"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




Mostrando entradas con la etiqueta emoción. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta emoción. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de septiembre de 2013

¡Que vivan los novios! (pero que VIVAN de verdad)

Una de esas suertes que tengo en esta vida es currar como animadora y/o camarera haciendo extras en algunas BBC, ésto es, Bodas, Bautizos y Comuniones de diferentes rangos y niveles socioeconómicos. He estado en casas modestas, casoplones, mansiones, salones de medio Madrid, locales de comunidad, en fin, que cada quien celebra los santos sacramentos como puede y como le dejan.

En las bodas se vive la vida diferente si vas como invitada que si vas como trabajadora, es como ir a ver un programa a la tele en directo: decepciona un poco. Tú veías ese concurso desde tu casa pensando que el plató es un despliegue de luces, colores y sonidos y llegas al plató y lo que te encuentras es un cuchitril lleno de cables, empalmes hechos con cinta aislante y gritos en el que no te dejan ni siquiera ir al baño en las sorprendentes 8 horas que dura un programa que sólo se emite durante una. Se cae el romanticismo, qué le vamos a hacer.

Las trastiendas de las bodas clásicas son más de lo mismo: mientras la novia, el novio y sus cientos de invitados e invitadas degustan gilipolleces empanadas que no saben ni lo que son (pero no lo preguntan, por no quedar de palet@s), debajo del glamour estamos decenas de personas empaquetando, limpiando, montando, desmontando y en mi caso, pintando caras como si no hubiera más enlaces en este planeta en caritas infantiles que en su mayoría están sobreestiradas por culpa de las horquillas de los recogidos en las niñas, o medio amoratadas por culpa de las pajaritas de raso a las que (por suerte) no están acostumbrados los niños. 
Mi trabajo en las bodas es salvar a los niños y niñas de las cárceles de sus vestidos para que la estirpe familiar continúe: y sus padres y madres por ahí, comiendo gambas congeladas, sin agradecérmelo. Qué injusta es la vida.

Ayer estuve en un bodorrio de esos que se recuerdan en las comidas familiares y cuyas fotos se siguen viendo en Navidad: se casaban una chica monísima y un chico no monísimo, pero millonario. La boda era en el Hipódromo, un lugar al que yo no había ido nunca por tres razones básicas: porque está muy lejos, porque las carreras de caballos me espantan y porque no tengo dinero para apostar. 

Evidentemente no se puede casar una pareja en medio de una carrera de caballos, sino que se habilitan unas carpas de dimensiones variables para acoger una comida-cena-cóctel-recena-baile, un 5 en 1, en la que las carpas están unas tan cerca de otras que como te descuides de confundes de novios y te metes en otra boda. Pero oiga, que a mí el espacio me da igual, cada quien que dilapide sus ahorros en lo que quiera: yo voy a trabajar.

Entre l@s trabajador@s había un rollo de hermanamiento un poco extraño, como si pudieran donar un hígado en un momento dado por el de al lado pero al mismo tiempo pudieran sacar una katana de debajo de la camisa (remetida por el pantalón, claro) y asesinar a ese receptor del hígado. Una cosa un poco turbia de la que yo me desmarqué al minuto uno, un poco por miedo y un poco porque iba cargada hasta los dientes y no podía pararme demasiado a observar el percal. Una pena, porque desde que me he visto todas las temporadas de CSI y voy al día tengo una capacidad de análisis brutal, y podría haber sacado de allí todos los entresijos del Hipódromo: la pena es que cobro por horas, y no iba a quedarme ni un minuto más de mi tiempo.

El novio y la novia venían con casi tres cuartos de hora de retraso, parecía que se estaban casando por poderes. Los camareros y camareras estaban de los nervios porque también deben cobrar por horas y porque los canapés se vienen abajo, que hago un inciso en el tema de los canapés porque es curioso: si pasa demasiado tiempo, los que están duritos se reblandecen, y los que eran blanditos se endurecen. La vida tiene estas contradicciones. Continuamos para bingo.

Mientras camareros y camareras se esforzaban por conservar la comida y cortar jamón como para un regimiento, yo me movía por la sala a mi rollo, cantando, bailando, rodeada de trabajador@s que, sintiéndose por un rato protagonistas de los eventos para los que trabajan cada fin de semana, disfrutaban del asueto inesperado. 

Yo movía el paracaídas, el castillo, mi maleta, mi altavoz, bajaba, me cambiaba, me ponía el sombrero, me pintaba un ojo, me echaba purpurina, me cantaba una canción, en fin, preparaba y hacía tiempo a la vez. La tensión subía por momentos porque todo estaba medido al milímetro en el tiempo y un descuadre de una hora hace que se te enfríe hasta la paciencia. Yo tenía todo montado y, ante la ausencia de pequeñas criaturas cerca, me fumaba un cigarro en la salida de emplead@s viendo un maravilloso atardecer desde la más absoluta soledad, disfrutando de la quietud que me dejaba la ausencia de gente gritando "¡VIVAN LOS NOVIOOOOS!".

De repente, aquello se empezó a revolver: empezaron las carreras, las voces, el sonido de platos y cubiertos, el ajetreo del cuchillo jamonero. Decenas de vestidos brillantes irrumpieron en la pasarela que unía el párking con la sala corriendo sobre unos tacones que a mí siempre me parecen excesivamente altos. Zapatos de caballero relucientes como la patena se abrían hueco a zancadas para coger sitio a la espera de algo que no terminaba de llegar. La tensioncilla se mascaba en el ambiente y la pole position, situada a la entrada de la sala, estaba muy disputada. Se la llevó una dama de honor.

De repente, un Rolls Royce rojo descapotable entró en el párking derrapando. De él se bajó a toda prisa un hombre vestido con chaqué, que reconocí como el novio. Salió corriendo despavorido y se colocó en la puerta de la pasarela. Una mujer con mantilla kilométrica (sujetada por su propio brazo) intentaba ayudar a la novia a salir del coche, pero el velo (kilométrico también, sería cosa de familia) no lo permitía. Se hicieron un lío de velos, mantillas y brazos que casi se vive el drama, así que la mitad de las mujeres que ya tenían su sitio en la pasarela (previa carrera) abandonaron sus posiciones para auxiliar a la novia y a la señora de la mantilla. 

Cuando la novia, su velo, la señora y su mantilla y las demás señoras y sus tacones consiguieron entrar en la puñetera pasarela, el fotógrafo hizo una señal al camarero, que le hizo una señal al mâitre, que le hizo una señal a la de seguridad, que le hizo una señal al del equipo de sonido, que le dio al play, y empezó a sonar "I don´t want to miss a thing", de Aerosmith, mientras la novia y el novio, recién cogidos del brazo por los pelos, avanzaban a paso muy ligero, porque iban con una hora y pico de retraso. 
La gente se deshacía en aplausos y lágrimas, pero no pudo deshacerse mucho porque el momento duró 30 segundos. No habían llegado al estribillo y ya les separaron para hacerles diferentes fotos, las clásicas: a él en el cochazo. A ella en los rosales. A la señora de la mantilla con el señor del traje tornasolado. Al señor del chaqué con la señora de los taconazos. Ahora todo el mundo junto. Ahora sólo la novia. Ahora el novio. Ahora un beso... en la mejilla. Ahora morreíllo casto. Ahora ella le mira a él enamorada. Ahora la madre de él mira a ella con amor irreal.

Así podría estar horas. La gente iba ya por el cuarto vino y el décimo canapé.

En cuanto se hicieron la millonésima foto, les llevaron prácticamente en volandas al cóctel, esa degustación culinaria que no les dejaron probar porque querían hacerles otras pocas fotos en un photocall que habían preparado para la ocasión. Un camarero con una bandeja gigante le ponía copas de champán a la novia en la mano cada medio segundo. Ella las dejaba en la mesa, claro, ¿cómo podía beber si nadie la dejaba en paz?

El novio sudaba.

Mientras todo ésto ocurría, yo estaba enfrente, en una sala protegida en la que no nos veían, bailando desaforada con los niños y niñas, pintando caras, haciendo globos, saltando, gritando. Estaban l@s pobres hasta el recogido y hasta la pajarita de la boda, y querían desfogarse hasta morir. Era la fiesta más punki en la que he estado en mucho tiempo.

Llevávamos media hora de botes y canciones cuando sonó esa delicia de la música que es "Soy una taza, una tetera, una cuchara y un cucharón", y que habré bailado unos dos millones de veces en mi vida. Mi postura de la taza es más realista que la taza en la que desayuno: dan ganas de echarme café, no digo más.
De repente, por una puerta lateral entró la novia, con cara de estar agotada. Venía a ver cómo estaban los y las peques y si estábamos pasándolo bien.

Por la puerta contraria, también lateral, apareció el novio. Llevaba un pañuelo de tela bordado en la mano y se enjuagaba el sudor, que le caía a raudales en aquella carpa con 350ºC en su interior.

Los novios se encontraron en el centro de nuestra pista improvisada, entre el paracaídas y el castillo hinchable.

Y entonces ella empezó a bailar. "Soy una taza", y ponía un brazo en jarras, "una tetera" y ponía el otro en alto, "una cuchara" y alzaba los brazos por encima del velo kilométrico, "y un cucharón" y bajaba los brazos a la altura del cinturón de pedrería de su vestido de ypicomil euros.

Él la siguió. Se metieron en el centro del círculo y empezaron a reír, a cantar y a bailar hasta que la canción terminó. Después se abrazaron y se dieron un beso, su primer abrazo y su primer beso desde que, horas antes, alguien les había declarado marido y mujer. Un beso de verdad, sin fotos, sin presión, sin mantillas ni motores. Un beso.

Y sonrieron de verdad. Por primera vez.

Las primeras horas de su matrimonio habían pasado con prisa, con la obligación de correr de aquí para allá porque llegamos tarde, separados, haciéndose fotos que luego quedan en un cajón, bebiendo un champán que no les apetece, buscando con la mirada a la otra persona pero sin verla. Necesitaron cruzar a la sala infantil, quitarse el estrés a golpe de música y bailar dejándose llevar una canción de niñ@s que seguramente y con tanto preparativo, ni siquiera recordaban.

No entiendo cómo alguien puede elegir casarse así. Sin estar en su propia boda.

La gente tiene razón: que vivan los novios, pero que VIVAN de verdad. Que su amor no muera antes de empezar bajo el toldo de una carpa en un Hipódromo cualquiera.






jueves, 11 de abril de 2013

A las personas no les preocupan los árboles

Mi gran amiga (y hermanadenosangre) María me lleva reclamando unos días:

- ¿Para cuándo un Cuentos Chinos?

Y yo venga a decir que sí, que sí, pero el hecho de llevar unos días desaparecida tiene su sentido: mi blog perdió accidentalmente su anonimato y parte de mi familia lo descubrió.

Nótese que yo a mi familia la amo con la fuerza de los mares, con el ímpetu del viento, en la distancia, en el tiempo, con mi alma y con mi carne, pero igual que no me llevo a mi madre de copas un viernes por la noche, hay según qué historias escritas aquí que me encanta que lean mis primas, mi hermana y mis amigas, pero que si se las puedo ahorrar a mis tíos o a mi abuela pues oye, eso que me llevo.

Y es que para mí éste blog es un reducto de paz, un tubo de escape, una ventana al mundo de ida y vuelta en la que a veces me vuelco y ni siquiera me doy cuenta. Por eso me bloqueé un poco cuando supe que mi familia lo había descubierto y me acojonó sutilmente verme tan expuesta sin necesidad.

No voy a contar las impresiones que he recibido del blog (que han sido maravillosas, por otro lado) por su parte, pero he pasado unos días dejando las aguas calmarse para retomar ahora con energía renovada.

Aquí debería empezar el post.

Hoy, en clase, una de mis alumnas me ha hecho la siguiente pregunta:

Alumna - Profe, ¿los coches tienen vida?
Yo- ¡No!
A- ¿Y los árboles?
Y- Los árboles sí, son seres vivos, como las flores y los animales, y como los seres humanos.
A- Entonces, si los árboles tienen vida y los coches no, ¿cómo es que la gente se preocupa mucho más de cuidar los coches que de cuidar los árboles?


Y me ha dejado seca, claro, porque de cuando en cuando los niños y las niñas hacen preguntas que te dejan sin respuesta, porque realmente no la tienen. A mí éstas son las preguntas que me preocupan, porque no sé contestarlas. Las clásicas de "¿De dónde vienen los niños?", "¿Existen los Reyes?" y demás son fáciles, tenemos la respuesta, son como el quesito verde del Trivial, que a priori puede parecer complejísimo pero luego es el más fácil. Sin embargo las preguntas como la de mi alumna son el quesito rosa, que tú ves "Cine y espectáculos" y dices "Bueno, éstas me las sé todas", y luego descubres que son enrevesadísimas y que jamás habrás visto suficiente cine como para contestarlas correctamente.

A mí hace ya tiempo que me preocupan mucho más las personas que los coches; los coches, para ser exacta, me importan una mierda, en parte porque no entiendo nada de su mecanismo (ni me interesa, aprobé el carnet a la cuarta y desde ahí lo único que me preocupa es moverme de lado a lado, encontrar hueco para aparcar y que funcione la radio) y en parte porque no he sido yo muy de máquinas.
Cuando tenía unos 12 años me regalaron una Game Boy y mi madre me la dio y me dijo muy seria:

- Como te enganches va la consola por la ventana.

Todavía está esperando que juegue más de cuatro veces la mujer.
 Y es que el ser humano es tan increíble que, desde que era pequeña, no he podido nunca estar pendiente de las máquinas.

Las personas, en cierto modo, somos similares a los árboles que le preocupan a mi alumna. Somos todos una misma esencia, y sin embargo la plasmamos de maneras muy distintas.
Casi todos los árboles comunes tienen raíces, tronco, ramas, hojas, y sin embargo no hay dos raíces iguales, dos troncos iguales, dos hojas iguales. Es un gran ejercicio recoger hojas (a l@s profes nos arregla dos meses del otoño entre murales y siluetas de plástica) y observar que cada hoja tiene una forma diferente, un tamaño diferente, un color distinto, un tacto particular. Como el ser humano.

Las raíces, algunas tan grandes, otras pequeñitas, algunas sobresalen por fuera de la tierra, otras permanecen eternamente bajo ella, buscando incansables alimento y agua para sobrevivir. Así son también las personas, que en su camino incansable van generando anclajes, algunos fuertes, otros más débiles, algunos visibles para el mundo, otros secretos, y siempre buscando nutrirse, sostenerse, sobrevivir.

Los troncos, unos leñosos, otros suaves, tan recios, tan flexibles a la vez, tan completos que imponen. Llaman tanto la atención que han sido durante décadas el lugar preferido de las parejas enamoradas para escribir sus iniciales y fechas y corazones y otras horteradas, sin darse cuenta en su ejercicio de que para plasmar su amor están hiriendo a otro ser vivo. Claro que el amor humano, muchas veces, es así también, consolidado a costa de las heridas ajenas.

Las ramas, delgadas pero fuertes, son los brazos del árbol, aspirando siempre a tocar el cielo, distribuídas para recoger lo mejor del sol, lo mejor de la lluvia, lo mejor del viento, en su justa medida siempre, para contribuír al crecimiento, sosteniendo las hojas, cobijando la sombra. El ser humano, ciertamente, aspira a llegar alto, muy alto, a veces hasta tocar al dios en el que cree, otras veces hasta tocar el infinito en el que también cree, y siempre intentando saber qué es lo mejor del viento, del sol, de la lluvia (traducido a nuestro mundo poca gente busca lo mejor del sol, pero busca lo mejor de un trabajo, de una pareja, de un amigo, de una hermana) para poder cogerlo y no soltarlo nunca, y utilizarlo para crecer y expandirse.


Lo maravilloso de los árboles es verlos en conjunto, en un bosque, confundiéndose y fundiéndose unos con otros para formar una alfombra de miles de colores, para dar sombra, para dar frescor, pero qué bonito es también ese árbol que se erige en la soledad, llenándolo todo, majestuoso, sin otra compañía que la suya propia. Ese árbol solitario luce sin necesidad de adornos ni arreglos. Ese árbol es maravilloso porque es él, sin más.

Así, también, es el ser humano.

Mi alumna no está lejos de la realidad: a la gente no le interesan los árboles. Siguiendo la estela de mi reflexión, es tan triste como que a la gente cada vez le interesan menos las personas, como le interesan poco los árboles, el sol, la lluvia y el viento. Y sin embargo se olvidan de que lo importante, como decía mi alumna, es apostar por la vida. Las máquinas, al final, son energía invertida que nunca vuelve.

Los árboles, como todo en la naturaleza, pasan por fases: crecen, se lucen, enferman, se caen sus hojas, tiemblan, se recuperan, mueren, renacen de su propia muerte, dejan poso en el suelo. Sin símiles: como el ser humano.

Me apasiona la vida (la de los árboles y la humana) porque es una alternancia de estaciones que no para jamás. Lo bueno es que, como en la naturaleza, tenemos una certeza: después de una estación viene la siguiente. Las flores terminan por salir, antes o después.

Jamás se ha dado en la naturaleza un año sin primavera.















Nota: Éste post va dedicado a María, por su compañía, por su insistencia, por hacerme sentir que merece la pena seguir volcándome aquí, aún a costa de que la gente me descubra. Gracias por ser el árbol que da sombra a muchos de nuestros momentos... Este post, sin ser premeditado, ha sido alumbrado íntegramente pensando en tí.



martes, 11 de diciembre de 2012

Tres Patas para un Banco

Érase una vez un Banco, de esos comunes de madera barata que se colocan en las calles y en los parques de las ciudades.

Este Banco era semejante a otros muchos bancos vecinos: dos tablones de madera rígidos unidos por una arista dieron vida a un Asiento y a un Respaldo preparados para apoyar las posaderas y la espalda de cualquier viandante.
Lo colocó el Ayuntamiento en una callejuela de un barrio al sur de Madrid donde confluían cuatro edificios altos de pisos. El banco tenía un emplazamiento muy dinámico y estaba rodeado de tiendas: un centro comercial, un estanco, una reprografía, un quiosco, un centro de belleza... mucha gente iba a pasar cada día por aquella plazoletilla e inevitablemente, se iba a parar a descansar en el Banco.

Este Banco tenía una particularidad: le sostenían tres Patas. Los bancos modernos están sujetos por una o dos patas, pero aquel no era un banco demasiado nuevo y por eso le sostenían tres Patas. Las Patas fueron forjadas casi al tiempo, y eran aparentemente iguales, aunque si una se acercaba bien observaba que tenían sutiles diferencias de forma, color y altura.

Las Patas se entendieron bien desde el momento en que fueron colocadas en el Banco. Se alegraron mucho de la zona en la que les había tocado vivir: habían oído historias acerca de bancos que se colocan en parques solitarios, o en descampados hostiles. Habían oído hablar de bancos partidos por la mitad para evitar que los indigentes durmieran en ellos. Habían oído hablar de bancos situados en comisarías y juzgados en los que la gente se sentaba esperando sentencias de libertad o esclavitud. Habían escuchado hablar acerca de bancos anclados en hospitales y tanatorios, bancos diseñados para esperar la vida y la muerte.

Sin embargo y por suerte les había tocado una zona bonita, rodeada de árboles, con niños y niñas, gente adulta y gente mayor, y sobre todo no les había tocado estar solas, que era lo más temido por todas las Patas del mundo.

Las Patas congeniaron enseguida: si había que sujetar mucho peso, las tres se colocaban instantáneamente del mismo lado. Si una estaba un poco cansada, las otras dos soportaban el total de la carga para dejarle descansar. Si hacía buen día, las tres absorbían el sol por igual. Se entendían  la perfección.

El tiempo fue pasando, y las Patas fueron cambiando: la erosión de la lluvia, el viento, el sol, fueron desgastando su color inicial y dejando paso a nuevos tonos. Los chavales y chavalas del barrio pintaron el banco con sprays de colores, y las patas se lo pasaban en grande viendo cómo cada día tenían un look diferente. El Asiento y el Respaldo del banco refunfuñaban quejándose, y cuanto más se quejaban más se reían las Patas, a quienes los colores, lejos de molestarles, les daban nuevas vidas cada día.

El barrio también cambió: la reprografía pasó a ser una peluquería y el centro de belleza pasó a ser una tienda de comida. La gente del barrio empezó a crecer, y cambiaron como cambia todo con el paso del tiempo. Las niñas y niños del barrio crecieron y comenzaron a sentarse en el Banco para hablar de sus primeras preocupaciones: primeros trabajos, primeros amores, primeras decepciones. La juventud creció y emigró a otros barrios, dejando paso a nuevos vecinos y vecinas que llegaban con sus bebés y sus ganas de iniciar una vida nueva en aquel lugar.

Las Patas también empezaron a cambiar de horizontes: soñaban con que colocaran cerca otro banco con otras patas, y poder conocerlas y quién sabe si conectar, y juntarse, y tener Patitas en el futuro.
Otros bancos pasaron cerca, y también otras patas, pero las Patas de aquel Banco no conseguían encontrar un destino mejor que aquel. Se entendían tan bien, congeniaban tan bien, se complementaban tan bien, que dejaron de echar de menos la idea de conocer a otras Patas y se dedicaron a disfrutar de la suerte de estar juntas, dejando a la vida la responsabilidad de diseñar sus futuros.

Se abrieron a la vida: observaban todo lo que ocurría a su alrededor, se maravillaban escuchando a la gente que se les acercaba. Captaban todo lo que ocurría a su alrededor, se rebeleban contra el Asiento y el Respaldo cuando éstos se negaban a ayudar a la gente acomodándose para distintas espaldas y riñones. Las Patas hablaban y hablaban entre ellas, debatían, se escuchaban, nunca se cansaban. Sacaban conclusiones interesantes y soñaban con cambiar el mundo.

Un día, el Ayuntamiento se llevó una de las Patas para arreglar un banco lejano, muy lejano, en un pueblo fuera de la ciudad y del país, cerca de la costa. Las otras dos Patas se quedaron solas, intentando aguantar el peso como podían. Lo consiguieron con esfuerzo, hasta que de repente, un día, sin previo aviso, la Pata volvió.

La Pata les contó todo lo que había en otro lugar, y las otras dos le explicaron cómo había sido la vida sin ella, pero antes de que pudieran disfrutar de tenerse de nuevo las tres, el Ayuntamiento se llevó otra de las Patas a una gran ciudad, esta vez a un lugar gélido donde vivían muchas Patas en muchos bancos. Las otras dos Patas volvieron a repartirse el peso para aguantar la posición, y la Pata que había permanecido siempre en el barrio enseñó a la otra a sostenerse, pero por suerte, al poco tiempo, aquella Pata también volvió y de nuevo fueron tres. Esta vez las tres Patas esperaban estar juntas de nuevo por un tiempo.

Cuando de nuevo llevaban poco tiempo las tres juntas, su relación cambió, de repente: de golpe se hicieron mayores. Por fin dejaron de lado todo lo superficial, ni siquiera se molestaban en enfadarse con el Asiento y el Respaldo. Fueron conscientes de la suerte que tenían de ser Patas en vez de ser, por ejemplo, Reposabrazos (que siempre se llevaban la peor parte del Banco) y se decidieron a aprovecharlo.

Prestaban mucha atención a todo lo que decían las personas que se sentaban en el Banco, aprendían, absorbían la información. Cuando las tres Patas estaban juntas, el Banco dejaba de ser un banco cualquiera y se convertía en algo especial. Todo el mundo lo percibía: sentarse en aquel Banco era diferente a apoyar el culo en cualquier otro. Nadie sabía explicarlo, pero aquel Banco era diferente. Emitía una energía diferente. Y había mil bancos en la ciudad, pero no como aquel. Quizá por eso cambiaron casi todos los bancos del barrio, menos aquel.

Las Patas se sentían cada vez más cerca las unas de las otras: se conocían tanto después de tantos años juntas que sólo con mirarse ya sabían qué pensaba la otra.  Cuando alguien se acercaba sabían con exactitud cómo colocarse para ser una unión perfecta y proporcionar la comodida ideal. Cuando llovía se colocaban más juntas para evitar oxidarse. Cuando soplaba el viento se separaban para dejar hueco y oxigenarse. Todo era tan perfecto que las tres Patas fantaseaban con estar para siempre juntas.

Y entonces, de repente, una de las Patas decidió irse a vivir a Australia.



 

domingo, 18 de noviembre de 2012

La huelga, Elsa Punset y el rasero de la felicidad

Sin paños calientes: llevo 15 días convaleciente, encerrada en el torreón de un castillo de gotelé y trece pisos de alto. Ni siquiera tengo dos largas trenzas para lanzarlas por la ventana, porque me las cortó un peluquero moderno cuando decidí cambiar de look, de aires y de vida. Lo medio conseguí, pero ahora estoy encerrada en lo alto y cual Rapunzel del siglo XXI, pero sin nada que lanzar a alguien que pase por debajo de mi ventana a caballo, y sólo puedo hablar con la bruja a través del whatsapp. Qué vida más dura.

Hace un par de semanas me operaron para extirparme un sobrante del cuerpo, que es un gustazo, porque llevaba tiempo dándome la lata, cada vez más. En estas dos semanas he escrito al menos cuatro o cinco veces el inicio de este post, y cada día lo hacía desde una perspectiva, ahora al borde de la depresión por el encierro, ahora contenta porque había tenido una visita inesperada, ahora enfadada por las molestias y los dolores, ahora enternecida por aquella llamada tan bonita que me hicieron desde un lago. Menos mal que lo dejé reposar todo para llegar hasta este momento y poder contar un poco todo, tranquila.

En estos días he tenido todo tipo de estímulos positivos, pese a todo: visitas, regalos, llamadas, mensajes, flores, bombones y kilos de cosas ricas de comer que no sé si esta convalecencia no me va a quitar un sobrante y me lo va a rellenar de colesterol del malo, del que atacan los soldaditos del Danacol, porque quienes me conocen dan en el clavo y claro, me paso el día matando las penas a golpe de azúcares y grasas saturadas de todo tipo y pelaje.

Mis amigas de toda la vida trajeron a mi torreón su(s) visita(s) y me rodearon de sonrisas, de M&M´s (lo dije, son malvadas, por su culpa llevo una semana comiéndolos casi compulsivamente) y de historias de toda la vida para levantarme el ánimo. Como añadidura trajeron un libro de Elsa Punset, Una mochila para el universo. La verdad es que la familia Punset nos gusta bastante, especialmente porque nos da juego para miles de conversaciones pseudotrascendentales, así que tener el libro en mi poder me convirtió en una especie de gurú de los temas de conversación de las próximas treinta o cuarenta cañas que quedemos a tomarnos.

El tiempo acompañó mucho a la lectura en los días sucesivos, y me sorprendí pasando las horas enteras sentada en un sofá que tengo en la habitación porque mi padre decidió que era perfecto para mí pero que a mí no me ha conquistado hasta ahora. Esa es una filosofía que tengo muy desarrollada en varias facetas de mi vida: casi nunca descambio ni desprecio regalos que me hacen (ropa, libros, muebles, música, lo que sea) porque aunque ahora no me guste demasiado sé por experiencia que no soy una tía que se cierre en banda a nada y que llegará el día en que ese objeto tenga un hueco perfecto en mi vida. En el caso del sofá ha resultado ser maravilloso para la postura que tengo que mantener durante el postoperatorio, así que estoy feliz de no haber tirado el sofá a tomar por culo en todo este tiempo, cuando sólo estorbaba y me ponía de los nervios.

El libro me duró como un par de días, y básicamente habla de la inmensidad de la vida, del quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos pero en bata y zapatillas, es decir, desde una perspectiva muy de andar por casa. Bueno, en realidad aborda especialmente la felicidad, como todo lo filosófico, y como es lógico empieza preguntando: ¿qué es ser feliz? Lo decimos con mucha alegría: "soy feliz". "No soy feliz". "Podría ser más feliz". "No podría ser más feliz". "Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
La felicidad es un tema muy recurrente en cualquier contexto, para nutrir la fe, para alimentar el espíritu, pero nadie sabe qué coño es.

Elsa Punset define la felicidad como "el grado de satisfacción y/o de bienestar de una persona". Fácil, sencillo de entender y de medir: ¿te sientes bien contigo pese a que tu curro sea una mierda? Eres feliz. ¿Tienes el trabajo de tus sueños pero no te acabas de hallar en él? No eres feliz. Y eso hablando de trabajo, que es para mí un tema banal: nos ponemos a hablar de las familias o de las parejas y te caes para atrás.

El caso es que los primeros días de mi convalecencia casi me ahogo, pero literalmente. Me veía como un pez en una pecera cerrada, sin poder "hacer nada": sin poder salir, sin poder pasear, sin poder ir a tomar algo, sin poder hacer la compra, sin poder quedar con mi gente adorada, sin poder ir al cine, ni al teatro, y en fin, sin poder ser yo. Cualquier comentario que contradijese mi sensación me ponía de peor humor, y mi vida se basaba en escuchar a cantautores suicidas y mirar por la ventana en pijama contando los minutos para que terminase esa hora, y luego la siguiente, y luego la siguiente, y así.

Habrá quien piense que exagero, pero es muy fuerte la sensación de "imprductividad" que genera mi cerebro cuando no estoy haciendo "lo que se espera que yo haga". Hablándolo con P. (alias Cabaretera woman) me explicaba que era normal que en mis dos o tres primeras semanas como desempleada me sintiese totalmente inútil y desesperada. Nacemos y crecemos en una sociedad que excluye a quien no genera dinero. Yo no he parado de moverme desde que terminó mi último curro, sigo estudiando, haciendo cursos, leyendo, saliendo, aprendiendo, viajando, conociendo gente, haciendo mil cosas, y sin embargo no terminaba de sentirme bien por no estar haciendo nada que aportase, a mí o a cualquiera, una remuneración. El sueldo se había convertido en el colchón de mi bienestar mucho más que mi misma persona, y sin darme yo cuenta había sido educada (y educaba yo también, joder) para producir, y producir y producir, pero siempre con intercambio monetario. Qué horror.

Pues igual que el sueldo era el rasero de mi aparente felicidad, lo era estos días la vida social. "Si no curras al menos mueve el culo", parecían decirme hasta los cojines del salón. Ni siquiera quería aceptar que entre los dolores y la incomodidad NECESITABA, física, emocional y mentalmente, descansar. Estar tirada en la cama me parecía el colmo de la falta de respeto al Universo. He buscado, incluso, excusas para levantarme cuando realmente no hacía falta que lo hiciese.

Así estuve hasta que el miércoles, día 14, España llevó a cabo la huelga general que llevaba tiempo convocada. Yo secundé la huelga como pude desde casa, y esto es tratando de no consumir o hacerlo en la medida justa y necesaria, que en el caso de una enferma es un poco más de lo normal en cualquier otro caso. Sin embargo, apagué la tele, las luces que siempre andan de fondo en todas las habitaciones de mi casa, la radio que también está encendida intentando hacerme compañía y decidí incluso ignorar el teléfono, que en realidad no me hacía ni falta.

Ese fue el día en que descubrí el sofá y su comodidad. A la luz de la magnífica claridad que entra por mis ventanas estuve toda la mañana disfrutando del silencio de mi casa y del libro de la Punset. A ratos paraba, me estiraba, me asomaba por la ventana y observaba la quietud de mi barrio, no sé si por la hora, por la huelga o por los coches de policía que patrullaban por aquí a cada rato.

Comí y me eché una siesta relajada, placentera, sin prisa por hacer nada (total, no podía ir a la manifestación posterior, sin móvil no iba a contactar con nadie, sin tele no me interesaba despertarme para ver una peli ni un programa), y descansé como llevaba semanas sin hacerlo. Me desperté, merendé y aproveché la última luz del día para leer. Tuve una visita sorpresa, disfruté de una conversación y una cena estupendas y me acosté habiendo disfrutado de un día en el que yo y mis apetencias habíamos sido protagonistas.

Qué placer.

Desde ese día, mi vida de convaleciente ha dado una vuelta. Mi amiga Brendi me decía en una de mis épocas más bajas:

- Haz el favor de no estar todo el día pendiente de lo que NO tienes. Fíjate en lo que tienes, que es mucho, y no te pases las horas quejándote.

También lo dice Elsa Punset: el cerebro humano, para equilibrarse, necesita cinco estímulos positivos por cada uno negativo, y necesita vivirlos intensamente. Olvidarse del mundo y dejarse llevar. Mi profe de yoga lo llama "meditar en lo cotidiano". Al final todo el mundo tiene razón y yo estoy por patentar un especial del programa "21 días" que se llame "21 días negando la realidad" o simplemente "21 días en la parra".

Así que me he dedicado estos últimos días a disfrutar de todo lo que me ofrece el reposo en casa: pasar un buen rato cocinando, reciclar ropa a base de imaginación, aguja e hilo, leer sin prisa en mi sofá redescubierto, escribir todo lo que se me pasa por la cabeza, pintar con acuarelas, mirar cómo caen las hojas por la ventana, tocar la guitarra compitiendo con el capullo de mi vecino y su piano (que no termina de dominar) y sobre todo escucharme y hacerme caso cuando me apetece hacer algo.

Y el caso es que me estoy recuperando mucho más rápido desde el miércoles, me lo ha dicho mi cirujana. "Eso es que comes mejor" me ha comentado. Si supiera que sobrevivo a base de M&M´s...
Estoy más tranquila, duermo mejor, como mejor, disfruto de los cambios de mi cuerpo durante estos días.

Lo mejor de todo es que me encuentro estupendamente. Casi no tengo dolores. Estoy más tranquila: el otro día me despertaron dos veces de la siesta los de Atención al Cliente de Vodafone y no tuve ganas de matarles. Eso es que estoy cambiando sí o sí.

Y estoy bastante satisfecha. Ha subido mi nivel de bienestar. Debe ser que estoy haciendo eso que llaman "crecer",o quizá sea que a pesar de estar hecha un guiñapo y estar loca por que me den el alta, voy siendo cada día, según palabras de Elsa Punset, un poquito más feliz.





martes, 26 de abril de 2011

El mar

Lo mío con el mar es una relación de amor profundo que viene desde el principio de los tiempos, cuando un 24 de agosto vine al mundo y estropeé las vacaciones veraniegas de mi familia. Yo creo que mi madre pensó mucho en el mar durante la recta final del embarazo y de ahí viene mi pasión por el agua salada, por el sol reflejado en la superficie, por el sonido de las olas al romper contra la orilla, por la línea de fondo que lo une con el cielo y que te hace comprender el vértigo que sentían nuestros antepasados, que creían que el mundo terminaba en el horizonte.

Soy una adoradora profunda del mar tanto como detractora de la playa, o al menos la playa como se concibe en las costas mediterráneas españolas, en las que hay aproximadamente un millón y medio de personas por centímetro cuadrado que hablan a voces, se pelean por el espacio para poner la sombrilla, con niños y niñas que juegan desaforados a hacer agujeros en la arena (alguna vez se va a colar un niño por un agujero y va a aparecer en Australia, porque cavan tan profundo que como metas un pie lo has perdido para siempre) y abuelos y abuelas paseando en fila por la orilla.

Contemos además con que no me gusta tomar el sol, es así. Me aburre tumbarme en la toalla y que me pique la piel, me abraso los ojos y nos lo puedo abrir y encima me da grimilla esa sensación de pringue que te deja la crema, que como venga un viento a soplarte y te caiga un grano de arena ya no te lo quitas hasta un par de meses después, cuando estás en el curro, de repente cae arena de no se sabe dónde en la mesa y tú entras en un bucle doloroso de recuerdo del tiempo vacacional.

En el mar, sin embargo, podría estar horas. Yo llego, me despeloto, me meto en el agua y a vivir. A veces nado, a veces floto, me estoy quieta, juego a saltar las olas, me muevo y cuando me canso (porque el mar agota) me salgo, me seco y vuelta a empezar. En el momento en que creo que tengo una necesidad física imperiosa (véase hambre, sueño) me visto y me voy a satisfacerla, pero si no es por eso, prefiero seguir en el mar.

Me gusta verlo desde la orilla, mojándome los pies, mirándolo como las madres miran a sus hijos, con la sensación de que si pudiera, retendría cada segundo para siempre, y como no puedo hacerlo intento grabarlo en mí para retomarlo más tarde, cuando el tiempo ha pasado y esos momentos son sólo un recuerdo que te devuelve la sonrisa por unos instantes.

Dice Ajo en sus Micropoemas que "Después de un viaje una nunca es la misma, por mucho que tu maleta lo intente". Yo le añadiría "Después de un viaje hacia el mar, una nunca es la misma (...)", porque además del amor que siento hacia él, cuando lo veo no puedo evitar pensar, reflexionar, valorar, y muchas veces las decisiones tomadas a la orilla del mar son quizá demasiado profundas, movidas por un cúmulo de sensaciones difíciles de explicar que hacen que las emociones se balanceen con las olas y no terminen de posarse en la orilla.

Vengo de la costa, vengo de mecerme, vengo de balancearme, vengo de estar.

Vengo de estar contigo.

Vengo de estar conmigo.

Vengo de estar con el mar.


martes, 11 de enero de 2011

La Reina de Corazones

H. M. llevaba varios días diciéndonos que, si nos apetecía, necesitaba que le echásemos una mano en una representación que se hacía en esta semana en el cole. Resulta que los niños y niñas tienen que escoger a la reina y al rey que les gustaría ser si tuviesen su propio reino, y necesitaba que R., M. y yo nos disfrazásemos de reinas buenas y malas e hiciésemos una pequeña representación en la clase para que l@s niñ@s pudieran decidir a quién elegir.

En seguida me pedí la Reina de Corazones. Odio la historia de Alicia en el País de las Maravillas en cualquiera de sus versiones (aunque todos los postmodernos y fans de Tim Burton y Lewis Carroll me quien empalar a partes iguales), pero adoro a ese personaje que es la Reina de Corazones. Cuántas veces al día gritaría aquello de:

- ¡Que le corten la cabeza!


Me parece que la pobre era una mujer tristemente sola en su reino, una reina de sí misma a quien nadie respetaba ni quería, ni siquiera por el hecho de que una corona hiciese equilibrios en su cabeza. Una mujer caprichosa, vanidosa, poco consciente de que lo que la hacía miserable no era ser tirana, sino ser ignorante, simplemente no ver más allá de sus narices.

El disfraz que me han hecho era algo absolutamente espectacular, aunque el corpiño no me dejaba realizar correctamente algunas funciones vitales, como respirar o permitir a mi corazón latir con normalidad. La falda era de un cabaretero que encandilaba. El término "cabaretero" referido a cualquier cosa que brille lo acuñó mi amiga P. cuando un día, viendo los fuegos artificiales de las fiestas de la U.V.A de Vallecas (por cierto, acabo de encontrar una reflexión sobre la U.V.A muy tierna, si alguien quiere leerla, puede pinchar aquí), lanzaron uno de esos fuegos de palmeras brillantes y ella gritó:

- ¡¡Mira!! ¡¡Qué fuego más cabaretero!!





Y nunca jamás nos deshicimos de esa expresión. Todo o casi todo en la vida es susceptible de ser cabaretero, y hoy lo eran nuestros vestidos.

Hemos ido hacia la clase. Por el pasillo ya hemos sido el cuadro general, porque la verdad es que estábamos de traca, con esas telas de colores brillantes y esas pelucas, y para mí que nos han hecho alguna foto, de esas que luego se cuelgan a traición en el corcho de la puerta o se enseñan en la sobremesa de las comidas de trabajo.

Cuando hemos llegado, H. M. nos ha presentado y hemos entrado. No sé cómo la mitad no se han puesto a llorar, porque eran bastante peques. Han alucinado con los trajes, yo no sé si se han enterado mucho de la historia que queríamos venderles pero han tenido la boca abierta y la sonrisa puesta durante la media hora que hemos estado allí moviéndonos por la clase entre dimes y diretes. Luego, muchos aplausos y dificultad para volver a las tareas rutinarias.

A veces somos un poco Reina de Corazones, no nos damos cuenta de que existen mas opiniones, otros pareceres, necesidades y exigencias que no son como las nuestras pero que merecen ser escuchadas, y pensadas, y tenidas en cuenta. Que la corona se nos pone a veces pero es fácil que caiga, y sobre todo que dentro de cada un@ hay un corazón pequeño, mucho más pequeño que los corazones de la falda y del corpiño, pero mucho más lleno de amor que el cofre donde guardamos todo lo que consideramos importante.

A veces hay que quitarse el traje de Reina de Corazones, y a quienes quieran ponérnoslo...


¡¡Que les corten la cabeza!!