de su imbecilidad. Una serenata compuesta en Do Menor, que es una nota facilonga, a un imBÉcil no hay que estresarle porque no tiene demasiada  capacidad de absorción de información.

Esa serenata tendría una letra muy larga, dependiendo de cada circunstancia, pero lo importante es decir: "Querid@ imBÉcil, ya crecí. Ya no me importan ni tus quiebros de taxista, ni tus mentiras de frutera, ni tus desprecios de quiosquero, ni tu ignorancia de médico, ni tu indiferencia de policía. Ya te superé y me llevé mi caja y ahí ando, reconstruyéndome, pero es que todo es más fácil desde que me quité tanto lastre. Mi vida sigue y te supera, espero que nunca nos volvamos a cruzar, laralalalaaaaaaa, laralalalalaaaaaa, la la laralalalalalalalaaaaaaa...".

Seguiría, claro, aquí hay añadidos y cositas que pulir, eso era la esencia básica. Habría que hacer que rimase y encajasen los versos, y que fuera dulce y pegadiza. No es una serenata cantada desde el despecho, sino desde la liberación. Ésto tendríamos que ensayarlo, pero hacerlo igualmente, dedicárselo a esas personas que entran y salen impunemente de nuestras vidas, en el plano que sea.

Porque yo ya no soy lo que era.

Porque tú ya no eres lo que eras.

Porque no somos lo que esperábamos.

Sencillamente, porque eres imBÉcil.



PD. Dedicada, por entero, a L., la imBÉcil más bonita del mundo mundial.




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viernes, 1 de marzo de 2013

Qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas

- Hija, ni que volvieras de Canadá.
- Pues casi, la verdad, he pasado el mismo frío.

Fueron las primeras palabras que mi amiga del alma, mi M., la mujer que dio sentido a las pastas de té en mi vida, me dijo cuando subí al autobús.

Odio las despedidas. Con todas mis fuerzas.

El 2013 ha empezado lleno de despedidas y no me siento con fuerzas de afrontar ninguna más (por favor, si tenéis pensando emigrar, huír o desaparecer, contádmelo de manera secuenciada, poco a poco, que no necesite yo una caja entera de Omeoprazoles para digerirlo). No es el hecho en sí de despedirme de alguien lo que me angustia, sino el ritual de las despedidas, salvo que esa persona se vaya a vivir al otro lado del Universo y no tenga la certeza de que la voy a volver a ver, que ahí sí que es el hecho de despedirme lo que me bloquea. Y hasta eso pasó hace un mes. La otra pata de nuestro banco emigró a Sydney y aún no me hago a la idea.

Donde antes compartía confidencias, sonrisas, maldades, cañas, secretos, mentiras, verdades y cotidianidad, ahora comparto conversaciones de Skype, y sólo si las diferencias horarias de los distintos países a los que mi gente ha volado tienen a bien permitírnoslo. Mi círculo, que con tanto sacrificio y esfuerzo construí, se ve mermado por culpa de las crisis (la mundial económica-política-laboral y la interna, que no son poca cosa) sin haberme pedido siquiera permiso, sin haberme informado con tiempo. Y claro, eso se paga. Hoy no tengo el día de post chascarrillero.

Los anclajes que me quedan, que no son pocos, están peleando contra viento y marea, especialmente uno. Una lucha, una sonrisa, un gesto, unos ojos que cada día me recuerdan que la vida es corta, y como decía Guadalupe Urbina, yo quiero llegar a mujer loca y vieja. Una superheroína que no podía dejar de pasar por la vida sin haber peleado como una loba (nota: al escribir "loba" se me trastabillan los dedos, coronados por unas uñas recién pintadas de rojo, y escribo "loca"; rectifico, pero no quería dejar de añadirlo, peleona como una loba y como una loca, como la mujer que dibuja la Urbina y yo quiero llegar a colorear) y que a cada paso da una lección. Una mujer que tiene un chalet maravilloso y una sonrisa más maravillosa aún si cabe. Olga. Mi amiga, casi mi hermana, que ha pasado tanto tiempo en mi vida como yo misma. Sin querer ahondar, te menciono ahora como cada día, cuando le pido al Universo que la batalla enfermedad-Olga quede zanjada con victoria por goleada. Y el Universo me guiña un ojo, estáte tranquila.

Para huír de las despedidas emigré al norte unos días, porque necesitaba recoger sonrisas, dispersarme, respirar, descansar.  Parece mentira que en unos días una pueda desconectar tanto que se le olvide que la vida, aunque corta, a veces es densa de cojones.

Así que me subí al autobús de vuelta antes siquiera de ser consciente de que estaba allí, y de la forma más tonta me sobrevino la despedida y me hice chiquitina en el asiento, como cuando l@s niñ@s pequeños lloriquean los lunes por la mañana porque no quieren levantarse.

Me hubiera vuelto loca escribiendo aquí, desahogándome en un post que jamás hubiera publicado, como tantos otros, pero no tenía ordenador. Recordé entonces a la Mujer Pompa (término que acuñé yo misma al escucharla hablar, al descubrir que sus palabras son siempre tan redondas y tan perfectas como las pompas de jabón), una de las que venía de visitar, y con la que había pasado un día entero en busca de una libreta, y metí la mano en el bolso para sacar la mía, la que me acompaña para recordarme números de teléfono, direcciones, horarios. El autobús se sumió en el silencio y yo me sumí en la libreta, y escribí, y escribí y me quedé sin libreta y sin tiempo. Llegué a mi casa y mi vida me cayó en la cabeza como un balonazo en el patio del recreo.

Y de repente, antes de querer darme cuenta, me topé de nuevo con la sonrisa de Olga, y tantas otras que me recuerdan cada día que el mundo es de las valientes. Y que Guadalupe Urbina tiene razón: la vida es corta, y hay que disfrutarla pese a los adioses.

Con el camino recién empezado de nuevo no puedo, de todas formas, negar la realidad: qué mal me sientan el vinagre, los lácteos y las despedidas.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La huelga, Elsa Punset y el rasero de la felicidad

Sin paños calientes: llevo 15 días convaleciente, encerrada en el torreón de un castillo de gotelé y trece pisos de alto. Ni siquiera tengo dos largas trenzas para lanzarlas por la ventana, porque me las cortó un peluquero moderno cuando decidí cambiar de look, de aires y de vida. Lo medio conseguí, pero ahora estoy encerrada en lo alto y cual Rapunzel del siglo XXI, pero sin nada que lanzar a alguien que pase por debajo de mi ventana a caballo, y sólo puedo hablar con la bruja a través del whatsapp. Qué vida más dura.

Hace un par de semanas me operaron para extirparme un sobrante del cuerpo, que es un gustazo, porque llevaba tiempo dándome la lata, cada vez más. En estas dos semanas he escrito al menos cuatro o cinco veces el inicio de este post, y cada día lo hacía desde una perspectiva, ahora al borde de la depresión por el encierro, ahora contenta porque había tenido una visita inesperada, ahora enfadada por las molestias y los dolores, ahora enternecida por aquella llamada tan bonita que me hicieron desde un lago. Menos mal que lo dejé reposar todo para llegar hasta este momento y poder contar un poco todo, tranquila.

En estos días he tenido todo tipo de estímulos positivos, pese a todo: visitas, regalos, llamadas, mensajes, flores, bombones y kilos de cosas ricas de comer que no sé si esta convalecencia no me va a quitar un sobrante y me lo va a rellenar de colesterol del malo, del que atacan los soldaditos del Danacol, porque quienes me conocen dan en el clavo y claro, me paso el día matando las penas a golpe de azúcares y grasas saturadas de todo tipo y pelaje.

Mis amigas de toda la vida trajeron a mi torreón su(s) visita(s) y me rodearon de sonrisas, de M&M´s (lo dije, son malvadas, por su culpa llevo una semana comiéndolos casi compulsivamente) y de historias de toda la vida para levantarme el ánimo. Como añadidura trajeron un libro de Elsa Punset, Una mochila para el universo. La verdad es que la familia Punset nos gusta bastante, especialmente porque nos da juego para miles de conversaciones pseudotrascendentales, así que tener el libro en mi poder me convirtió en una especie de gurú de los temas de conversación de las próximas treinta o cuarenta cañas que quedemos a tomarnos.

El tiempo acompañó mucho a la lectura en los días sucesivos, y me sorprendí pasando las horas enteras sentada en un sofá que tengo en la habitación porque mi padre decidió que era perfecto para mí pero que a mí no me ha conquistado hasta ahora. Esa es una filosofía que tengo muy desarrollada en varias facetas de mi vida: casi nunca descambio ni desprecio regalos que me hacen (ropa, libros, muebles, música, lo que sea) porque aunque ahora no me guste demasiado sé por experiencia que no soy una tía que se cierre en banda a nada y que llegará el día en que ese objeto tenga un hueco perfecto en mi vida. En el caso del sofá ha resultado ser maravilloso para la postura que tengo que mantener durante el postoperatorio, así que estoy feliz de no haber tirado el sofá a tomar por culo en todo este tiempo, cuando sólo estorbaba y me ponía de los nervios.

El libro me duró como un par de días, y básicamente habla de la inmensidad de la vida, del quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos pero en bata y zapatillas, es decir, desde una perspectiva muy de andar por casa. Bueno, en realidad aborda especialmente la felicidad, como todo lo filosófico, y como es lógico empieza preguntando: ¿qué es ser feliz? Lo decimos con mucha alegría: "soy feliz". "No soy feliz". "Podría ser más feliz". "No podría ser más feliz". "Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
La felicidad es un tema muy recurrente en cualquier contexto, para nutrir la fe, para alimentar el espíritu, pero nadie sabe qué coño es.

Elsa Punset define la felicidad como "el grado de satisfacción y/o de bienestar de una persona". Fácil, sencillo de entender y de medir: ¿te sientes bien contigo pese a que tu curro sea una mierda? Eres feliz. ¿Tienes el trabajo de tus sueños pero no te acabas de hallar en él? No eres feliz. Y eso hablando de trabajo, que es para mí un tema banal: nos ponemos a hablar de las familias o de las parejas y te caes para atrás.

El caso es que los primeros días de mi convalecencia casi me ahogo, pero literalmente. Me veía como un pez en una pecera cerrada, sin poder "hacer nada": sin poder salir, sin poder pasear, sin poder ir a tomar algo, sin poder hacer la compra, sin poder quedar con mi gente adorada, sin poder ir al cine, ni al teatro, y en fin, sin poder ser yo. Cualquier comentario que contradijese mi sensación me ponía de peor humor, y mi vida se basaba en escuchar a cantautores suicidas y mirar por la ventana en pijama contando los minutos para que terminase esa hora, y luego la siguiente, y luego la siguiente, y así.

Habrá quien piense que exagero, pero es muy fuerte la sensación de "imprductividad" que genera mi cerebro cuando no estoy haciendo "lo que se espera que yo haga". Hablándolo con P. (alias Cabaretera woman) me explicaba que era normal que en mis dos o tres primeras semanas como desempleada me sintiese totalmente inútil y desesperada. Nacemos y crecemos en una sociedad que excluye a quien no genera dinero. Yo no he parado de moverme desde que terminó mi último curro, sigo estudiando, haciendo cursos, leyendo, saliendo, aprendiendo, viajando, conociendo gente, haciendo mil cosas, y sin embargo no terminaba de sentirme bien por no estar haciendo nada que aportase, a mí o a cualquiera, una remuneración. El sueldo se había convertido en el colchón de mi bienestar mucho más que mi misma persona, y sin darme yo cuenta había sido educada (y educaba yo también, joder) para producir, y producir y producir, pero siempre con intercambio monetario. Qué horror.

Pues igual que el sueldo era el rasero de mi aparente felicidad, lo era estos días la vida social. "Si no curras al menos mueve el culo", parecían decirme hasta los cojines del salón. Ni siquiera quería aceptar que entre los dolores y la incomodidad NECESITABA, física, emocional y mentalmente, descansar. Estar tirada en la cama me parecía el colmo de la falta de respeto al Universo. He buscado, incluso, excusas para levantarme cuando realmente no hacía falta que lo hiciese.

Así estuve hasta que el miércoles, día 14, España llevó a cabo la huelga general que llevaba tiempo convocada. Yo secundé la huelga como pude desde casa, y esto es tratando de no consumir o hacerlo en la medida justa y necesaria, que en el caso de una enferma es un poco más de lo normal en cualquier otro caso. Sin embargo, apagué la tele, las luces que siempre andan de fondo en todas las habitaciones de mi casa, la radio que también está encendida intentando hacerme compañía y decidí incluso ignorar el teléfono, que en realidad no me hacía ni falta.

Ese fue el día en que descubrí el sofá y su comodidad. A la luz de la magnífica claridad que entra por mis ventanas estuve toda la mañana disfrutando del silencio de mi casa y del libro de la Punset. A ratos paraba, me estiraba, me asomaba por la ventana y observaba la quietud de mi barrio, no sé si por la hora, por la huelga o por los coches de policía que patrullaban por aquí a cada rato.

Comí y me eché una siesta relajada, placentera, sin prisa por hacer nada (total, no podía ir a la manifestación posterior, sin móvil no iba a contactar con nadie, sin tele no me interesaba despertarme para ver una peli ni un programa), y descansé como llevaba semanas sin hacerlo. Me desperté, merendé y aproveché la última luz del día para leer. Tuve una visita sorpresa, disfruté de una conversación y una cena estupendas y me acosté habiendo disfrutado de un día en el que yo y mis apetencias habíamos sido protagonistas.

Qué placer.

Desde ese día, mi vida de convaleciente ha dado una vuelta. Mi amiga Brendi me decía en una de mis épocas más bajas:

- Haz el favor de no estar todo el día pendiente de lo que NO tienes. Fíjate en lo que tienes, que es mucho, y no te pases las horas quejándote.

También lo dice Elsa Punset: el cerebro humano, para equilibrarse, necesita cinco estímulos positivos por cada uno negativo, y necesita vivirlos intensamente. Olvidarse del mundo y dejarse llevar. Mi profe de yoga lo llama "meditar en lo cotidiano". Al final todo el mundo tiene razón y yo estoy por patentar un especial del programa "21 días" que se llame "21 días negando la realidad" o simplemente "21 días en la parra".

Así que me he dedicado estos últimos días a disfrutar de todo lo que me ofrece el reposo en casa: pasar un buen rato cocinando, reciclar ropa a base de imaginación, aguja e hilo, leer sin prisa en mi sofá redescubierto, escribir todo lo que se me pasa por la cabeza, pintar con acuarelas, mirar cómo caen las hojas por la ventana, tocar la guitarra compitiendo con el capullo de mi vecino y su piano (que no termina de dominar) y sobre todo escucharme y hacerme caso cuando me apetece hacer algo.

Y el caso es que me estoy recuperando mucho más rápido desde el miércoles, me lo ha dicho mi cirujana. "Eso es que comes mejor" me ha comentado. Si supiera que sobrevivo a base de M&M´s...
Estoy más tranquila, duermo mejor, como mejor, disfruto de los cambios de mi cuerpo durante estos días.

Lo mejor de todo es que me encuentro estupendamente. Casi no tengo dolores. Estoy más tranquila: el otro día me despertaron dos veces de la siesta los de Atención al Cliente de Vodafone y no tuve ganas de matarles. Eso es que estoy cambiando sí o sí.

Y estoy bastante satisfecha. Ha subido mi nivel de bienestar. Debe ser que estoy haciendo eso que llaman "crecer",o quizá sea que a pesar de estar hecha un guiñapo y estar loca por que me den el alta, voy siendo cada día, según palabras de Elsa Punset, un poquito más feliz.





viernes, 2 de marzo de 2012

La espina

Resulta que hoy cumple Justin Bieber (ese cantante adolescente que inexplicablemente vuelve locas a las adolescentes de todo el planeta) 18 tiernos años, y ya está escribiendo para conmemorarlo sus segundas memorias, ¡las segundas! ¿Qué puede aportarle al mundo la experiencia vital de un cantante yanqui que ni siquiera es aún mayor de edad en su país?

Luego, pensándolo bien, me ha dado un poco de envidia, porque yo quiero escribir mis memorias, y quiero ir empezando ya, aunque luego pienso bien y me doy cuenta de que no va a haber soporte que las contenga teniendo en cuenta lo que hablo y las historias que me pasan.

Resulta que después de haber visto la muerte con una especie de virus que he tenido y que me ha postrado en la cama con fiebre durante un par de días (demasiado me he salvado durante todo el curso de las gastroenteritis itinerantes que nos han rondado como las moscas rondan los restos de chuletas en las barbacoas veraniegas), mi garganta quedó como las estanterías del Corte Inglés después del primer día de rebajas: hechas polvo y llenas de cosas que no se sabe ni lo que son después de tanta caña como se les ha dado. Tragarme un vaso de agua se ha convertido estos días en un acto propio de un fakir, que con infinita paciencia se zampa una caja de alfileres con cabeza. Hasta la última miga de pan me hace saltar las lágrimas, y me paso el día tragando saliva como el que se traga un bocadillo de palillos, con carita de estar comiéndome un limón permanentemente.

Para alegrarme la existencia, mi pobre madre me invitó a cenar ayer una cenita rica, con mejillones, boquerones y otros productos que el mar tiene a bien regalarnos con el Mercadona de por medio.

Estaba yo feliz intentando masticar mucho y tragar despacio, disfrutando a tope del fósforo en forma de animalillo marino, cuando mi padre me dijo:

- Bah, cómo sois, quitándole las raspas a los boquerones. Eso se come así, con su cabeza, su cola y sus espinas.

- Ya papá - contestaba yo mientras trasegaba el millonésimo pececillo -, pero que ya no tienes 20 años y cualquier día de estos se te va a ir una raspita por donde no es y te nos vas a ahogar de la forma más tonta.

- Sí, bueno - volvía a decir mi padre en una actitud más propia de un adolescente ofuscado que de un padre jubilado y amante de las buenas costumbres.

Pues no habíamos terminado de tener esta conversación cuando me dio un ataque de tos mortal. Digo "mortal" porque me empezó a faltar el aire y casi me ahogo, pero en seguida mi madre aplicó las maniobras clásicas de reanimación respiratoria (darme dos buenos golpes en la espalda con toda la mano abierta, que te reaniman porque están a punto de hacer que la clavícula se te salga por la boca)y volví en mí. Cuando me relajé noté algo extraño, un dolor punzante en la garganta que no me dejaba tragar: se me había quedado una espina clavada y atravesada en medio de la laringe.

Me metí el dedo índice en la garganta para intentar tocarla, con el consiguiente resultado que hasta un crío de 2 años podría anticipar: arcadas. Entré en bucle, dedo-arcada-vomitar-respirar-vengalointentootravez-dedo-mierdaotraarcada-jodervomitar-respirar, y así estuve media hora. Llamé a mi hermana, que irrumpió en el baño con los aparejos de dentista que tanto miedo dan a todos los mortales, y procedió a analizar mi garganta en busca de la espina, pero no la encontró. Cedió entonces el protagonismo a mi padre, que usando instrumentos propios de las cenas de Nochebuena (una cucharilla y un palo de polo) lo volvió a intentar con resultados semejantes.

Mientras yo abría la boca en circunferencias perfectas sentada en la taza del váter, a las cabezas de mi familia acudían amigos de amigos y capítulos de CSI Las Vegas en los que la gente se ahoga y muere irremediablemente por una espina de pescado, y lo peor es que me lo iban contando.
Cuando mi madre había contado la quinta historia dramática de asfixias y lágrimas impotentes, mi padre apareció vestido con ropa de "vámonosalmédico" y me arrastró para que hiciera lo propio mientras el decía:

- Acabamos antes: vamos a Urgencias.


Yo no entiendo por qué a "Urgencias" lo llaman así; debería llamarse "Ustedvienedeurgenciaperonosotrosnotenemosningunaprisa". En España (para todas esas personas que me leéis misteriosamente desde otros países del universo, seguro mucho más desarrollados y avanzados que nuestra querida piel de toro), las Urgencias son una sala de espera en la que se amontonan decenas de personas con situaciones que a primera vista te alarman (por ejemplo con la cabeza abierta en canal o un ojo sangrando a mares) pero que cuando han pasado dos horas y no se mueren empiezas a pensar que la cosa no es tan grave.

Mientras la gente lloriquea entre dolores y suspiros malignos, sus familiares ocupamos diez mil asientos con bolsos, mochilas, papeles y otros menesteres, y el personal sanitario charla animadamente en la recepción sobre lo horrible que es su trabajo y lo interesante que estuvo La Noria anoche. Para cuando te llaman, unas cuantas horas después, ya ni recuerdas a qué fuiste al hospital, o te has curado por tu propio sistema inmunológico, que ha encontrado la forma de reabsorber la brecha o la sangre del ojo. Eso es Urgencias.

Así que allí me vi, tumbada en una silla con mi padre, con una chica a mi lado que, cual Lola Flores, yacía tirada con las gafas de sol puestas mientras sus dos amigas la etiquetaban en Facebook en el hospital. Al otro lado estaba el tipo del ojo sangrante (no, no era un ejemplo exagerado, había un chico con LOS DOS ojos sangrando), enfrente una mujer con un flemón como el Bernabéu de grande y detrás una tipa con más cuento que yo aquejada de un "picorcillo de garganta".

Después de una escena que me reservo para otro post (nota mental: contar otro día la escena híper racista y costumbrista a la par que viví en Urgencias), y tras dos alegres horas de espera en la sala, por fin sonó mi nombre, aunque no por megáfonos, porque no había. Una mujer salía cada rato a llamar a gritos a los pacientes, y mi compañera de silla, la de las gafas de sol, hacía gestos de querer morir de dolor de cabeza y oídos cada vez que la tipa vociferaba nuestros nombres y apellidos.

Conseguí entrar a una sala en la que compartía espacio y quejidos con un señor con más grapas que un taco de apuntes de derecho romano, un viejecito con la cabeza vendada, un pandillero con el tobillo tan hinchado que la palabra esguince quedaba fuera de lo posible, y una mujer absolutamente normal (aunque con este panorama igual tenía una perforación mortal en un tímpano).

Lo que voy a contar es asqueroso, aviso. Una doctora jovenzuela pronunció mi nombre pocos minutos después y me hizo pasar a una sala. Allí otro doctor me sujetó las manos mientras la primera me introducía unas pinzas de tamaño considerable hasta la campanilla buscando la espina. Como es evidente, entre la boca abierta y las arcadas acabé babeando como una anciana en mi propia camiseta, y a la petición de que alguien me limpiase o me soltasen para que lo hiciese yo, toda la respuesta que obtuve fue:

- Aquí no hay celadores, así que te tienes que limpiar tú, pero te esperas a que terminemos.

En fin, muy lamentable todo, total para nada, porque después de tenerme allí otra hora me dijeron que por la zona en la que la espina se había clavado ya era competencia de otro médico (el de digestivo), y que me fuera a casa a comer sopas y purés hasta que mi propia laringe reabsorbiera la espina. Que total, había perdido tres horas pero más se perdió en Cuba y volvieron silbando.

Así que salí de allí dolorida y llena de babas y aquí estoy, compuesta, con espina y viendo las estrellas cada vez que trago un poco de inocente saliva. Supongo que todo esto es un concepto vital, que las espinas (las de los pescados y las de la vida) a veces pasan, pero otras se clavan y entonces hay ocasiones en las que es mejor esperar a que el cuerpo las recoloque sabiamente y podamos seguir tragando, y respirando, y viviendo.


Lo que decía yo: si un boquerón da tanto de sí, a ver cómo termino mis memorias...

sábado, 21 de enero de 2012

El día en que volví a nacer

Ayer por la tarde, a la hora de comer, salí con mi amiga y orientadora del cole, M. hacia un polígono industrial situado en el noroeste de Madrid. Estamos creando un material que va a ser la releche para el cole y andamos de polígono en polígono, de fábirca en fábrica y de cuchitril en cuchitril racaneando unos céntimos de cada pieza, de cada remache, de cada cinta de doble cara que queremos utilizar, para ver si podemos ajustar el presupuesto y nos dejan sacarlo como nosotras queremos. Decidimos ir el viernes por la mañana para dedicarle todo el día, pero donde manda patrón no manda marinero y nuestra directora nos pidió que estuviésemos por la mañana en el cole para resolver un par de asuntos y nos marchásemos por la tarde.

El coche de M. se había quedado tirado por la mañana, así que mi pobre cochecillo era lo único en lo que se podía confiar para desplazarnos. Tirando de orientación y de rezos varios, nos encaminamos hacia el puñetero polígono, que por supuesto estaba completamente escondido y completamente mal indicado, algo que por cierto yo no entenderé jamás, cómo no señalizan bien esas moles de fábricas que ya se ven desde la carretera pero que, inexplicablemente, cuanto más crees que te acercas más lejos te mandan, y tú vas en línea recta hacia el polígono y de repente ¡zasca!, cuando estabas enfrente, a medio metro de la entrada, resulta que ese no era el camino, la carretera hace una curva maligna y pronunciadísima y te vuelves a la nacional cagándote en todas las personas que se dedican a señalizar los caminos.

Con bastante acierto y pocas pérdidas, conseguimos llegar al polígono, pero ¡ah!, amigos y amigas, una vez que entramos, aquello era otro nuevo mundo. Miles de calles, callecitas, callejuelas, recovecos y fondos de saco nos esperaban para devolvernos una y otra vez a la puerta del polígono sin dejarnos entrar en el centro neurálgico. Pasada media hora yo ya estaba sacando un San Pancracio que me regaló mi abuela con la obligación de llevarlo en el coche (me hace inspecciones sorpresa para ver si lo sigo llevando) para ponerle dos velas o tres, porque lo terrenal parecía no estar de nuestra parte.

Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir: en una de las incursiones me desvié y me salí del polígono otra vez. Qué desazón. Fui a parar a una carreterucha de las que yo llamo "interpueblos", esas comarcales cutres, estrechas, llenas de tierra y sin señalizar, pero a lo lejos ví una rotonda y decidí seguir recto por allí para dar la vuelta y, como en las tómbolas. probar suerte una vez más.

La señal marcaba 60 km/h como velocidad obligatoria, la visibilidad era complicada por culpa de los baches y cambios de rasante y la carretera aparecía despejada. Yo iba concentradísima en no pasarme la rotonda cuando, de repente, un coche apareció de la nada detrás de mí a una velocidad a la que yo no iría ni por una carretera nacional.

En una fracción de segundo pasaron mil cosas: el conductor del coche se encontró con el mío, no consigiuió frenar a tiempo, intentó adelantarme para no embestirme por detrás, invadió el carril contrario desplazando mi coche hacia el arcén, trató de frenar, derrapó, volvió a frenar, de dirigió hacia el arcén, salió disparado hacia lo alto, en dirección a un campo de cabras, comenzó a caer, impactó contra el suelo, saltaron mil piezas y aún así, recuperó el control de lo poco de coche que quedaba y salió disparado de nuevo hacia mi coche, que mientras tanto salía de la carretera y se paraba lentamente en un banco de arena.

Me quedé tan bloqueada que me dieron ganas de salir corriendo. M. me increpaba:

- ¡¡Que lo mismo se ha matado!! ¡¡Que se ha matado!!

Y en cuanto nuestro coche se paró y nos vimos bien, M. salió disparada hacia el otro coche para comprobar si el conductor estaba bien. Yo, mientras tanto, permanecía parada, callada, quieta en mi asiento.

No hizo falta buscar al conductor: salió como un loco del coche, gritando y haciendo aspavientos, con un hilo de sangre cayendo por uno de sus brazos pero asombrosamente vivo, entero y de muy mala hostia.

Lo que viene después es casi peor: que si la culpa es tuya por ir muy despacio, que si la culpa es tuya por ir muy rápido, que si dame tus datos, que si no me da la gana, que si llamo a mi padre (de hecho lo hizo), que si llamo yo a mi seguro, que si te denuncio, que si te escupo, en fin, cosas desagradables más fruto de los nervios yo creo que de la misma realidad.

Al final, con el bloqueo y el impacto en el maletero, conseguimos salir de allí ilesas y recoger el material que necesitábamos.

Recuerdo que la primera vez que supe que existía Steve Jobs (fundador de Apple fallecido el pasado año, como ya sabéis) fue a través de un mail que me mandaron en el que adjuntaban un vídeo en el que Jobs daba una conferencia a algunos estudiantes de la Universidad de Standford en el día de su graduación. Supe que ese hombre existía porque se me quedó una frase grabada: uno o una de l@s estudiantes le preguntaba que cómo había sabido tomar siempre las decisiones correctas, desechando oportunidades aparentemente maravillosas y lanzándose de cabeza a lo que parecía el fracaso. El tipo contestaba:


"Me miro al espejo todas las mañanas y me pregunto, ¿si hoy fuese mi último día, querría hacer lo que voy a hacer hoy? Si pasan varios días y la respuesta es no, sé que tengo que cambiar algo".



Ayer, mientras veía al conductor volar y mi coche perdía el control, no vi pasar mi vida en imágenes como dicen que ocurre en estos casos. Vi pasar mi futuro. Me vi pensando en qué haría yo si hoy fuese el último día de mi vida, Si estaría haciendo ésto que hago ahora mismo. Con qué personas invertiría mis últimas horas. En qué trabajo dejaría mis últimos esfuerzos. En qué ciudad me gustaría ver el sol por última vez. En qué cama soñaría mis últimas locuras. Por qué derrocharía mis últimas lágrimas y a quién dedicaría la que seguro que sería mi mejor sonrisa.


Esos son los objetivos que marcarse en una etapa, de verdad que sí. Ayer volví a nacer, pero no en el plano físico, porque en fin, nunca he tenido un accidente y en éste no me ha pasado nada, algún moratón de los baches y poco más, ni siquiera mi coche ha sufrido demasiado. Pero en otros planos, sí que he vuelto a nacer.

Porque sólo dejando de lado lo superficial se llega a la esencia.

Porque sólo dejando morir se puede volver a nacer.




sábado, 14 de mayo de 2011

La vida es sueño

Desde que tengo memoria he tenido sueños cíclicos.

No sé si os ha pasado alguna vez que durante una temporada (o durante toda la vida, eso no lo sé porque aún llevo relativamente poco en el mundo y desconozco la probabilidad de que esto dure muchos o pocos años) soñáis una y otra vez la misma situación, con las mismas personas, el mismo escenario, los mismos detalles. Es muy común soñar con que no puedes hablar, o que no te puedes mover, o que tienes una relación con una persona desconocida, o que se te caen los dientes. En mi familia, sin ir más lejos, hay varias personas que tienen sueños cíclicos de este tipo.

Yo tengo dos o tres que se repiten desde siempre. Los tres son pesadillas (qué suerte) y los tres son angustiosos, en los tres me despierto sudando como un pollo y me cuesta volver a coger el sueño. No voy a hacer un análisis retrospectivo de mis sueños, pero sí puedo dar pinceladas del peor de los tres.

La pole position del ránking de mis Pesadillas Malignas la ocupa una situación en la que voy en un ascensor, concretamente en el ascensor de mi casa. Me subo y conmigo sube un vecino, él pulsa su piso y yo pulso el mío, que es más alto. Cuando llegamos al suyo, el ascensor se abre, él sale, las puertas se cierran y yo sigo subiendo. De repente, la pantalla en la que aparece el piso por el que vamos muestra el mío, pero el ascensor no se para, sino que sigue subiendo. Yo le doy al botón e intento pararlo, pero los números de la pantalla cada vez avanzan más rápido y muestran que vamos por el piso 20, y luego el 50, y luego el 100, y luego el 250, y aunque yo intente pararlo no frena. De repente, cuando estoy a punto de hacerme el harakiri con la patilla de las gafas, el ascensor para en seco, vuelve a bajar y llega a mi piso, pero cuando las puertas se abren no estoy en mi edificio, sino en otro que no conozco y que no ubico en absoluto.
En ese momento de angustia vital me suelo despertar de golpe, y lo hago de la peor forma posible, esa en la que tú mandas la orden a tus piernas para que se muevan, pero ellas hacen caso omiso, entonces mandas la orden a los brazos pero también te ignoran, y al final le dices a tu cerebro: "Oye tronco, que estoy rígida como un palo, diles que se muevan"; ahí, poco a poco, vuelvo a recuperar la movilidad y me relajo.

Como veréis, yo me paso la vida en estrés continuo, hasta en sueños.

Llegó un momento de mi vida en que de tanto soñar lo mismo, pasé a la fase de lo que llaman sueños lúcidos. No la desarrollé del todo, pero a lo mejor estoy en una etapa inicial, que por otro lado me basta y me sobra para lo que la necesito.

Este proceso quiere decir que cuando estoy soñando, sé que estoy soñando. ¿Cómo puede ocurrir ésto? Pues de repente, cuando estoy en el ascensor del sueño, con esas sensaciones, se abre la puerta, sube mi vecino, pulsa su piso, pulso el mío y comenzamos con la catarsis, soy consciente de que es un sueño. Es como si me dijera a mí misma: "Tranquila hija, estás en la Pesadilla del Ascensor. Sabes que ahora viene lo de que subes hasta el infinito y más allá, y luego lo de los números, y luego bajas y se va a acabar todo cuando te despiertes". Como un Día de la Marmota onírico en el que lo peor es que sé que las voy a pasar putas pero no puedo hacer nada por evitarlo.

Lo malo no es que esto me pase soñando, porque al fin y al cabo es un rato en el que saco a pasear el subconsciente, y ya se sabe lo que pasa en estos casos, que es como tener un hijo: tú controlas durante un tiempo, pero hay cosas que, inevitablemente, escapan a tu control y tienes que aceptarlo.

Lo malo es que tengo la sensación de que me pasa lo mismo cuando estoy despierta, en mi vida normal: que veo las cosas venir y aunque sé que van a ser chungas, que me van a hacer sufrir, que me van a doler, nada, yo me voy de cabeza a por ellas. Vamos, que yo fui una cruz para mis padres porque cuando me preguntaban lo de "Si tus amig@s se tiran por un precipicio, ¿tú te tiras también", yo ya estaba al borde del precipicio preparando el salto.

Me dedico a enseñar, pero no aprendo. Me encuentro una y otra vez en las mismas situaciones en las que salgo escaldada y no dejo de empantanarme hasta el final, es absurdo. Es como si supiese los resultados de una quiniela y aún así, los pusiese mal intencionadamente.

A tod@s nos ocurre que tropezamos dos veces en la misma piedra. Yo he llegado a un punto en el que llevo una piedra en el bolsillo por si no hay piedra para tropezar en el camino, para ponerla y quedarme tranquila de que he seguido mi tónica general.

Lo malo es que cada desilusión, cada decepción, cada chasco que me llevo es una ventana que cierro al mundo, un punto de confianza que pierdo y que me cuesta recuperar de nuevo. Esta semana estoy de drama-queen (término acuñado por M. y D., los dueños de mi sofá postizo, y que se traduce como "la reina del drama"), pero es que joder, cuando parece que las cosas salen, que funcionan, zasca, el reloj del campanario toca medianoche y el hechizo de rompe. Y lo peor de la Cenicienta no fue volver a ser una pobre sirvienta, sino haber saboreado las mieles de ser princesa y no poder retenerlo para siempre.

Supongo que llegará el día en que, al llegar medianoche, la carroza y los lacayos sigan en la puerta, el vestido de tul aún esté en mi cuerpo y los zapatos sigan en mis pies, porque aún no he tenido que correr para escapar una vez más.

Hasta entonces, me tendré que conformar con seguir soñando. Ya lo decía Calderón de la Barca:

"¿Qué es la vida? Un frenesí
¿Qué es la vida? Una ilusión
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño
que toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son."

martes, 18 de enero de 2011

Real life (la vida real)

Como decía Manolito Gafotas, en mi barrio hay muchas cosas: hay tiendas de todos los tipos, hay coches de muchos colores, hay perros paseando a sus dueñ@s (y no al contrario), hay bancos llenos de personas con expresiones asustadas que esperan con la cartilla bajo el brazo, hay yonkis en busca de dosis, hay iglesias llenas de fieles que rezan por sus almas pero que a la salida de misa miran con desprecio a los yonkis, hay bancos llenos de chavales y chavalas que miran el tiempo pasar mientras fuman porros y hay puentes. Muchos puentes.

Lo de los puentes es algo bastante extraño, porque cuando digo que hay muchos es que hay uno cada 100 metros a lo largo de un tramo considerable de la autopista, y varios de ellos tienen acceso desde mi casa.

Hace un año más o menos construyeron otro puente entre dos de los que ya había, y aquello fue la catarsis vecinal. Teniendo escasos recursos sociales, sin ambulatorio, sin escuelas infantiles públicas y sin bancos en los parques, lo que menos necesitábamos era otro jodido puente que para más inri lleva desde VillaNada a VillaNingúnsitio, es decir, que no sirve para absolutamente nada. Está, sin más.

Tuvieron la delicadeza de, ya que era una construcción que costó la friolera de casi 3 millones de euros y que nadie iba a usar para nada, poner unos bancos para que al menos tuviese el reclamo de que la gente se sentara a tomar el sol. La cabeza pensante que tuvo esa idea era un iluminado, porque todo el mundo sabe que el mejor lugar para tomar el sol es un puente en medio de una autopista con más ruido que el circuito del Jarama.

Queríamos derribar el dichoso puente con nuestras propias manos hasta que, un día, mi amiga N. y yo fuimos hasta allí para hacer unas fotos a la autopista para un trabajo que ella tenía que hacer. L@s publicistas siempre han sido un pelín extravagantes.

Mientras hacía las fotos nos sentamos en el banco, y no sólo no nos fuimos sino que estuvimos allí horas y horas. El soniquete de los coches pasando bajo nuestros pies se asemejaba a un murmullo de fondo que nos relajaba bastante, y tuvimos una conversación genial.
Desde ese día, cuando hace un tiempo medianamente bueno, nos acercamos al puente y charlamos de mil cosas mecidas por el arrullo de las miles de personas que circulan por Madrid con prisa y sin frenar. Bautizamos aquel puente como "el mar urbano" o "Mar de Madrid", porque el murmullo parece (salvando las distancias) el de las olas del mar.

El domingo estuvimos allí aprovechando el inusual sol que bañaba la ciudad en pleno Enero. Como siempre, la conversación fue bastante profunda, y versaba principalmente sobre lo feliz que nos hace vivir nuestra vida conforme a lo que somos, que no es moco de pavo.

No soy de transgredir por transgredir, que quede claro. Me considero parte de la masa, compro ropa en Zara, bebo garrafón y veo Telecinco, no estoy desligada de la sociedad y de hecho participo bastante activamente en el bucle consumista que nos invade.

Sin embargo, creo firmemente en que sólo existe esta vida, y hay que vivirla de forma consecuente, máxime si eso implica sacar los pies del tiesto. Ni siquiera las religiones defienden que vayamos a vivir esta vida otra vez de la misma manera en que la estamos viviendo ahora: unas dicen que nos vamos a reencarnar en otros seres, otras que vamos a ir al cielo, pero ninguna me garantiza que yo vaya a volver a escribir este post, así que tengo que aprovecharlo.

Cada día estoy más convencida de que hay que romper con lo que se espera de nosotr@s, pero no por el hecho de romper en sí, sino porque me niego a creer que hay un camino hecho para mí y que estoy en el mundo para darle la razón a quien lo diseñó. Quiero ser la protagonista de todo lo que pase en mi vida, y no me quiero perder nada.

Por eso, admiro a todas aquellas personas que viven o han vivido conforme a lo que son o a quienes son: a mi amiga N., que se ha embarcado una relación por la que nadie da(ba) un duro por difícil y por extraña; a mi amigo J., que se marchó a México detrás de un gran amor. A M, que se fue a repartir juguetes al Sáhara, y otras tantas "M." que conozco, y que están en Ecuador, en Argentina o en EEUU persiguiendo diferentes sueños.

A M., (cuántas "M", madre mía) que se ha embarcado en una terapia que da resultados porque necesitaba buscarse a fondo. A R., que se atrevió a decir que quería ser quien era y consiguió hacerlo.

A mi madre, que decidió tirar para adelante en un trabajo al que las mujeres no salían acceder, y supo sentar precedentes.

A mi padre, que decidió justo lo contrario, dejar un trabajo que le esclavizaba y dedicarse a la pintura y al yoga.

A mi hermana, que ha decidido embarcarse en una vida sacrificada que antes o después dará sus frutos.

A mi abuela, que vive por y para el amor de su vida.

Mi prima B. (que es otra de estas personas que admiro) también se marchó a las Antípodas australianas en busca de una vida un poco mejor. Lo está consiguiendo: es feliz, se está encontrando (o al menos se está buscando, que es el primer paso para encontrarse), está creciendo. La penúltima vez que vino a vernos contaba que su madre, cuando la veía, le decía:

- Ahora todo es muy bonito, pero algún día tendrás que volver a la vida real.

Y ella contestaba:

- Estoy viviendo mi vida, y te aseguro que es muy real.


Esa es la vida que quiero vivir. La vida real, la que realmente quiero tener, ser quien realmente quiero ser. Hacer lo que me haga feliz, y hacer feliz a quien me rodee. Por ahora estoy intentándolo, y algo voy consiguiendo.

Mi prima tiene mucha razón.

Estoy viviendo mi vida.

Y te aseguro que es muy real.