"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




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viernes, 18 de marzo de 2011

La loca de Elena

Hace años, como ya he contado alguna vez, trabajé en una guardería (si quieres revivir de qué fue la cosa, pincha aquí y luego aquí). Hoy en día, la palabra "guardería" casi no se usa, porque proviene de "guardar" y no sólo se utilizan para guardar a l@s niñ@s, sino para otras muchas cosas. Yo sin embargo, puedo decir que guardaba niños y niñas en un espacio cerrado llamado "casa" y mientras tanto les daba de comer y les cambiaba los pañales, pero había tantos que casi no me daba tiempo a hacer otra cosa.

En aquella época trabajaba con unas 12 personas entre titulares, auxiliares, personal de cocina y un bedel realmente grimoso y extraño, un retrato perfecto de Norman Bates de Psicosis pero sin cortina de la ducha de por medio.

Entre mis compañeras había de todo, como en la mayoría de los curros: gente maja, gente un poco menos maja pero correcta, gente insoportable y una persona completamente desequilibrada. La mujer en cuestión se llamaba Elena, tenía unos 30 y tantos y no estaba bien de la cabeza.
Para empezar, físicamente era una persona peculiar; no digo que fuese estilísticamente rara, porque era una chica de lo más corriente, bajita, rubia, con una voz dulce y siempre muy mona vestida. Pero en sus ojos, en sus gestos, en su respiración se notaba que algo en su cabeza no carburaba del todo bien.

Elena era la profesora de la clase de 3 años, la más grande y guay de todas. Esa sala tenía una pared de cristal por la que todas las familias podían ver lo que hacían sus criaturas, un tatami o colchoneta gigante en el suelo, una piscina de bolas (el sueño dorado de toda persona entre los 0 y los 8 años) y decenas de peluches y juguetes de todos los tipos y pelajes.

En primer lugar, Elena no dejaba a casi ningún niño o niña meterse en la piscina de bolas. Se creería que se iban a ahogar o algo así, por lo que la tenía en todo el medio de la clase pero no dejaba a nadie acercarse. Le gustaba mucho jugar a los exploradores, algo que tenía su gracia la primera media hora, pero hasta para las criaturas de 3 años jugar a los exploradores durante 6 horas seguidas terminaba cansando.

Otra cosa para la que Elena tenía poca paciencia era para la comida. Contemos con que el niño o niña que no comía o tardaba siglos en tragarse el puré tenía un castigo poco apetecible, que era comer en el cambiador. Sí, estamos de acuerdo, es poco o nada higiénico, pero Elena no conocía esa expresión. Ella lo limpiaba con amoníaco (para intoxicación general de todo el mundo) y ya por eso se creía que podía hacer albóndigas directamente en el suelo, porque estaba todo limpísimo. Mi duda es por qué ella se ponía guantes simplemente para entrar, si todo estaba tan limpio, pero tengo muchas dudas en mi vida que nadie me resuelve y sigo viviendo, así que podré morir con la incertidumbre.

Otra cosa más chunga que hacía era dar azotes a los niños y niñas. Azotes de esos con la mano hueca y sin fuerza, hay que matizar que nunca jamás la ví pegar un bofetón a un niño o niña, pero los azotes, por muy mano hueca que pongas, no dejan de ser una agresión. Por todo esto yo tenía a Elena una manía horrible y ella a mí, pero mi única motivación para seguir en aquel curro era denunciarla y que la echasen a tomar por culo. El problema era que me costaba demostrarlo, porque jamás nunca lo hacía delante de la jefa, y aquello me ponía negra.

Teníamos un cuchitril bajo tierra (real como la vida, porque era un sótano) que hacía las veces de vestuario para el personal, y ahí nos cambiábamos y dejábamos la ropa mientras currábamos, porque llevábamos uniforme. En el armario dejábamos la ropa y en un armarito los zapatos, y cuando terminábamos dejábamos allí el uniforme y el calzado de curro, que en casi todos los casos eran unos zuecos de esos un poco ortopédicos pero que tienen su interés cuando te pegas 8 horas diarias cargando con niños y niñas en brazos. La espalda lo agradece.

Una tarde, cuando entre a trabajar, descubrí a Elena voceando a todo vocear. No era muy común en ella gritar, porque solía hablar con voz suave pese a estar completamente loca. Ese día, sin embargo, se la escuchaba casi desde la calle, y con ella a mi compañera Cris devolviéndole los gritos.

Cuando conseguí llegar a la clase de Elena descubrí que la pelea venía porque Elena no encontraba su zueco izquierdo de currar. Al ojo experto le parecerá que puede ocurrir que un zueco se extravíe en el trajín de 12 personas con sus 12 pares de zuecos guardados en un cuchitril, pero Elena ni tenía ojo ni era experta, así que dedujo que se lo habíamos robado.

Elena, que calzaba un 36, no entendía el sinsentido de robarle un zueco a alguien sin la pareja, sin que te valga para absolutamente nada. Ella estaba erre que erre con que se lo habíamos robado sabe dios para qué.
Cris, que era bastante bruta, le gritaba que si le hubiera robado el zueco sería sólo para metérselo por el culo, y la otra le contestaba que era una ladrona y que bla bla bla.
En un momento en que las cosas se torcieron, Elena empujó a Cris y ésta tuvo la suerte de caerse de espaldas en la piscina de bolas (la sacrosanta piscina, sí). Nos quedamos tan flipadas que no supimos cómo reaccionar, así que yo me anticipé, me lancé a por Cris y mientras la calamaba la pedí que mantuviese la paciencia hasta que llegara la jefa para hablar con ella.
Cris se fue a su clase y yo me bajé a los niños y niñas de Elena a la suya, porque estaban comiendo.

El típico niño cansino bajaba sin haberse terminado ni el puré, así que me lo llevé a clase con el plato. Mientras el resto se aseaban y se metían en la cama para echarse la siesta, yo me senté con el niño en una mesa y le empecé a dar el puré.

- Que se lo coma solo - sentenció Elena con sequedad al verme dárselo.

- Se muere de sueño, Elena, se lo doy y le acuesto - le contesté yo con más sequedad aún, y seguí dándoselo.

Al rato la sentí a mi lado otra vez:

- Su profesora soy yo y te digo que tiene que comer solo - me repitió cada vez más nerviosa.

- Si quieres que se lo coma solo quédate tú - contesté - pero mientras esté yo, le ayudo y tardamos la mitad.

- Pues deja, que se lo doy yo - respondió Elena, y le levantó para llevarle al cambiador.

- Déjalo, se lo termino de dar yo, pero al cambiador no le llevas - dije, y después senté de nuevo al niño, cogí la cuchara y la llené de puré.


Fue cuestión de un segundo. La mano de Elena voló hacia la mía y me calzó un bofetón en toda la mano tirándome la cuchara y el puré a tomar por culo.

La muy loca estaba resoplando como un toro, toda roja y sudando de la rabia que tenía. Me dí cuenta de que los niños se habían quedado en silencio y nos miraban. Dos se asustaron y empezaron a llorar.

Me contuve y salí como despavorida hacia el despacho de mi jefa, que acababa de llegar. Entré por la puerta sin llamar y empecé a contar atropelladamente lo que había pasado: que me había pegado, que era una desequilibrada, que daba azotes, que hacía comer a los niños en el cambiador y que o ella yo.

Acojonantemente, mi jefa sacó los papeles para echarme. Me dijo con toda la paz del mundo que Elena era accionista del negocio y que no se la podía echar, y que si yo tenía tanto problema, que a la puta calle conmigo. Aquel día fue el último para mí: recogí mis cosas y me marché para nunca más volver. Esa ha sido la única vez que me han echado de un trabajo.

Al día siguiente me llamó una mamá que tenía mi teléfono porque se lo había dado yo el día que empecé a llevar la ruta. Al no verme en la guardería, hacía preguntado por mí y mis compañeras le habían contado que me habían echado.Me contó que había denunciado a la guardería y que me iría contando cómo iba la cosa, que había aportado pruebas de que la loca de Elena se portaba regular en el trabajo. Se me abrió una nube en el cielo, porque lo que justamente yo no tenía eran pruebas.

No sé cómo terminaría la cosa, pero un par de meses después la guardería cerró. Confío en que Elena haya tenido un juicio y que la hayan inhabilitado, porque hay mucha mala gente en el mundo que no lleva un cartel en la frente. Alguien capaz de portarse mal con un menor no merece perdón.

Lo que yo me pregunto es que, aunque la educación sea tu negocio, aunque vivas de ello y te importe mucho el dinero... ¿nadie piensa en l@s niñ@s?


jueves, 4 de noviembre de 2010

Doña Maria Blanca, Il

Cuando llegué a aquel chalet de corte señorial de los 70 en pleno centro de Madrid, estaba un poco de los nervios. De los nervios por ser un trabajo nuevo, de los nervios por lo sumamente complicado que fue encontrar la escuela (¿quién iba a pensar que era un chalet particular?) y de los nervios porque aquel lugar estaba completamente plagado de chupetes gigantes.

Las lámparas, los timbres, la puerta, las columnas, TODO eran chupetes gigantes. Las decoraciones así como un poco excesivas siempre me han creado una desazón difícil de explicar.

El caso es que llamé a uno de los chupetes gigantes, un timbre sonó y el chupete-puerta se abrió para que yo entrase. La primera visión fue difícil de explicar: un despacho tremendamente grande en el que todo era del mismo estampado de sofá antiguo, con flores y grecas bordadas. Cuando digo que todo era del mismo estampado estoy englobando las cajas de alfileres (forradas con la misma tela), la tapicería de las sillas y reposapiés, las cortinas de la estancia, los tiradores de los cajones, la alfombra y (¡¡¡TATATACHÁÁÁÁÁÁÁÁÁN!!!) la chaqueta de la mujer que estaba sentada de espaldas (muy a lo Vito Corleone) en una gran silla de respaldo alto que sólo dejaba ver un pelo rubio cardado hasta el infinito y miles de flores bordadas.

Cuando se dio la vuelta ("¿ya estás aquí, querida?", dijo "querida", sí), una mujer de volumen generoso, ojillos pequeños y labios perfilados me sonrió al otro lado de la mesa.

- Pasa, pasa y siéntate- me recordaba un poco a la bruja del cuento de Hansel y Gretel, simpática pero siniestra.

Lo de la entrevista que me hizo es tema aparte. Preguntas como "¿vives con tus padres?", "¿estás o vas a estar embarazada?", "¿fumas?", "¿con qué frecuencia?" o "¿tienes pareja estable?" fueron algunas de las perlas que salieron de su boca. Creo que pasé aquella entrevista porque estaba tan alucinada con aquella mujer que no pude ni contestar más que "eh..." a todas las preguntas.

Una hora después, la mujer tocó una campanilla (sí, ella no se molestaba en llamar por los nombres a según que personas) y allí apareció una mujer de unos 50 años con un uniforme blanco y la expresión de quien se está comiendo un limón detrás de otro durante toda su vida. Se presentó como una de las cocineras. Dejó unas telas en la silla y se fue. El ente que me había entrevistado continuó hablando:

- Éste es tu uniforme, tienes que llevarlo puesto todos los días. No puedes llevar nada debajo, salvo la ropa interior (para deleite de algunas miradas adultas que venían a recoger a sus hijos y se entretenían con cualquier excusa). Calcetines, chaqueta y otros complementos, de color blanco. Como trabajas a media jornada, aquí no puedes comer ni fumar (¿?¿?¿?¿?¿?). Empiezas el lunes. Ah, y para tí y para el resto, yo soy Doña Maria Blanca.

Y así había que llamarla, aunque fuese una urgencia. Una letra de menos, y la tía no contestaba. Lo que no sé es cómo acepté el trabajo, porque de verdad que daba miedo. Creo que sabía desde el principio que las normas me las iba a saltar a la torera.

El lunes cuando salí de clase me dirigí al chalet señorial hecho de chupetes, y llamé al timbre. El macrochupete de la entrada de abrió como el día anterior y apareció otra cara, esta vez más joven, más guapa y más sonriente. Una chica de mi edad, que llevaba un bebé en brazos, me indicó que pasara.

- Cuando te cambies te metes en el nido, que yo voy a ponerle el termómetro a esta peque.

Y me dejó allí totalmente desorientada. Después de dar vueltas durante 10 minutos por la estancia, de una puerta asomó la cara de la cocinera que conocí el día anterior y me indicó con un dedo que bajase unas escaleras que se adivinaban al fondo del pasillo. Me bajé a cambiar al cuarto habilitado para ello (un zulo para la caldera en el que se amontonaban nuestros vaqueros, jerséys, zapatillas y abrigos) y subí al espacio que mi compañera me había indicado, "el nido". Debí imaginar por qué se llamaba así. Dos docenas de bebés (muy bebés, a mí me parecían angulas) me miraban fijamente mientras lloraban, o reían, o se chupaban el dedo, o vete tú a saber lo que querían hacer. Y yo que lo más parecido a un bebé que había tenido entre mis brazos había sido un Nenuco.

Aquello fue el principio del fin. En cuanto mi compañera volvió empezó una batalla campal de papillas, biberones, pañales y musiquillas de sonajeros. Mi compañera resultó ser una máquina. También resultó llamarse Cris, y ser militar de baja por enfermedad. La vida siempre te depara sorpresas.

El caso es que cuando pasaron dos semanas, yo ya me había hecho a la rutina con bastante acierto. En esos quince días aprendí una lección valiosísima que conservaré siempre: en un trabajo es fundamental llevarse bien desde el principio con dos grupos de trabajadores: conserjes y mantenimiento y cociner@s. Llegar tarde y comer a deshoras son dos lujos que todo trabajador debe permitirse de vez en cuando.

Lo de la cocina era un cachondeo: como DoñaMaríaBlanca era mayor, allí todo el mundo cogía de todo aunque estuviese estrictamente prohibido (la jefa llegaba a freír choricillos para merendar ella al ritmo de nuestros estómagos rugiendo de hambre). Yo, que no tenía permitido comer allí (me pagaban media jornada y se suponía que comía antes de entrar, pero no me daba tiempo porque antes estaba en la universidad, así que llegaba cada día sin comer) aprovechaba su siesta (la de los niños, que duraba 1 hora, y la de la jefa, que duraba dos horas largas) y me pegaba unas meriendas de marquesa, con sándwiches, fruta, yogur y leche con galletas. Y luego me fumaba un cigarro. Me faltaba una persona masajeándome los pies al final de la tarde.

Me llevaba fenomenal con Cris, DoñaMariaBlanca aún no se sabía mi nombre, así que no me reclamaba mucho, adoraba a los bebés diminutos y hacía mi curro bien. Sólo hice mal una cosa: quejarme un martes cualquiera del exceso de sal en la sopa. Se acabó mi felicidad total. La venganza se sirven en plato frío, y las cocineras, que eran como las "Garganta Profunda" de aquel lugar, decidieron chivarse de mis meriendas, mi cigarro y mi alegría y me cambiaron de clase. Una clase sin terraza para fumar, lejos de la cocina y con niños más mayores. Mi gozo en un pozo.

Así transcurrían mis días en VillaChupetes, entre pañales, talcos, yogures y canciones. Las cocineras seguían sin ponerse gafas para cocinar y nosotras seguíamos dándoles litros y litros de agua a los niños durante las siestas a causa del exceso de sal en el puré. Todo en orden.

Pero la vida es la vida, y después de un conflicto insalvable entre dos de mis compañeras, a DoñaMariaBlanca se le cruzó el cable y nos mandó a todas a tomar por saco. Aquello ocurrió en Navidad, así que el último día de trabajo antes de cambiar de año, DoñaMariaBlanca, que era rata a más no poder, nos regaló un trozo de roscón a cada una y una participación del 50% de un décimo de lotería a cada una y ¡hala! ¡con viento fresco!. La tía perra no quiso regalarnos una cesta, lo cual sería relativamente comprensible (aunque yo defiendo que una cesta es el derecho de todo trabajador) si no fuese porque uno de los padres de los niños, que tenía una empresa de cestas, le había regalado una para cada una de nosotras.

Ella debió de estar comiendo turrón a nuestra costa casi hasta día de hoy.

Quien a hierro mata, a hierro muere, así que no tengo que explicar lo que ocurrió con nuestras participaciones de Navidad... lo celebramos con champán en su honor.

Seguro que la próxima vez, regala cestas.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Doña Maria Blanca, I

Cuando empecé la carrera pasaba un tiempo relativamente largo en la cafetería. La cafetería de mi universidad era exactamente eso: una cafetería. Cuando yo iba a ver a mis amig@s, o a hacer un curso o a cualquier cosa a otra universidad, descubría que lo suyo no eran cafeterías, más bien eran "restaurantes de carretera", espacios enormes con cientos de mesas, sillas, una barra enorme y un cocinero gordo y con cara de enfadado sacando de la cocina bocadillos de bacon como para parar un tren.

Lo de mi universidad era exactamente una cafetería, pequeñita, con las paredes de color melocotón, una barra pequeña con napolitanas, donuts, torteles y caracolas, una máquina de café enorme y un dispensador de patatas fritas. La única cosa salada que servían eran unos sándwiches mixtos que estaban como para comerte 10 uno encima del otro.

La pena es que tenía dos grandes pegas para todo estudiante (o al menos para mí): no se podía jugar a las cartas y no se podía fumar. Cuando dicen que la educación española no está unificada, se equivocan, porque hay algo que todos los estudiantes, al menos en España, aprendemos en la universidad: a jugar al mus. En caso de que vengamos aprendidos de casa, tenemos largos años por delante para perfeccionar nuestra técnica, pero es fundamental que nos habiliten un buen espacio para ello. En este caso, qué menos que una cafetería con sus panchitos, sus botellines y su espacio de fumadores, que no te estoy pidiendo qué te digo yo, caviar de Beluga y MoËt Chandon.
En mi caso, ni panchitos, ni botellines ni espacio de fumadores (y eso que en el resto de la Universidad sí se podía fumar). Tampoco caviar ni champán. Estos pequeños detalles hicieron que cuando llevaba dos meses allí me conociese todos los bares de alrededor y dejase de frecuentar la cafetería.

Lo que sí que visitaba de vez en cuando era el tablón de anuncios. En ese tablón todo el mundo anunciaba lo que quería, desde una bici usada hasta clases de violín. Como en mi universidad sólo se impartía Magisterio, había un montón de anuncios de familias del barrio que se anunciaban buscando profes particulares, canguros por horas y apoyos en general.

Una de las últimas veces que pasé por la cafetería a por uno de sus milagrosos sándwiches mixtos (como he dicho esto fue a mediados del primer cuatrimestre de primero) ví un anuncio en el que buscaban "señorita estudiante de magisterio para trabajar en escuela infantil". Yo me repasé: "Soy una señorita, estudio magisterio, quiero trabajar en escuela infantil". Sí a todo. A por ello.

Me apunté en un papelito el teléfono, creo que pinché otro en el corcho anunciando que vendía los libros de una asignatura o alguno de esos faroles que me saco de la manga de cuando en cuando.
Tuve una semana ajetreada, así que hasta el domingo por la tarde, cuando buscaba algo en los bolsillos del abrigo, no encontré el papelito famoso y no caí en el tema del trabajo. En aquel momento era tan inocente que pensaba que un domingo por la tarde iban a estar allí, en la escuela, esperando a mi llamada.

Pues estaban. La mujer estaba tan interesada en conocerme que me pidió que me entrevistase con ella esa misma tarde. Me acuerdo de que estaba sola, mis padres estaban en el cine (o algo así) y no podía contárselo a nadie para que me aconsejase. Lo que suelo hacer cuando no encuentro a nadie que me aconseje es seguir un poco a mi intuición, así que allá que me fui un domingo a media tarde, a un barrio céntrico de Madrid, lleno de casas señoriales de gente adinerada, y busqué el edificio.

Me pasa a veces que la intuición no es que me falle, pero se desvía un poquillo. En aquel momento no sabía lo que me esperaba allí. Estaba a punto de conocer a Doña Maria Blanca.